domingo, 27 de noviembre de 2011

Alicia


Alicia es mi hermana pequeña. Debería decir mi hermana menor, porque a estas alturas acaba de cumplir 31 años, pero igual que para mis padres yo sigo siendo Esperancita, y a mis 40 aún me azoro cuando mi progenitor me presenta a alguien y sigue refiriéndose a mí con el diminutivo familiar, Ali siempre será mi niña. Nosotros somos cinco hermanos. Los cuatro primeros, tan obedientes y sumisos que sospecho que mi madre seguía trayendo hijos al mundo por aburrimiento. Cuando yo, que soy la mayor, cumplí nueve años, Alicia nació y los cimientos de mi casa temblaron.

Mi madre no estaba acostumbrada a rebeldías. A la hora de comer (no me olvido de que éste es un blog de cocina), hubiera lo que hubiera en el plato, había que dejarlo limpio. Mi hermana Cristina, la segunda, era de esas niñas que inspeccionan la comida en busca de trocitos de cebolla, pimiento o verduras sospechosas. La recuerdo protestando frente a un potaje de coles: “No me gusta la sopa de plantas”. Mi madre agarraba la cuchara y en un pispás el intento de rebelión quedaba sofocado. En una ocasión, Cristi, a la que le costaba tragarse los filetes, volvió del colegio por la tarde y le dijo a mi madre: “Mamá ¿Me puedo dejar la carne?” Mi madre no entendió la petición hasta que Cristi escupió un bolo fibroso de color blanquecino; el último trozo de filete que le había metido en la boca antes de mandarla de vuelta a clase.

Así eran las cosas hasta que nació Alicia. Era un bebé precioso, y hasta mi hermana María, princesa destronada a los tres años, la adoraba y le guardaba patatas fritas y caramelos de los cumpleaños para llevárselos a la cuna, lo que estuvo a punto de provocar una desgracia de la que María, una de las personas más nobles que puedan imaginarse, era por completo inconsciente.
Alicia resultó ser todo un carácter. Cuando empezó a hablar, lo hizo con una voz de trueno que hacía estremecer al mismísimo Hombre del Saco. Los vecinos del bloque, a los que les encantaba aquella voz grave y aquel pequeño ser cargado de determinación que emergía del ascensor de la mano de alguno de nosotros, la chinchaban confundiendo su nombre a propósito: “¡Hola, Margarita!”, le decían. Ella, digna, respondía: “ALICIA”.

Cuando creció, Alicia siguió dando muestras de su fuerza de carácter. Los novios de la etapa adolescente míos y de mi hermana Cristina la odiaban porque, cuando nos quedábamos a hacer de canguros de Ali cambiando la salida al cine por la promesa de una noche de pizza y películas alquiladas, la nena tenía la virtud de levantarse de la cama, interrumpiendo en no pocas ocasiones momentos de furtiva intimidad. Una vez que había decidido levantarse, tratar de acostarla era provocar una batalla campal que podía despertar a todo el barrio, de modo que el pequeño zoquete solía terminar con su dedo en la boca acomodada entre la sufrida canguro y el aún más sufrido novio adolescente, que lanzaba a la criatura miradas de rencor.

Por dar algún ejemplo más del carácter de Ali, diré que un día llegó a casa explicándole a mi madre que en el colegio una niña le había dicho que los reyes eran los padres. Temerosa de que aquella afirmación hubiera hecho mella en su hija menor, mi madre preguntó: “Ah, ¿Sí? ¿Y tú qué piensas?” “Imposible. ¡Son tres!”, contestó Alicia.

Las horas de comer en mi casa se volvieron, desde que Ali tuvo capacidad de expresarse, momentos de tensión máxima. Todas las argucias que a mi madre le habían servido con los cuatro mayores (“prueba sólo un poquito”, “verás que aunque sea de color verde, esto está delicioso”, “estás-acabando-con-mi-paciencia...”) se volvieron perfectamente inútiles con ella. Si Alicia decía que no se comía algo, ni avioncitos, ni ratoncitos que robaban el bocado cuando Mamá cerraba los ojos, ni amenazas desproporcionadas escupidas entre dientes con el rostro y la yugular congestionados, ni guardar el plato rechazado durante tres días, ni prometer el oro y el moro, podían hacerla cambiar de idea. Yo misma clavé en una ocasión un cuchillo de cocina en la encimera nueva de la cocina  para no terminar acuchillando a mi adorada hermana menor. El resto de mis hermanos, comprensivos con mi desesperación, se aplicaron a buscar formas de disimular el picotazo que dejé en la formica. Si mi madre se dio cuenta, nunca dijo nada.

Mi padre, que es muy de estrategias, descubrió un día que lo que funcionaba con Alicia era pedirle exactamente lo contrario de lo que querías que hiciera. Después de tanta guerra de nervios, resultó que bastaba con prohibirle que se comiera las alcachofas de la cazuela, el aguacate de la ensalada o un higadito de pollo para lograr que los hiciera desaparecer en un momento. Un día, Ali llegó del colegio con cierto empacho. Para cenar había crema de calabacines, algo que le encantaba. Antes de sentarse a la mesa anunció que no tenía hambre y que le dolía la barriga. Mi madre, que le había servido un plato de crema de calabacines hasta los bordes, se limitó a decirle: “bueno, pues entonces no te comas la crema de calabacines”. Alicia se sentó frente al plato y empezó a comer cucharada tras cucharada como una autómata. En algún momento se dibujó en su rostro una arcada, y  mi madre, esta vez en serio, le dijo: “Ali, deja de comer si quieres...” Ali no quiso. Se terminó toda la crema de calabacines. Luego se levantó de la mesa y se fue al baño. Helados, la escuchamos vomitar. Y más helados aún, la vimos volver a sentarse a la mesa con la cara de color verdoso, alzar el plato hacia mi madre y ordenar: “¡Más!”.

Mi hermana Ali, que odiaba estudiar y regresó de su primer día de colegio diciendo que le habían enseñado demasiadas cosas y que no pensaba volver, terminó tres carreras, y ahora se dedica a lo que siempre sospechamos (y nos cuidamos mucho de decirle) que sería su vocación: la rama sanitaria. Actualmente es fisioterapeuta, y si tienes una lesión de su competencia, hará que te cures, tanto si quieres como si no. Es dura en apariencia, pero a menudo las personas duras son muy tiernas si rascas la superficie. Hay algo que siempre ha perdido a Alicia: el dulce. Y en especial, el dulce de leche. A ella le dedico esta receta, sencillísima, ideal para hacer con niños y de la que, como todo lo que está demasiado bueno, no conviene abusar: la tarta banoffee.

Ingredientes:

(para una familia numerosa como la mía)

Una lata grande de leche condensada La Lechera
Un paquete de galletas tipo Digestive integral
3 plátanos grandes
100 gr de mantequilla
Una pizquita de sal
½ litro de nata para montar
Una tableta de chocolate negro para fundir (200-220 gr) de cacao al 70%

Preparación:

Poner la lata de leche condensada tumbada en una olla, cubrirla totalmente de agua y dejarla al fuego 45 minutos en olla exprés a partir de que salga vapor (hablo de ollas a presión clásicas; nunca lo he hecho en una rápida) o 2-2 y ½ horas si la olla no es de vapor. Dejar enfriar antes de abrirla. Conseguiremos un toffee estupendo y fácil de hacer. Triturar las galletas digestive hasta lograr un granillo con textura; no un polvo. Mezclar con la pizca de sal y con la mantequilla derretida. De esta forma podremos apelmazar mejor la base de la tarta. La haremos distribuyendo la mezcla de galletas trituradas dentro del aro de una base de tartas desmoldable. Presionamos un poco para fijar la base. Pelamos los plátanos y los cortamos en rodajas. Los distribuimos sobre toda la superficie de la tarta. Abrimos la lata de leche condensada al baño maría. Si ha quedado demasiado compacta, podemos mezclarla en un cuenco grande con unas cucharadas de agua para poder manejarla mejor. Repartimos el toffee por encima de las rodajas de plátano. Montamos la nata. Como el postre es dulce hasta decir basta, a mí me gusta montarla sin nada de azúcar o con apenas media cucharadita. Si se la ponemos, ha de ser azúcar glass. Por último, fundimos el chocolate. Se puede hacer en el microondas a baja potencia, abriendo cada tanto para comprobar que se derrita sin quemarse, al baño maría, o con un truco que aprendí en un programa de cocina de unas monjitas y que me va genial: ponemos el chocolate troceado en un cuenco, echamos encima agua bien caliente, dejamos templar un minuto y, con mucho cuidado, retiramos el agua. El chocolate se habrá fundido y podremos mezclarlo y aclararlo a nuestro antojo. Yo suelo aclararlo con una parte del agua caliente para que quede como una salsa.

Cubrimos el toffee con la nata montada y servimos la tarta con la salsa de chocolate en una jarrita. Si está Ali, le decimos que se la tiene que comer toda ella sola, para que nos deje algo a los demás...

martes, 15 de noviembre de 2011

De ruta


A mi tío Rafa le encantan los motores, los complejos vitamínicos y los viajes. Es el hermano mayor de mi padre, y una de las personas más cariñosas que he conocido. Cuando éramos niños, nos cogía la cara entre las manos y nos miraba con arrobo durante un rato. Luego preguntaba: “¿Tú sabes cuánto te quiero?” Mi tío Rafa y mi tía Mariana viven debajo de la casa de mis padres, y, aunque son unos vecinos discretos, cuando nos peleábamos de pequeños, Tío Rafa subía como un corcho en el agua para poner paz antes de que mi madre saltara por la ventana. También nos explicaba Matemáticas, y se desesperaba cuando, con seis o siete años, le exigía que en lugar de intentar tentarme a ingresar en el universo de las ciencias exactas hablándome de números primos, negativos y transfinitos, se limitara a explicarme cuántos melones a cinco pesetas me daba el tendero si iba a la compra con diecisiete pesetas.

Mi tío Rafa y mi tía Mariana se quieren muchísimo, pero escenifican una relación de pícame-Pedro, pícame-Juan que daría mucho juego a los guionistas de sit-com. A mi tío le gusta el campo. A mi tía, la ciudad. Mi tío odia ir de compras. Mi tía odia las excursiones sin rumbo que a Tío Rafa le encanta hacer. Por eso, cuando éramos niños, él recurría a los sobrinos para probar el motor de su último coche llevándonos a comer a alguna venta con la única condición de intentar hacer el máximo número de kilómetros entre el punto de partida y el punto de llegada. A nosotros nos encantaba.

Al igual que a toda mi familia paterna, a mi tío Rafa le encanta el campo. Pero además, por su trabajo, se sabe al dedillo cada sierra, cada cuenca y cada carretera comarcal de la provincia. Le gusta desviarse de la ruta, bajarse en algún lugar e inspeccionar la flora o recolectar alguna frutilla silvestre que madura en un paraje secreto que sólo él conoce.

Uno de los destinos preferidos por mi tío para las excursiones de disfrute combinado de sobrinos y coche nuevo era la Venta de Alfarnate. En aquella época, Alfarnate quedaba donde Cristo dio las tres voces, pero para él tenía la ventaja de que existían dos caminos distintos para ir desde Málaga; cada cual más lleno de curvas. La subida solíamos hacerla por una carretera que ascendía desde la costa oriental, por la que, según nos contaba, discurría en tiempos el trazado del tren de cremallera que unía Málaga con Granada atravesando el Boquete de Zafarraya. En el camino, mientras nosotros intentábamos fijar la vista en algún punto para combatir el mareo, mi tío Rafa nos explicaba que en la época de nuestros abuelos, el tren tardaba varias horas en cubrir el último tramo de subida, de modo que los viajeros tenían tiempo de bajar en marcha, hacer un picnic en el campo y volver a subir a su vagón unos metros más adelante. A decir verdad, más de una vez deseé que la velocidad de su último coche fuese más parecida a la de aquel viejo tren que a la de un fueraborda del asfalto.

Mientras íbamos de camino, Tío Rafa nos explicaba que la Venta de Alfarnate era un lugar de parada obligatoria para los viajeros antiguos. Era famosa por sus huevos a lo bestia. El nombre es tan descriptivo que no requiere muchas explicaciones, pero diré que el plato consistía en un lebrillo de migas coronado por un par de huevos fritos, unas tajadas de lomo, chorizo y morcilla. Mi tío nos contaba que el plato era tan excesivo que, cuando lo servía, el dueño de la venta le decía al valeroso cliente que, si era capaz de terminárselo todo, él invitaba a un segundo plato. Al parecer, uno de los pocos capaces de repetir fue un tío abuelo nuestro, inspector del Timbre, que no sólo logró engullir el plato de pago y el de regalo, sino que de postre pidió un tercer plato. En lo sucesivo, contaba mi tío, el dueño de la venta se abstuvo de lanzar semejantes retos a su parroquia. Ignoro hasta dónde llegó el nivel de colesterol de mi tío abuelo. Por fortuna para él, en aquellos tiempos los médicos no daban la lata con esas cosas, y la gordura era síntoma de buena salud.

El caso es que nuestra mayor ilusión era llegar a la venta y probar el famoso plato, cosa que sólo logré en una ocasión, y mi hermano, mucho más asiduo de las rutas automovilísticas con mi tío, en ninguna, al menos conmigo presente. Yo no estuve en el primer intento. Según cuentan mi hermano Miguel y mi primo Angelito, el fallo de la operación fue una escala que hicieron en los Montes de Málaga. Era la época de los madroños y mi tío conocía un madroñal magnífico. Se dieron tal atracón de esa fruta indigesta que al llegar a la venta, después de varias paradas para vomitar, sólo pudieron pedir un consomé. En la segunda ocasión, con mi tío al volante de un nuevo coche con mucho más agarre en las curvas que el modelo anterior, yo me puse delante haciendo valer mi condición de sobrina mayor de la expedición y más proclive al mareo. Mi tío inició el ascenso como siempre, explicándonos las cuencas fluviales de una manera gráfica que recomiendo a todos los profesores de Geografía. Cuando quiere explicar un sistema fluvial, mi tío Rafa dice: “este arroyo mea en tal río, y éste río mea hacia tal sitio”. Gracias a él entendí por qué el Tajo y el Ebro iban en direcciones opuestas.

Recuerdo que el campo estaba precioso aquel día. Mi tío nos explicaba cómo cambiaba la floración según la altura mientras que su amuleto, una pequeña cabeza de caimán que trajo de Sudamérica, se bamboleaba furiosamente colgado del retrovisor entre curvas y baches. Siempre me gustó aquel caimán. En un momento del viaje me di cuenta de que Miguel y Angelito no abrían la boca. No le di mayor importancia hasta que, cerca de nuestro destino, volví la cabeza y vi que el color de los pasajeros de atrás había virado hacia el blanco cerúleo. Ambos tenían los ojos cerrados y el cuello hacia atrás, en una pose que me recordaba al Cristo de la Piedad de la Semana Santa de Málaga. Al llegar a la puerta de la venta, salieron corriendo en direcciones opuestas, buscando un lugar adecuado para vaciar sus estómagos. Miguel y Angelito tampoco probaron ese día los huevos a lo bestia. Mi tío y yo, sí, aunque no conseguimos llegar al fondo del lebrillo. Yo ni me atreví a pedir ayuda a mi hermano y mi primo, tan concentrados como los veía en sus calditos de pollo. No sé si en alguna ocasión volvieron a intentar comerse los huevos. Sé que sólo con el tiempo he llegado a apreciar lo que disfruta un tío con sus sobrinos, y aunque también he pecado alguna vez de exceso de entusiasmo implicando a los míos en mis pasiones, algún día ellos recordarán esos excesos con el mismo gusto con que yo recuerdo los de mi tío Rafa.

Como sé que mi tío se cuida más que aquel tío abuelo del que nos hablaba, le dedico la receta del morrete de setas; un plato típico de Alfarnate algo más discreto en la cantidad de colesterol que aquellos míticos huevos a lo bestia… Que por cierto ahora se sirven en platos normales y aun así, uno se los come con una cierta sensación de culpa.

Ingredientes:

1 kg de setas de cardo
2-3 dientes de ajo
Una rebanada de pan cateto asentado
Una cucharada de pimentón dulce
Una guindilla
Aceite de oliva virgen extra y sal
Preparación
Troceamos y freímos las setas en un poco de aceite a buena temperatura, para que se doren sin perder agua. Remojamos el pan cateto y lo ponemos a trozos en un mortero o vaso de batidora con el ajo, el pimiento y la guindilla. Trituramos bien hasta conseguir una pasta fina y lisa de color anaranjado. Pasamos las setas a una cazuela con poco fondo (ideales las de barro)y dejamos hervir a fuego lento unos 10 minutos. Las setas soltarán algo de líquido, pero la salsa final ha de tener el punto de una bechamel fluida, de modo que si hace falta, añadimos agua en la cocción. El guiso se puede alegrar con unas gotas de vinagre y con unas patatillas picadas. Cuando no hay setas se hace con espárragos trigueros, patatas y hasta con berenjenas. La receta es de Mari Feli, del Mesón de la Villa de Alfarnate. Otra gente especia el guiso con orégano y comino.

martes, 1 de noviembre de 2011

A la playa en una mandarina


La tía Chari es el corazón de mi familia paterna. En mi primer recuerdo de ella estoy sentada sobre sus rodillas, con dos o tres años, y me pinta en un bloc pececitos y caras de mujer de perfil. Era una buena dibujante, y cuando me pasaba los trastos para que probase, yo miraba el lápiz para ver de dónde habían salido aquellas cosas que mis manos aún torpes eran incapaces de copiar. También tengo un recuerdo cálido de sus besos y abrazos. Al contrario que las efusiones de otros mayores, las suyas eran siempre bienvenidas.

Mi tía Chari y mi tío Inda no tuvieron hijos, y tal vez por eso eran los favoritos de los sobrinos. Cada fin de semana inventaban alguna actividad para poder disfrutarnos. Excursiones al monte, a la playa, y, más tarde, cuando compraron la casa de sus sueños, pequeña pero con un jardín enorme, reuniones familiares en torno a una piscina que terminaba exhausta de tanto niño tirándose al agua de mil formas posibles e imposibles, haciendo piruetas o aprendiendo a nadar. De todas aquellas jornadas guardo una memoria placentera, pero el paraíso de la infancia era ir a la playa en La Mandarina. 


La Mandarina era su Renault 5 de color naranja. Cuando mis padres tenían que trabajar, eran la Tía Chari y el Tío Inda quienes nos recogían. A veces venían los dos. Otras, Tío Inda se encargaba de la recolecta de niños y luego íbamos a las oficinas de Iberia en calle Molina Lario para encontrarnos con la tita, algo que nos encantaba. No sé qué tenían aquellas oficinas de los años setenta, bulliciosas, con estruendo de conversaciones, máquinas de escribir y teléfonos grises, enormes y cargados de aparatosas teclas que se iluminaban. Las oficinas de ahora son minimalistas y frías. Después de despedirnos de todo el personal de turno, bajábamos a la calle con Tía Chari, que en algún momento, a la manera de Clark Kent en su cabina, se cambiaba de ropa y se calaba su sombrero de playa, de tela celeste y con un bolsillito de cremallera cuya utilidad aún me parece un enigma.

Íbamos casi siempre a Rincón de la Victoria, un pueblo costero que ahora queda a apenas 12 kilómetros y entonces a una eternidad de tiempo que llenábamos con un repertorio de canciones, trabalenguas, veo-veos y adivinanzas, mientras La Mandarina avanzaba por una carreterita estrecha pegada al mar, que discurría sobre el trazado de un antiguo tren costero y en un punto atravesaba túneles estrechos, oscuros como el estómago de una ballena, cuyos techos rezumaban enormes gotas de agua que morían estrelladas contra el parabrisas. En el camino había una casa con la pared cubierta de conchas marinas y otra en forma de proa de barco, y a la llegada, tras deshacernos con premura de la ropa y los bártulos, nos aguardaba un mar inmenso sólo para nosotros, en el que no era infrecuente ver, muy cerca de la orilla, inquietantes medusas de formas caprichosas, estrellas rojas y caballitos de mar que se quedaban inmóviles, agitando las alitas transparentes, mientras nosotros los examinábamos hechizados tras las gafas de buceo.

La Tía Chari solía llevar a la playa un melón que enterrábamos en la arena húmeda, justo en la línea donde las olas lo refrescaban apenas antes de extinguirse, y que luego recuperábamos a la hora del postre gracias a un palo que señalaba su posición o a la coronilla que dejábamos asomando. Daba igual que fuéramos cinco personas o cuarenta; el melón siempre alcanzaba para todos, porque la Tía Chari, antes de cortarlo, nos contaba señalándonos con la punta de un cuchillo y luego, con una destreza única, procedía a sacar tajadas tan finas como fuera necesario. Incluso en los días de más concurrencia, el melón daba para repetir, igual que cualquier fuente de comida, tarta o bizcocho que cayera bajo su jurisdicción.

El paraíso de mi infancia tiene gotas de jugo de melón chorreando hasta los codos, olor a limón de la crema bronceadora, apariciones mágicas de avionetas que lanzaban paracaídas y balones de Nivea, arena hasta en los pliegues más recónditos del cuerpo, colores chillones y flecos de sombrillas de lona, escozor de sal en los ojos. Incertidumbre de no saber nunca si al Tío Inda se le caería la toalla en el momento de ponerse el bañador seco para irnos; instante angustioso para la niña pudorosa que fui, que él amenizaba imitando con la boca un redoble de tambor. Tiene una luz cegadora y un azul intenso en la llegada y el dorado del atardecer y la temperatura perfecta del mar justo en el momento de marcharnos, siempre con sensación de pérdida, y también cubos de plástico llenos de coquinas que mi padre, poco amante de la playa, buscaba con paciencia junto a nosotros, y que nos comíamos por la noche, ya purgadas de arena, recordando por quién y en qué lugar exacto había sido localizada cada una de ellas, y sintiendo algo de remordimiento por su sacrificio.

Las playas de mi infancia ya no existen. En su lugar quedan paseos marítimos abarrotados de edificaciones y líneas de arena ocultas bajo interminables batallones de bañistas; arenas llenas de polvo y aguas que sólo en invierno recuperan cierta transparencia, de las que los caballitos y las estrellas de mar fueron desterrados hace mucho tiempo. Viven en mi memoria, y siempre que escucho esta canción (disculpas por la horterada de video) vuelven con una fuerza que me estremece.
 

No todo se ha perdido. Los sobrinos nietos de la Tía Chari siguen descubriendo de su mano el campo, la playa y el placer de los domingos de verano en el jardín que Tío Inda, a fuerza de años de esmerado trabajo, ha convertido en una pequeña obra de arte. Y la Tía Chari, con sus besos, sus dibujos y sus caramelos sugus sacados por arte de magia de la oreja, también formará parte algún día de su paraíso de la infancia.

No sabría qué receta dedicarle, pero creo que optaré por esta de alcachofas con coquinas, que reúne dos recuerdos placenteros de la infancia; los días de playa y los de campo, en los que Tía Chari y Tío Inda nos hacen un arroz delicioso que siempre lleva alcachofas.

 

Alcachofas con coquinas

Ingredientes:

2 kilos de alcachofas
½ kilo de coquinas gorditas
4 dientes de ajo
Aceite de oliva virgen extra
Un limón
Perejil
Sal

Si las coquinas son de recolección propia, conviene purgarlas unas horas en agua de mar para no comer arena. Una vez lavadas y escurridas, se reservan. Pelamos las alcachofas retirando las hojas externas hasta llegar a las que blanquean un poco. Recortamos la parte superior de las hojas y repelamos el tallo. Frotamos cada alcachofa rápidamente con limón para que no ennegrezcan y las cocemos en agua con sal hasta que estén tiernas pero no deshechas, reservando dos o tres aparte. Cubrimos de aceite el fondo de una sartén, pelamos y picamos los ajos y los freímos a fuego lento hasta que se doren. Añadimos las alcachofas hervidas y las movemos con delicadeza para que se impregnen de aceite. Avivamos un poco el fuego de la sartén y añadimos las coquinas. Tapamos y dejamos un minuto para que los bichos se abran. Añadimos perejil picado. Servimos con las alcachofas que habíamos reservado cortadas en gajos y fritas como adorno.

martes, 25 de octubre de 2011

Madrid

Fachada de mi colegio mayor

La llegada repentina del frío siempre me recuerda mi primer año en Madrid. Cómo toda aquella ropa de señorita que mi madre se había esmerado en meter en el equipaje se reveló insuficiente ante la ventisca de la meseta y tuve que comprar calcetines gordos y botas. El primer otoño fue gélido, sobre todo los domingos por la tarde. No por la temperatura, sino por la soledad. Aún no conocía a nadie, y la cocina del colegio mayor descansaba los domingos por la noche, de forma que era inevitable tener que echarse a la calle para comprar un bocadillo, que a veces me comía en la habitación derramando migas de nostalgia sobre las cartas que escribía a la familia, y otras de vuelta de los cines Alphaville, donde solía tragarme alguna película de autor que por lo general contribuía a aumentar el desasosiego.

Todo cambió cuando conocí al grupo de amigas que se convirtió en mi clan durante toda la etapa madrileña. Nela, Violeta, Gracia, Raquel, Belén, Lucía, Elena, Marisa y Penélope. Éramos una extraña familia, cada una de su padre y de su madre. Estudiábamos carreras distintas, veníamos de lugares, familias y circunstancias diferentes y cada cual pensaba a su manera, pero nos encontramos y terminamos haciendo juntas una parte del camino. A algunas les perdí la pista, aunque las recuerdo con cariño. Otras, como Nela, se quedaron en mi vida.

No puedo decir que ninguna fuera demasiado convencional, pero para mí, el personaje más llamativo del grupo era Penélope. Tenía una personalidad tan arrolladora que las más altas de la pandilla tardamos en darnos cuenta de que éramos más altas que ella. Estudiaba Derecho, y nunca me cupo la menor duda de que llegaría a ser presidenta del Gobierno. Sin ser la más guapa del colegio mayor rompía más corazones que nadie, y tenía unos enamorados que, por su persistencia y apasionamiento, hacían que las demás nos sintiéramos como viles ratoncillos de campo.

Penélope vivía a caballo entre Buenos Aires, donde tenía a su madre y su hermana, y Madrid, donde estaba su padre. En Navidad viajaba a Argentina, y, cuando íbamos a recibirla al aeropuerto, llegaba vestida de verano austral, con un bronceado tan envidiable que a todas nos entraban unas ganas locas de ponernos en camiseta y tomar el sol en el Retiro, cosa que nos costó más de un resfriado por imprudentes.

En los años noventa, siendo jóvenes y con pocos problemas de peso, casi ninguna de nosotras pensaba en comer sano. Penélope sí. Aunque era delgada y fibrosa, se apuntó a la opción de comida baja en calorías que daban en el colegio mayor. Hacía deporte por gusto y fue la primera persona a la que vi consumir pan integral, lo que no le impedía robarnos patatas y mojar en nuestros huevos fritos o pedir que repitiéramos paella para darle un platito cuando le venía en gana. Al fin y al cabo, el régimen no le hacía mucha falta, aunque a las demás nos daba una rabia horrorosa que mojase salsa de todos los platos para luego comerse, con toda parsimonia y concentrándose en una masticación adecuada, el queso de Burgos al que nosotras no teníamos acceso.

A Penélope le interesaba la cocina, pero su manía de comer sano nos costó más de una discusión. Cuando, por ley de vida más que por gusto, dejamos el colegio mayor y nos separamos para vivir en pisos de alquiler, Penélope se lanzó a cocinar. Un día me invitó a su casa y me pidió que le enseñara a hacer masa de croquetas. Empecé a darle instrucciones, y ella, a saltárselas a la torera. Sustituyó la harina blanca por integral, la carne, por verduras y soja texturizada (en aquella época se había hecho vegetariana), y se empeñó en aromatizar la masa con semillas de cardamomo que había comprado en la herboristería. El resultado fue una pasta de color gris marengo que, según ella, estaba deliciosa, y según mi indignado parecer, era un auténtico bodrio. El resto de la pandilla llegó cuando las croquetas estaban liadas y fritas, y todas se las comieron sin protestar, lo que redobló mi exasperación y me llevó a repetir más de cuarenta veces que aquello no tenía nada que ver con las croquetas de mi madre. Aunque lo cierto es que yo también me las comí...

En honor a la verdad, tengo que decir que, manías saludables aparte, Penélope tenía muy buena mano para la cocina. La masa de la focaccia le salía como no he vuelto a probarla, y una vez nos hizo un asado con una pieza de ternera que trajo de Argentina disimulada en la maleta que aún me hace salivar.

Penélope y yo perdimos el contacto durante más de una década. La localicé gracias a Internet. Después de dar muchas vueltas por el mundo, había regresado a Buenos Aires. Allí nos encontramos después de mucho tiempo, en una cena en su casa de veraneo donde apenas pudimos ponernos al día, porque la pillé recién parida y con el salón lleno de gente, y no tuve ocasión de volver otro día. La siguiente vez que vino a España charlamos con más calma, y disfruté viéndola convertida en una madre feliz de dos niños preciosos; Manu, delicado y de una inteligencia heladora, y Julia, un calco de su madre dotada de la misma determinación. Penélope no ha llegado a ser presidenta del Gobierno, pero no me cabe duda de que es porque no le ha puesto interés.

Ahora que en Buenos Aires estarán saludando la primavera, en Málaga hemos sufrido el primer descenso de las temperaturas, y he empezado a pensar en comidas de invierno. En el colegio mayor teníamos un cocinero excelente, al que nunca le vi la cara, pero del que sé que se llamaba Pedro. Uno de mis platos favoritos de su repertorio eran las acelgas a la extremeña. Nunca las había probado antes, pero al comienzo de algún otoño, sintiendo nostalgia de la nostalgia que sentía en mi primer año en Madrid, busqué la receta y la incorporé a mi surtido de comidas para calentar el alma. Aunque de pequeña las acelgas no estaban entre mis verduras favoritas por razones que contaré en otro post, mi etapa madrileña me hizo reconciliarme con ellas, y ahora forman parte de mis mejores recuerdos.

La receta, por supuesto, está dedicada a la gente del Colegio Mayor Isabel de España.


Acelgas a la extremeña

Ingredientes:

Un manojo de acelgas

Una patata grande

Un par de zanahorias (opcional; a mí me gusta ponérselas)

Aceite de oliva

Pimentón ahumado de La Vera

Dos o tres dientes de ajo

Una cucharadita de vinagre (opcional)

Un par de huevos batidos

Sal

Las acelgas son un rollo. Hay que lavarlas bien, cortarlas en trozos como de un centímetro y echarlas en agua hirviendo con un poco de sal (cuidado de no pasarse) unos 10-15 minutos; hasta que los tallos estén tiernos y transparentes. Luego se escurren y se reservan. Las zanahorias se pelan, se pican y se cuecen aparte. Las patatas se preparan como para tortilla y se fríen. Luego cubrimos de aceite el fondo de una sartén lo bastante grande como para poder saltear toda la verdura, pelamos y picamos los ajos y los dejamos dorar sin que se quemen. Una vez dorados los ajos, apartamos la sartén del fuego y añadimos una cucharadita colmada de pimentón dulce, e, inmediatamente (el pimentón se quema rápido), las acelgas, la zanahoria y las patatas. Salteamos removiendo bien para que el aceite impregne la verdura. Si queremos, en este punto podemos añadir una cucharadita de vinagre. Precalentamos el horno a 200º. Pasamos la verdura a una fuente para horno, la cubrimos con huevo batido, ahuecamos un poco la mezcla para que parte del huevo se cuele hacia dentro y gratinamos unos 10-15 minutos, hasta que el huevo esté cuajado y empiece a dorarse.




 

martes, 18 de octubre de 2011

Jugando a las cocinitas



En mi niñez, el movimiento Scout estaba en pleno auge. Era casi inevitable que terminaras apuntada en algún grupo, con la consecuencia de tener que asistir a acampadas, cosa que otros niños disfrutaban, pero yo, que odiaba la tortilla de patatas y los filetes empanados fríos, que era incapaz de hacer mis necesidades en el campo y que, entre la nostalgia de mis padres, la incomodidad de dormir en el suelo y los terrores nocturnos, no pegaba ojo en la tienda de campaña, iba más por presión social que por convicción. Creo que mi madre se alegró de que un buen día me diera de baja. A ella le gustaba saber que todos sus polluelos estaban en el nido. Aun hoy, cuando por alguna circunstancia duermo en su casa, la sorprendo entrando a hurtadillas en la habitación para contemplar el bulto que hago en la cama.

Yo tardé mucho en apreciar la independencia y el lado salvaje de la vida. El calor del hogar tenía tal poder de succión que las mejores navidades que recuerdo fueron las que pasé con mis hermanos confinada en la casa por culpa de una epidemia de piojos. Aún evoco con placer el olor del champú y las lociones antiparasitarias, que competían con el del abeto navideño bajo el que pasábamos horas y horas entregados a la lectura. Aquel mes de diciembre había tomado en préstamo de la biblioteca del colegio La vuelta al mundo en ochenta días. Era un volumen encuadernado en tela roja, con tapas duras raídas por el uso y hojas gruesas y amarillentas. Me gustaba viajar de la mano de aquel lord inglés, tan amante de la rutina hogareña y tan poco aficionado a los imprevistos como yo.

En las casas también se podían correr aventuras. En la mía no tanto, porque era un piso moderno con pocas sorpresas. Pero en la de mi abuela y en la de mis tías Adita y Arora había cuartitos para trastos y altillos en los que los niños cabíamos agachados y donde podíamos escondernos o recuperar algún tesoro en desuso para nuestros juegos.

En el cuarto de los trastos de la casa de mi tía Adita encontramos un día un montón de tiendas de campaña. Los primos mayores decidieron sacarlas y montarlas en el patio. Aquel día jugamos a los campamentos. Ellos eran los jefes scout y los pequeños éramos su tropa. En total podíamos sumar 15 primos, porque la tasa de natalidad de mi familia materna es muy alta. Yo debía de tener unos seis años, y los mayores no más de 13 o 14. Aquel campamento sí fue satisfactorio. Jugamos a dormir, a explorar, y cuando los mayores consideraron que había llegado la hora de comer, entraron a hurtadillas en la cocina, donde mi tía acababa de poner un puchero, y robaron un poco de agua de la sopa cruda y unas pastillas de avecrem para darle sustancia. A los pequeños, el agua caliente con pedacitos de avecrem que iba pasando de mano en mano en un jarrillo de lata nos supo a gloria, y pedimos repetir, pero no hubo forma, porque mi tía, alertada por nuestro silencio, redobló la vigilancia en la cocina.

Pero aquel día tuve una revelación: hacer de comer era el más divertido de los juegos. Creo que a partir de entonces empezó mi obsesión por la cocina. Empecé a ayudar a mi madre, que me miraba con desconfianza temiendo, con toda la razón, que yo aportase algún toque creativo a sus platos. Creo que por ese motivo los Reyes Magos trajeron un año aquella cocinita carísima que anunciaban en la tele. En el anuncio se veía cómo se cocía un huevo en un cacillo transparente. La gran decepción fue que el agua no bullía porque estuviese hirviendo, sino con ayuda de una bomba de mano que había que accionar para hacer burbujas. Y el huevo era de plástico. Un timo. La cocinita quedó olvidada en el fondo de algún armario, y mi madre tuvo que seguir soportándome a su lado en la cocina de verdad, quitando las especias de mi alcance para evitar que el pollo al ajillo terminara saturado de canela o que la masa de croquetas adquiriera un innecesario aroma de clavo de olor.

Sí se nos permitía, en ocasiones especiales, jugar a 'la hora del té'. Mi hermana María y mi prima Milita, de tres o cuatro años entonces, eran los conejillos de indias; yo, la cocinera, y mi hermana Cristina, la camarera. Mi prima Mili recuerda aún con gusto aquellas meriendas en las que las sentábamos a una mesita baja y les poníamos por delante todo tipo de mejunjes, que ellas se tragaban gracias al sabor dulce.

Como en esta vida donde las dan las toman, en la primera clase del taller de cocina que hice para mi sobrino Manu lo sorprendí dos o tres veces añadiéndole a mis espaldas ingredientes extra al pastel de pescado que estábamos haciendo. Lo curioso es que lo mejoró.

He encontrado con frecuencia a personas que no han aprendido a guisar porque sus madres eran unas cocineras tan excelentísimas y celosas que no permitían que nadie metiera las narices en su cocina. Esa experiencia y el sufrir en mis propias carnes la necesidad de mis sobrinos de poner su granito de creatividad en mis recetas, me ha hecho apreciar la paciencia y la generosidad de mi madre, que no sólo me enseñó todo lo que sé, sino que me dejó desarrollar mi propia personalidad y en alguna ocasión hasta llegó a admitir que mi osadía había mejorado algún plato, aunque ni yo misma supiera en cuál de los puntos en que había desoído sus consejos estaba el acierto...

En homenaje a ella, que ahora anda pachuchilla con una pierna tiesa y tiene que dejar que los demás se lo hagamos todo a nuestra manera, daré una receta suya que nunca he logrado mejorar; la sopa de cebolla. A mi padre le encanta, y solía pedirla en cualquier restaurante italiano que pisáramos, para terminar, invariablemente, diciendo las mismas palabras: “como la de vuestra madre, ninguna”.

 

Sopa de cebolla de mi madre

 
Ingredientes (6 personas)

2 litros de caldo de puchero o de ave, casero

4 cebollas grandes

Aceite de oliva

Pan

Queso emmental rallado

La cebolla se corta en tiras finas y se pone a freír en una sartén con aceite de oliva a fuego medio-bajo hasta que se ponga completamente marrón y algo tostadita (sin llegar a quemarse). Luego se añade al caldo, que tendremos a punto en una olla, y se deja hervir el conjunto unos 10 minutos, para que la cebolla oscurezca el caldo. Se corta el pan en rebanadas finísimas y se tuesta en el horno a unos 180º, hasta que quede crujiente y dorado. Se saca el pan del horno y se conecta el gratinador, a unos 225º. Se pone la sopa en cazuelitas individuales resistentes al calor. Mi madre utiliza unas de barro con poco fondo y abiertas; de esta forma, la superficie gratinada es mayor. Se colocan unas rebanadas de pan sobre la sopa y se cubren generosamente de queso emmental rallado. En cuanto se dore el queso, se sirve la sopa. Es un reconstituyente impagable para los fríos días de invierno, y también cura cualquier mal del espíritu y deja sensación de que la vida es sencilla y hermosa.

viernes, 14 de octubre de 2011

Llegar y besar el santo...

Gracias al periodista Andrés Marín Cejudo por su preciosa reseña en 'El Mundo' (edición Málaga), que ha hecho que mi madre, en plena recuperación de una intervención quirúrgica bastante dolorosa, se olvide de todo durante unos minutos y se ponga contenta. Esto sí que es llegar y besar el santo...

jueves, 13 de octubre de 2011

Al rico taller...


¿Para qué un taller sobre cocina y emociones?

-Para explorar la dimensión emotiva de la cocina.
-Para recuperar viejas recetas familiares en desuso o sabores que te gustaría volver a probar.
-Para animarte a contar de forma creativa historias y anécdotas de tu vida relacionadas con la comida.
-Para pasar un buen rato cocinando con gente amiga.
-Para poner tu granito de arena en un recetario colectivo.

Requisitos:

-Que te interese la cocina, más allá de lo que la practiques...

Lugar: Asociación COMENTA. Av. de la Rosaleda, 11, 1ª planta. Málaga

¡Empezamos en noviembre!

Información e inscripciones:

cocinayemociones@gmail.com

 

lunes, 10 de octubre de 2011

Lentejas y hospitalidad

Harrán, Turquía

Jeanne d’Arc, palestina residente en Málaga, habla por teléfono con su madre. Ignorando el coste de las conferencias internacionales, la señora Manneh hace que su hija le explique con pelos y señales la comida que ha preparado, y protesta porque le parece poca cosa. Miro la mesa del comedor. Hay lentejas con arroz, pollo asado, cuatro fuentes de verduras y ensaladas y una cesta de pan. Somos dos para comer...

Jeanne d’Arc le replica a su madre que los españoles somos gente relajada con el protocolo. Su madre pregunta para qué le han servido tantos años de buena crianza. Jeanne d’Arc dice que se le quema algo en la cocina y que tiene que colgar.

Jeanne d’Arc es una gran cocinera y disfruta preparando comida para cualquier ser vivo por el que sienta afecto. Es incapaz de acudir a casa de nadie sin una bandeja de dulces o, si tiene tiempo, alguna golosina casera: hojas de parra rellenas de arroz, kubbe, hummus, pizzas árabes, mermeladas y aceitunas preparadas por ella. Siempre que me invita a comer tengo la sensación de que con los platos que hay sobre la mesa podría cebarse un equipo de fútbol completo. Me pregunto qué puede faltar sobre ese mantel, y en qué punto incumple Jeanne d’Arc su deber de hospitalidad.

-Es por las lentejas. A mi madre le parece que son una comida poco apropiada para invitados.

-¡Pero a mí me encantan!

-A mí también, por eso las he hecho.

El plato de lentejas que prepara Jeanne d’Arc se llama mujaddara, y es perfecto en su simplicidad. Las lentejas van hervidas sólo con sal y comino. Casi al final de la cocción se añade arroz o trigo partido, y se sirven cubiertas de cebolla dorada, crujiente, y acompañadas de yogur y ensalada. La mujaddara es uno de los platos más populares de Oriente Medio, celebrado por niños y grandes, pero invitar a un extraño a comerlo se considera una falta de cortesía o un signo de pobreza.

-En una ocasión, -cuenta Jeanne d’Arc-, estando con mi familia de viaje, pasamos por Damasco y fuimos a visitar a la prima Reymonda. En mi tierra no es costumbre avisar cuando vas a visitar a alguien. Te presentas en su casa y ya está. Así que llamamos a la puerta de la prima Reymonda y resultó que estaba haciendo limpieza. Era viernes. Entre los cristianos árabes es costumbre hacer la limpieza de la casa el viernes, y para no perder tiempo en la cocina, ese día se guisa la mujaddara. Nosotros sabíamos que había lentejas para comer, y precisamente por eso fuimos a verla, porque mi prima Reymonda era una cocinera maravillosa y a toda mi familia le encantaban las lentejas. Pero ella se apuró muchísimo. Nos decía que por favor la disculpáramos, y que si le dábamos un poco de tiempo nos haría algo mejor. Nosotros le suplicamos que nos dejara comer las lentejas: “no te preocupes, prima. Si alguien nos pregunta, le decimos que nos has hecho cordero relleno”. Al final conseguimos nuestro plato de lentejas.

Es comprensible que la prima Reymonda sintiera no haber podido ofrecer a sus parientes de Jerusalén algo más lujoso que un plato de mujaddara, pero las lentejas, tan cotidianas, han tenido un papel crucial en el mundo Mediterráneo, incluso en su historia sagrada. Un plato de lentejas alteró nada menos que la estirpe de Abraham, cuando su nieto Esaú renunció al derecho de primogenitura a favor de su hermano Jacob para que éste le diera un poco del potaje de lentejas rojas que había preparado. De aquel gesto quedó la expresión peyorativa de 'venderse por un plato de lentejas'. Pero, como dijo el pobre Esaú, “si me muero de hambre, ¿Para qué me servirá la primogenitura?”. En mi opinión, el comportamiento de Jacob fue mucho más censurable.

El episodio bíblico tiene lugar cerca de Damasco, en la localidad turca de Harrán, famosa hoy por sus yacimientos arqueológicos y sus casas de adobe en forma de colmena; un tipo de construcción tan antigua como la historia de Esaú y Jacob. Por entonces las lentejas ya eran una comida habitual entre las clases populares de la región, donde la planta había empezado a cultivarse 7.000 años antes a partir de un endemismo silvestre. Hace 3.000 años las lentejas de Egipto viajaban por las rutas comerciales hacia Asia y África, y los fenicios extendían la legumbre por todas las orillas del Mediterráneo.

Como casi todos los alimentos que se consumen desde muy antiguo, las lentejas están envueltas en leyendas y presentes en el folclore. En la mayoría de los casos son vilipendiadas porque se asocian a la pobreza. En Italia, en cambio, se cree que dan suerte, y que comerlas la noche del 31 de Diciembre asegura un año nuevo próspero en materia de dinero.

Jeanne d’Arc y yo nos despedimos tras un almuerzo delicioso. Influenciada por el rapapolvo telefónico, me dice que la próxima vez que vaya a su casa preparará algo más especial. Le pido que vuelva a invitarme a lentejas. Ya me encargo yo de decirle a su madre que me ha dado cordero relleno...

Mujaddara

Ingredientes:

300 gramos de lentejas
150 gramos de arroz de grano largo
1 cucharadita de comino molido
Agua
Un pellizco de sal
Tres cebollas grandes
Samneh (mantequilla clarificada, de venta en tiendas de alimentación árabes) o aceite de oliva.
Opcional: Yogur natural cremoso; picadillo menudo de tomate, cebolla, perejil, cilantro y hierbabuena aliñado con limón y aceite de oliva.

Si es necesario, remojamos las lentejas en agua durante un rato y luego las enjuagamos y las ponemos en una olla. Añadimos agua hasta cubrirlas generosamente (cuatro dedos por encima más o menos) y sal. Las dejamos hervir a fuego moderado unos 20-25 minutos y las probamos. Tienen que estar casi hechas. Añadimos entonces el comino y dejamos hervir de diez a 15 minutos más a fuego lento. Hay que procurar que el plato quede más bien seco. Aparte, hervimos arroz largo en agua abundante con sal y cuando esté al dente, lo enjuagamos y lo escurrimos. Mientras se cuece el arroz, se pican las cebollas en tiritas finas y se echan a freír en una sartén con samneh o aceite de oliva caliente hasta que estén doraditas. Una vez terminado el guiso, se vierte la cebolla frita (con la grasa de freírla) por encima de las lentejas y se presentan acompañadas de arroz, yogurt y ensalada para que cada comensal se sirva a su gusto.

Nota: Si las lentejas han quedado caldosas, se puede cocer el arroz directamente en el guiso, echándolo diez minutos antes de terminar la cocción. Lo malo de hacerlo así es que es fácil que el arroz se pase debido al calor residual. 

viernes, 7 de octubre de 2011

Macarrados estofones


Tití era la hermana menor de mi abuela. Tenían una relación cercana y no del todo pacífica, a juzgar por los comentarios de Mami, a la que exasperaban sus excentricidades. Ciertamente era una mujer singular, y una cocinera horrible, circunstancia que no la excluye de un blog de cocina como éste.

Tití, que en realidad se llamaba María Victoria, se quedó moza en un tiempo en que a las mujeres solteras se las llamaba solteronas a partir de los veinticinco. En lugar de dedicarse a vestir santos, prefirió una existencia lúdica en la que no faltaban fantasías sobre pretendientes ingenieros que vivían en Barcelona, excursiones que narraba como travesías transoceánicas, amistades, sentido del humor y una relación de complicidad con sus sobrinos y sobrinas que logró traspasar la barrera generacional. Mientras que el resto de las tías abuelas eran seres melancólicos carentes de interés para los niños, Tití, con su cabello pelirrojo (que siempre sospeché falso), su maquillaje excesivo y sus vestidos alegres, atraía nuestra atención como un imán. Era de baja estatura y no muy agraciada. Tenía una nariz y una barbilla prominentes que, de no ser por su sonrisa perpetua y por la vivacidad de la mirada, grande o agrandada por una sombra de ojos de intenso color verde, la harían parecer una bruja de cuento. Tití sabía imitar el famoso juego de ojos de Marujita Díaz; usaba su inhalador del asma como walkie-talkie para comunicar con la policía si, caminando sola por la calle, sentía temor ante la posibilidad de un atraco, y dominaba el arte de hablar cambiando las sílabas de las palabras. Era capaz de desordenar el Quijote desde “En un lugar de la Mancha..." hasta el punto final. Fue una pionera en el arte del tuneado: vandalizaba con purpurina los cuadros heredados de la familia que constituían su único patrimonio, convertía simples chanclas de goma en modelos únicos dignos de Barbie y su salón estaba presidido por una tabla de planchar forrada con motivos flamencos de encajes y lunares a modo de mesa decorativa.

Su casa me fascinaba porque era un universo inagotable de cachivaches. No íbamos tan a menudo como me hubiera gustado, pero había dos ocasiones al año de visita obligada. Una era el día de su santo; el 8 de septiembre. Lo celebraba invitándonos a una merendola de chocolate con churros. La última churrada, antes de que alguien de la familia la convenciera de que íbamos a verla porque la queríamos y no para darle faena, fue tan excesiva que cabíamos a una rueda completa por cada dos personas. Yo tenía diez años, y mi dificultad para vomitar me provocó un empacho que me duró hasta los once, no sólo por los churros, tal vez inadecuados para las tardes de verano, sino porque el chocolate lo hacía mezclando a partes iguales leche condensada y Cola-Cao. Gracias a Tití, nadie de la familia tiene la preocupación de perder la línea por culpa de los churros. Yo no puedo ni olerlos.

La otra visita obligada era en Semana Santa, porque varias procesiones pasaban bajo el balcón de su casa. Ella aguardaba ansiosa el acontecimiento y varios meses antes ya estaba haciendo acopio de víveres, ignorando el peligro de que algunos alimentos hubieran caducado para la fecha. A los niños nos hartaban de merendar antes de llegar a la casa, para prevenir malas digestiones y la posibilidad de un inocente comentario infantil que pudiera herirla. Con todo, nadie pudo evitar que mi primo Rafa llamara la atención una vez sobre la variada fauna invertebrada que observó en una cestilla de cacahuetes. Los mayores hacían bromas animándose unos a otros a ser los primeros en probar las viandas. Algunas recetas memorables de Tití, que también fue una precursora de la cocina de autor, eran la tortilla al agua tónica, los boquerones en vinagre con pan rallado o los chupitos de crema de calabacín ni fría ni caliente en vasito de flan. Mis padres y tíos recuerdan una ocasión en que los invitó a todos a comer. Son tantos que la mesa llegaba hasta el balcón abierto, lo que resultó una circunstancia afortunada, porque pasando los platos con disimulo en esa dirección, los que llegaron al postre pudieron deshacerse de la gelatina tirándola a la calle.

Tití se fue como había vivido; sin dar guerra a nadie, agradeciendo de corazón cualquier visita y manteniendo la sonrisa a pesar de los horribles dolores que padeció en sus últimos días. Pensando en su pretendiente ingeniero de Barcelona, al que tendría que seguir dando largas. En la próxima excursión con el Imserso. En la siguiente primavera.

Mi padre la sigue recordando de joven, pintando la casa ataviada con su bata de lunares (en la jerga particular de Tití, la "luna de batares"). Hay un plato familiar (heredado de mi bisabuela, de origen genovés) que con toda seguridad ella profanaba, pero que en su honor llamamos macarrados estofones. Es una delicia y lo menos que puedo hacer es dedicárselo...

Macarrados estofones (macarrones estofados)

Ingredientes (6 personas):

600 gramos de macarrones
500 gramos de carne de ternera para estofado, cortada en cubitos de 1 cm cuadrado.
1 kilo de cebollas
1 tomate
1 vasito de vino dulce
Aceite de oliva
Laurel
Pimienta
Sal

Queso parmesano rallado para acompañar

Cubrir de aceite el fondo de una cazuela u olla exprés (nosotros usamos la olla exprés para asegurarnos de que la carne quede tierna). Dejar que se caliente bien, porque lo primero es saltear la carne y no debe soltar líquido. Sacar la carne y reservarla. Picar la cebolla finamente, añadir un poco más de aceite a la olla y dejar que la cebolla se haga a fuego lento hasta que tome un color marrón oscuro (la operación puede durar casi una hora). Añadir un tomate pequeño picado y dejarlo cinco minutos más. Triturar la cebolla y el tomate junto con un vasito de vino dulce tipo Pedro Ximén (la salsa tiene que quedar bien oscura). Añadir a la olla la ternera, la cebolla triturada con el vino y, si hace falta, el agua suficiente para cubrir la carne. Agregar una hoja de laurel, sal y pimienta. Tapar y dejar cocer el tiempo suficiente para que la carne quede tierna (media hora en olla exprés).

Los macarrones se hierven en abundante agua con sal justo antes de servir el plato. Se escurren reservando unos cacillos de líquido y se añaden a la olla junto con el agua reservada de hervirlos (éste es un plato de cuchara, y la salsa ha de quedar como un caldo corto; sustanciosa pero nunca espesa). Se presentan en plato hondo, con un generoso espolvoreo de parmesano por encima.

miércoles, 5 de octubre de 2011

Escasez

Visité Hungría por primera vez en la primavera de 2000. Mi hermano Miguel se había trasladado allí unos meses antes. Un día de verano de 1999 llegó a casa de mis padres y dijo: “Me voy a vivir a Debrecen”. Por entonces no usábamos Wikipedia, y tuvimos que recurrir a la Espasa Calpe para enterarnos de que aquello quedaba cerca de la frontera con Rumanía y Ucrania. Mi madre no dijo nada, pero en secreto rezó para que no se enamorase de ninguna húngara y se quedara allí, tan lejísimos. Sus ruegos no fueron atendidos. Mi hermano vivió ocho años en Hungría, aunque afortunadamente al segundo o tercero se mudó a Budapest, ciudad que yo no hubiera tenido oportunidad de frecuentar de no ser por los caprichos del destino.

Hace once años, Hungría se apresuraba a ingresar en el sueño capitalista, si bien aún no había llegado a la fase de los grandes centros comerciales y las franquicias y, salvo en las zonas chic de Budapest, las tiendas me recordaban a los comercios de barrio de la Málaga de mi infancia, con pobres escaparates donde se exhibían las mercancías justas. La gastronomía húngara es rica en mantequilla, requesón y nata agria, pero el objeto más ubicuo en aquel primer viaje eran unas tarrinas vacías de margarina de la marca Rama que se utilizaban como caja para las monedas en quioscos, mercadillos, estaciones de metro o cafeterías, y que en las casas servían como maceteros o para guardar pequeños objetos. Eran envases de plástico sin la más mínima aspiración estética. Hungría estaba aún sumida en la cultura de la escasez. La gente sustituía la tradicional mantequilla por la económica margarina al cocinar, sincronizaba varios empleos, improvisaba pequeños huertos en los jardines y, en época de cosecha, hacía conservas caseras para todo el año. Los padres acogían a sus hijos solteros, casados y políticos en los diminutos apartamentos que les había legado el Estado comunista y, de paso, hacían de canguros a los nietos.

En sucesivos viajes, los envases vacíos de Rama fueron desapareciendo. Zara y Mango abrieron sucursales por todo Budapest, la ciudadanía aprendió a pasar los fines de semana del frío invierno al amor de la calefacción de los centros comerciales y especuladores de todas las nacionalidades hicieron el agosto invirtiendo en el desarrollo urbanístico de una de las ciudades más bellas de Europa.

Ayer escuchaba en la radio a una madre joven parada, con varios hijos a cargo y sin ninguna ayuda salvo la solidaridad de amigos y familia. La mujer explicaba que, en su situación, había tenido que volver la mirada a las viejas recetas de su abuela: “El otro día hice un guiso de papas y arroz que no había vuelto a probar desde niña...” En ese momento, yo estaba lavando un envase vacío de requesón para utilizarlo como contenedor de harina cernida de freír. Y me acordé de Hungría hace once años, y también de mi abuela.

Mi generación vivió el ingreso de España en el sueño de la opulencia. Recuerdo cuando abrieron el primer hipermercado en Málaga. El mareo que nos provocaba la visión de infinidad de variedades de quesos, galletas, chocolates, conservas y salsas desconocidas. Cómo todas esas cosas se hicieron imprescindibles en nuestra cesta de la compra y cómo, a medida que nos hundimos en la ciénaga de la crisis económica, vamos prescindiendo de muchas de ellas.

Siempre que he visitado un país de esos que eufemísticamente llaman en vías de desarrollo, he experimentado la sensación de que las cosas tenían un valor que aquí habían perdido. Un balde para agua, una garrafa de plástico, un juguete, un trozo de sedal y un anzuelo. Un resto de aceite usado. Unos huesos con algo de carne. El agua de hervir verduras o pescado.

Mi abuela perteneció a una generación cuyas aspiraciones sufrieron la zancadilla de la Guerra Civil. Vivió la época del hambre, aunque tengo que decir que los once hijos que trajo al mundo no la padecieron, en parte porque su situación económica, aunque modesta, no era tan desesperada como la de otras familias, y en buena medida gracias a las horas que ella pasaba en la cocina afanándose en la multiplicación de los panes y los peces. 

 
Mi abuela tuvo demasiados nietos como para llegar a establecer una relación íntima con todos. La nuestra comenzó cuando su salud la obligó a permanecer sentada en un sofá casi todo el día. Estaba enfadada con el mundo, y blasfemaba contra una clase médica incapaz de encontrar una cura para lo suyo. Lo suyo eran muchos años, catorce partos y respirar con un solo pulmón desde que, a los dieciocho años, sobrevivió a la tuberculosis. Mi abuela y yo, una adolescente entonces, encontramos tema de conversación gracias a nuestra común afición a la cocina. Cuando iba a verla, me preguntaba qué recetas nuevas estaba probando y me hablaba de las suyas. Mi primer recetario fue escrito en pliegos de papel amarillento que ella guardaba en un cajón. Eran recetas de postguerra que a mí me parecían exóticas: emparedados de patata, papas en adobillo, berzas, potaje de semillas, callos con garbanzos, croquetas de huevo duro y perejil, gachas, galletas de nata de hervir la leche, buñuelos de coliflor, gazpachuelo... El universo culinario de mi abuela estaba lleno de féculas y frituras, de horas de trabajo y de ingenio.

En el mismo espacio radiofónico en que intervino la madre joven en paro, un contertulio proclamó, con voz llena de suficiencia, que la crisis tenía también sus cosas buenas. Me acordé de una viñeta de Mafalda: “No hay mejor cosa que terminar de acostumbrarse a que todo anda mal para empezar a ser feliz”. Si hay algo de bueno en esta crisis, en cualquier crisis, es la posibilidad de sobrevivirla y aprender algo; porque así somos los humanos. Aprendemos con dolor. Tal vez en este caso, aprender tenga un sentido platónico: recordar cosas que ya sabíamos, porque las aprendimos en otra vida, cuando no existían las tiendas de todo a cien y un envase vacío de margarina era un objeto valioso.

Igual que la joven madre, yo también he vuelto los ojos al recetario de mi abuela, del que hoy quiero rescatar un plato emblemático de la cocina malagueña: el gazpachuelo. Existe un refrán local que dice: “gazpachuelo, comida de duelo”, porque esta sopa sencilla, que se puede hacer con un huevo, un poco de aceite, agua y sal, era un recurso socorrido cuando el vecindario pasaba a velar a un finado que se había ido con la despensa medio vacía.

Mi abuela Mami, que era la madre de mi padre, le enseñó a mi madre su receta del gazpachuelo, y mi madre sigue haciéndolo tal cual. Yo he introducido algunas variantes para convertir lo que en mi casa era un primer plato en plato único. Pero advierto de antemano que en cada casa malagueña el gazpachuelo se adapta a las preferencias o posibilidades familiares. Lo que más me gusta de la fórmula de mi abuela es que reutiliza el agua de hervir coliflor (y el troncho) para dar sabor al caldo. Cuando preparo coliflor, jamás tiro esas cosas.

Ingredientes (para 6 personas):

½ litro de agua de haber hervido coliflor, y el troncho y unas flores de la misma
¼ de kilo de almejas
½ litro de agua de haber hervido cabezas y espinas de algún pescado blanco.
Un par de patatas.
Una taza de arroz.
dos huevos.
1 vaso de aceite de oliva
Limón
Sal

Preparación:

Colamos el agua de la coliflor y dejamos aparte el troncho y las flores. Colamos el agua del pescado y volcamos todo el líquido junto en una olla para cocer las papas peladas y cortadas en cascos. Cocemos el arroz en otra olla, y cuando esté a punto, lo colamos, refrescamos y reservamos. Aparte, lavamos las almejas y las abrimos en un cacillo con un vaso y medio de agua, poniéndolas al fuego con el agua fría y retirándolas en cuanto se abran. Colamos el caldo de las almejas y lo añadimos a la olla. Probamos de sal y rectificamos. Luego limpiamos las almejas y añadimos los bichos a la sopa. Separamos la clara y la yema de uno de los huevos. La clara la ponemos a cocer en un cacillo con agua, a fuego no muy fuerte (o se deshará en hilachos), hasta que esté bien cuajada. Luego la troceamos y la añadimos a la sopa. La yema restante y el otro huevo los empleamos para hacer una mayonesa fuertecita de limón. Una vez hecha la mayonesa, añadimos el troncho de la coliflor al vaso de la batidora y lo trituramos con ella. Las flores que hemos guardado las ponemos en la sopa.

A la mayonesa hay que añadirle un poco del caldo de la sopa para aclararla antes de verterla en la olla. Esta operación es delicada, porque si el caldo está demasiado caliente, el gazpachuelo se cortará. Yo prefiero hacerlo con la sopa templada, y calentarla una vez añadida la mayonesa sin dejar de remover en ningún momento para que no se corte.

Por supuesto, si tiene usted a mano unas gambitas, no dude en echárselo al gazpachuelo. O una rodaja de merluza limpia de espinas, o un puñado de guisantes, alcachofas o espárragos. Y si no tiene nada de eso, o incluso le faltan algunos de los ingredientes que menciono, hágalo con lo que tenga a mano. He visto versiones del gazpachuelo que solo llevan una rebanada de pan duro, tortillitas de pan duro y huevo y el aceite de freírlas para hacer la mayonesa.