miércoles, 18 de abril de 2012

La mejor tarta de manzana del mundo


Mi padre ama las cosas pequeñas. Las flores silvestres, los diez minutos de siesta que descabeza en su sillón orejero, los razonamientos de los niños, leer, cuidar sus plantas, dar paseos por el campo, coger espárragos. Es un ser pacífico, paciente y bondadoso, al que sólo mi hermana Alicia, poniendo todo su empeño, logró sacar de sus casillas alguna vez.
 
No puedo afirmar con total sinceridad que el reparto de tareas en mi casa familiar haya sido equitativo: de ser así, nunca habría escuchado de mi madre esa frase que tanto me gusta: “si me reencarno alguna vez, que sea en hombre”, pero sí que, para su generación, mi padre ha sido un varón avanzado, al que recuerdo haciendo encomiables esfuerzos para peinarme algún lunes de colegio, escuchando mis penas de amor o mis reflexiones sobre la Vida, el Universo y Todo lo Demás o preparando estupendas tortillas de patatas para el picnic playero cuando mi madre tenía turno de mañana en el hospital.
 
En la cocina de mi casa reina mi madre, pero mi padre es un pinche excelente, especializado en tareas aborrecibles para personas sin paciencia como yo. Por ejemplo, limpiar, pelar y trocear con exactitud milimétrica todo tipo de verduras: alcachofas, acelgas, judías verdes... Entre sus especialidades culinarias están la carne de membrillo, el pan de nueces con fruta confitada y pasas, excelsas mermeladas, entre las que merecería una medalla de oro internacional la de naranja amarga (cuya fórmula, encima, perfecciona cada año atendiendo a cuestiones tan refinadas como el grosor de la cáscara, el color o la textura) y, sobre todas las cosas, la tarta de manzana.
 
La tarta de manzana es un dulce que siempre enloqueció a mi padre. Durante mi infancia, los pastelitos industriales como donuts, panteras rosas y otras garguerías estaban absolutamente vetadas. Recuerdo haber invertido la moneda que me dejaba el Ratón Pérez bajo la almohada al caérseme un diente en comprar de tapadillo algunas de estas delicias prohibidas. A cambio, los sábados por la tarde, en invierno, pasábamos por alguna pastelería y cada cual escogía sus dulces favoritos. Mi padre siempre iba a por la tarta de manzana, pero, ¡Ay! Las tartas de manzana de la calle nunca eran perfectas. A veces fallaba el hojaldre, no lo bastante crujiente y dorado. Casi siempre se echaba en falta más crema pastelera, y a menudo, la manzana era demasiado escasa y quedaba seca.
 
Un día, mi padre decidió poner remedio al asunto tarta-de-manzana. En los supermercados, cada vez mejor abastecidos, empezaba a venderse el hojaldre congelado. Compró una de esas planchas de hojaldre, la extendió sobre una bandeja de horno, la cubrió de natillas y puso encima, perfectamente alineadas, finas lascas de manzana. 
Espolvoreó de azúcar su invento, lo horneó hasta conseguir el dorado ideal y lo cubrió de mermelada. Usted, querido lector, podrá pensar ¡Vaya descubrimiento! Pero en mi casa aquel día fue una verdadera fiesta, que a partir de entonces se repitió cada domingo por la tarde. La capacidad de atender a las cosas pequeñas hizo que mi padre, tarta a tarta, corrigiera pequeños defectos, mejorara fórmulas y lograra hacer la mejor tarta de manzana del mundo.
 
Tan convencidos estábamos de ello que, pese a que mi progenitor es una persona poco o nada competitiva, lo persuadimos de que presentara su tarta de manzana a un concurso de tartas que se celebraba en mi colegio con el propósito de conseguir fondos para alguna causa benéfica. Toda la familia asistió expectante al rito de la preparación. El hojaldre debía estar tostado, pero no quemado; inflado por los bordes pero liso en el centro. La crema pastelera, liviana pero no líquida. Las manzanas, tostadas por el borde de cada lasca y hermosamente dispuestas. El glaseado final, brillante, transparente y bien cuajado. Todo salió a pedir de boca, y la familia completa, padres y hermanos, nos subimos al coche con la justificada convicción de que aquella maravilla del mundo no tendría rival en el concurso.
 
El concurso se celebraba en el salón de actos; un espacio frío y mal iluminado, lo que favorecía aún más nuestras posibilidades, ya que mientras las tartas de chocolate o los bizcochos se tornaban mortecinos, nuestra dorada tarta de manzana parecía tener luz propia y atraía todas las miradas en la mesa de exposición. El premio era nuestro. 
 
Con lo que no contábamos fue con que la señora de la tarta-de-chocolate-vulgar-y-corriente fuera la esposa de un adinerado farmacéutico que se había rascado bien el bolsillo para la causa que las monjas de mi colegio proponían. Por eso no entendimos que nuestra tarta, que (podría jurarlo) provocó suspiros y ojos vueltos durante la cata de los miembros del jurado, quedara segunda, a sólo un punto de la tarta-de-chocolate-vulgar-y-corriente-de la señora del farmacéutico. Miré con odio a la madre superiora, que encima, justo antes de entregar el premio, se zampó un trozo extra de nuestra tarta. El momento de la justicia poética llegó cuando las tartas se pusieron a la venta por porciones: el público se agolpó delante de la nuestra, que se vendió en un santiamén, mucho antes que la ganadora del primer premio.
 
De vuelta a casa, los niños nos debatíamos entre la rabia y la sed de venganza. 
 
-¡Hazte farmacéutico, papá!
 
-¡El año que viene, que vote el público!
 
No hubo año que viene. No sé si el concurso no se volvió a convocar o si mi padre no se animó a participar. Con el tiempo, dejó de hacer su famosa tarta de manzana perfecta los domingos por la tarde. Hace un par de años se me ocurrió llevarle una en el día de su cumpleaños. Seguí su receta casi al pie de la letra, excepto en la crema pastelera (una no puede evitar poner su toque personal a todo). Le hizo una ilusión enorme verme entrar con la bandeja de horno a cuestas, y a mí también, porque en realidad, lo que hace que la tarta de manzana de mi padre sea la mejor del mundo es su inigualable sabor a infancia.

Tarta de manzana perfecta de mi padre
 
Ingredientes:
 
Un paquete de hojaldre congelado (odio hacer publicidad, pero la de la marca Eroski es la mejor)
4-5 manzanas Golden, grandes
¼ litro de leche
¼ litro de nata
3 yemas de huevo
5 cucharadas soperas de azúcar
3 cucharadas soperas de maicena
Extracto de vainilla
1 vaso de agua
Las peladuras y corazones de las manzanas
El zumo de ½ limón
1 cucharadita de maicena
2 cucharadas soperas de azúcar
1 huevo batido
Azúcar para espolvorear
 
Preparación:

Descongelar el hojaldre (bastan un par de horas fuera del congelador), enharinar una mesa de trabajo, extender la masa hasta dejara en 3-4 mm. de espesor. Forrar el fondo de una bandeja de horno con papel para hornear y extender la masa sobre ella. Hacer un borde con dos o tres tiras finas de masa que pegaremos pasando el dedo con un poco de agua sobre la superficie en que las queramos pegar. Pinchar cuidadosamente toda la masa, en especial el fondo de la bandeja, para que la tarta no se deforme al subir. En los bordes, bastan unos cuantos pinchazos cada 5 cm. de tira, sólo para que no suba demasiado.
 
Para la crema pastelera, poner a calentar la nata en un cacillo con la esencia de vainilla y, aparte, mezclar en frío la leche con la maicena, añadiendo luego las yemas y el azúcar. Cuando la nata arranque a hervir, añadir al cazo la leche mezclada, bajar el fuego y remover sin parar hasta que la crema espese y pierda el sabor a harina.
 
Lavar y pelar las manzanas, cortarlas en cuartos y reservar los corazones y las peladuras, que pondremos a hervir en un cacillo con agua, 2 cucharadas soperas de azúcar y el zumo de medio limón hasta que el líquido reduzca un poco y despida un agradable olor a manzana. Colar y volver a poner el agua en el cacillo. Añadir una cucharada de maicena desleída en un poquito de agua fría y dejar espesar levemente para glasear la tarta luego.
 
Cortar las manzanas peladas en cascos, y luego en finas lascas, y rociar con limón para que no se oxiden. Poner a calentar el horno a 190º. Cuando la crema pastelera se haya enfriado, verterla sobre la base de la tarta, y encima disponer las lascas de manzana ordenaditas, montándolas unas sobre otras. Barnizar los bordes de la tarta con huevo batido y espolvorear toda la superficie con azúcar para que al hornearse quede caramelizada. Meter la tarta al horno y dejarla de 35 a 40 minutos, hasta que se dore. Distribuir el glaseado de manzana y limón sobre las manzanas para abrillantar. Si son capaces, esperen a que la tarta se enfríe un poco antes de meterle mano. Si no, pueden acompañarla con una bola de helado de vainilla.