miércoles, 11 de diciembre de 2013

Borrachuelos



Imagen tomada de www.happinessisblog.com


Cuando más evoluciona el mundo del adorno navideño, menos emoción me provoca la Navidad. En mi niñez los arbolitos que poníamos en el salón eran naturales, y aunque ahora soy consciente de lo inadecuado que resulta desde el punto de vista ecológico, perfumaban toda la casa con olores de monte. Los adornos se guardaban de un año para otro en cajas de cartón que siempre costaba trabajo localizar en los altillos. Dentro había serrín y algodón, porque las bolas eran de cristal y costaban caras. En mi casa había una colección de preciosas bolas de cristal irisado;  pompas de jabón que emergían de su caja entre exclamaciones admirativas y que eran colgadas en las mejores ramas del árbol. Pero indefectiblemente, cada año alguna de las bolas se rompía, y al final sólo resistieron dos, una de tonos rojos y otra nacarada.



Mi padre nunca fue bueno para la electricidad, y solía evitar tareas como reparar enchufes o destripar tostadoras y secadores de pelo, pero cada año dedicaba horas de su tiempo y derrochaba su paciencia infinita en remendar con cinta aislante todos los daños del cable de las luces del arbolito que pudieran hacer que fallara la magia de que se encendieran, y como de un año para otro había tramos que se estropeaban, terminamos teniendo una original tira de luces hecha de retales de distintas tiras. Las luces del árbol sólo se apagaban al irnos a la cama, excepto el día de Reyes, que se quedaba encendido toda la noche. Como en la tele solían poner a todas horas películas que nos encantaba ver en familia, una noche, al terminar el último pase ya tarde, mi hermano Miguel, seis o siete años entonces, se había quedado dormido en el sofá, y mi madre, levantándose para trasladar su cansado espíritu a la cama, le dijo a mi padre: 'Miguel, por favor, acuesta el arbolito y apaga a Miguelito'.

Había otros momentos mágicos en nuestras navidades. Uno era la visita al Belén de La Mosca, que una asociación de vecinos montaba en la ladera de un monte casi en el punto donde la ciudad se internaba en el campo. Era un Belén hecho con lo que se tenía a mano, donde se mezclaban figuritas más o menos convencionales de yeso con muñecas viejas rescatadas de la basura y travestidas en estrafalarios ángeles de pelo rubio ceniza. Había un huerto de verdad con brotes de lentejas y colecitas de bruselas, y por supuesto un río, y un cagonet, y música, y efectos de luz de día y de noche.



Además de los belenes, había otras dos cosas sin las que la Navidad no era lo mismo. Una era la fiesta del bloque, y otra, la borrachuelada.



De la fiesta del bloque hablaré otro día. La borrachuelada era la reunión anual que celebrábamos en casa de mi tía Adita para hacer borrachuelos, aunque en realidad se aprovechaba también para rellenar los pollos que se comerían en Navidad en casa de cada una de las tres familias: una de nueve bocas, la de mi tía Adita, y dos de siete; la de mi tía Arora y la nuestra. Siendo tanta gente, la organización del trabajo era fundamental. De eso se encargaba mi tío Jenaro, que tenía una gran visión del espacio y una envidiable mentalidad práctica, aunque yo sospechaba que en realidad había pasado varias noches antes en vela pensando en cómo ordenarlo todo.



Sobre las cinco de la tarde, el timbre de la casa de Tía Adita se volvía loco sonando cada dos minutos, y las cuadrillas entraban dispuestas a mejorar la marca del año anterior. Primero se hacía una cadena de montaje para las carnes. En un pispás, quince o veinte pollos deshuesados eran abiertos y preñados con rellenos de carne picada aromatizada con trufas que se cortaban con el grosor de un papel de fumar, o con jamón y queso (esos eran mis favoritos), cosidos, guisados y puestos a prensar unos sobre otros. Cuando la torre de pollos se enfriaba bajo un armazón de tablas con pesos, pasábamos a los borrachuelos. 

Los pollos eran en cierto modo un trabajo especializado, donde no había sitio para gente demasiado pequeña o de manos torpes. En cambio, los borrachuelos eran el espacio para el juego, la tarea donde había sitio para todos. Una vez limpia la cocina, mi tía Arora traía de la despensa el barreño de masa aromática que tenía reposando desde el principio de la tarde. La elaboración de la masa requería de un sosiego que no había en aquel corral, por lo que la tía Arora solía cargar con el barreño desde su casa, no sólo para evitar distracciones, sino para que nadie le discutiera si había que poner más o menos aguardiente, matalahúva o zumo de naranja. A mi tía Arora no le gusta discutir sobre cosas acerca de las cuales lo sabe todo.



Pues bien, para cuando el barreño de masa cruzaba el umbral de la cocina, los niños ya estábamos en nuestros puestos y ansiosos por empezar la faena. Había varias cuadrillas. La primera era la de Cortadores. Contaba con el apoyo de un adulto cuya tarea era extender sobre la mesa, delante de nuestras narices, una bola de masa y la trabajarla con el rodillo hasta que casi se transparentara debajo el mármol del poyete de la cocina. Entonces los niños, armados de vasos, cortábamos círculos, retirábamos la masa de alrededor y volvíamos a formar una bola con ella, que devolvíamos a la prima o primo mayor encargado de extender la masa. 

Entonces los Cortadores nos movíamos hacia otra sección de la encimera de mármol donde hubiera masa exendida y frente a los círculos de masa que habíamos dejado atrás empezaba la faena de los Rellenadores y Dobladores. 

Esa tarea era un poco más compleja que la de cortar, así que se reservaba a los que tenían manos hábiles, porque los borrachuelos de mi familia materna tienen la peculiaridad de ser muy pequeños y finos, de modo que el relleno de cabello de ángel debía tener ni más ni menos el tamaño de un garbanzo, y adivinarse bajo la masa al cerrar la empanadilla. Una persona se encargaba de poner garbancitos de relleno sobre el borrachuelo y otra de cerrarlos doblando dos de los extremos del círculo sobre sí mismos. Entonces se pasaban a una bandeja y llegaban a los dominios del Escuadrón de Fritura, capitaneado por tía Adita y tía Arora, que se turnaban frente a la sartén vigilándose y criticándose una a la otra para terminar dando a varios cientos de borrachuelos el dorado preciso. La masa tenía que quedar hojaldrada y hecha por dentro, pero no podía quemarse. La temperatura era fundamental. Si el aceite estaba demasiado caliente, los borrachuelos se arrebatarían o quedarían crudos por el interior. Si estaba frío, absorberían aceite.



Poco a poco, junto a la sartén iban apareciendo montañas de borrachuelos que desbordaban bandejas, cubos, ollas y barreños. Aunque parecía imposible, llegaba el momento en que se terminaba la masa, y la cuadrilla de Cortadores soltaba las herramientas y se ponía a tratar de echar una mano a los encargados de los pasos sucesivos, hasta que el último borrachuelo entraba en la sartén y toda la cocina olía a naranja y ajonjolí, azúcar y aceite de oliva. Los niños contemplábamos maravillados aquella obra colectiva, y nos parecía de todo punto imposible terminar en sólo un año con tantos borrachuelos, aunque doy fé de que lo hacíamos cada año, y que rara vez llegaba alguno vivo a la Nochevieja. Una vez fríos, los borrachuelos se enmelaban o se pasaban por azúcar, pero esa ya era una tarea que hacían en solitario los mayores, mientras que los niños, igual que en la noche de Reyes, esperábamos al día siguiente para recoger el botín de borrachuelos junto con los pollos, que a decir verdad no nos hacían tanta ilusión, al menos en mi casa, porque, con la excepción de mi madre, no éramos aficionados a las carnes frías.



No puedo precisar cuándo, pero un año dejó de haber borrachuelada. Supongo que los primos mayores serían ya muy mayores, que no se encontró el día adecuado, que para los padres era una paliza aquella sobredosis de actividad repostera. Todo pasa. Por fortuna, conservo la receta de mi tía Arora y de año en año, si la dieta lo permite y encuentro el hueco, hago borrachuelos en casa. Alguna vez he podido compartir la experiencia con mi sobrino Manu, que además ha añadido la innovación de rellenar borrachuelos con trocitos de chocolate, y yo le dejo hacer porque todo esto es una excusa para disfrutar. Amaso, extiendo la masa, la corto, la relleno, la doblo y la pongo a freír echando de menos algunas manos y el ruido, la vibración y la solidaridad de aquella cadena de producción familiar para la que el premio era más estar juntos que comer algo tan delicioso durante las fiestas, y en ese ritual, a veces vienen fogonazos de aquellas tardes, inspirados por una visión, por el olor de la naranja, del vino dulce, del aguardiente, del aceite y las especias, y retorno por unos segundos a mi infancia, y eso le vuelve a dar sentido a esta Navidad que, como el aceite en un buen borrachuelo, no me penetra.

La receta de borrachuelos de mi tía Arora es una de esas joyas familiares que nunca deberían perderse. No le puedo dedicar una receta que ella ha preservado y mejorado, pero le dedico este post para darle las gracias, porque sus sabores y su sabiduría, su amor por el producto, su curiosidad y su pasión me abrieron todas las puertas cuando quise empezar a cocinar.


Los famosos borrachuelos de la Tía Arora

Ingredientes:

1 kilo de harina
1/2 litro de aceite de oliva virgen extra
1 vaso de zumo de naranja
1 cáscara de limón
1 vaso de vino dulce
1 copita de anís seco
1/2 taza de matalahúva
1/2 taza y un puñadito más de ajonjolí
1/2 taza de azúcar blanca
1 lata pequeña de cabello de ángel
Aceite de oliva virgen extra para freír
1 kilo de miel

Se pone a calentar el medio litro de aceite, y cuando empiece a humear, se fríe la cáscara de limón y se aparta del fuego. Cuando pierda un poco de temperatura se echa la matalahúva y el ajonjolí y se pasa el aceite a un lebrillo amplio. Se vierte el vino dulce y el zumo de naranja. Se agrega la mitad de la harina, se empieza a trabajar la masa con las manos y se añade más harina, hasta obtener una masa fina y un poco aceitosa. Se riega con el anís y el azúcar. Se trabaja un poco más y se deja reposar, abrigada con un paño, durante al menos una hora. 

Pasado este tiempo, se pone a calentar abundante aceite de oliva en una sartén honda y, mientras, se extiende la masa con el rodillo dejándola lo más fina que se pueda sin romperla, se cortan círculos de pasta con un vaso, se pone en el centro de cada una un pegotito de cabello de ángel, se cierra el borrachuelo y se fríe a fuego medio-alto hasta que se dore. Cuando estén totalmente fríos, se pone la miel a calentar y se van sumergiendo los borrachuelos para enmelarlos.

Así quedan. El plato es pequeñito; son tamaño 'ciento en boca'.

jueves, 5 de diciembre de 2013

Willy Wonka y la Fábrica de Chocolate


Tengo que confesar que no llegué a la obra de Roald Dhal leyéndolo, sino a través de adaptaciones cinematográficas de sus historias. La primera fue la de Charlie y la fábrica de chocolate. Imaginen la escena: sesión de tarde, invierno. Finales de los años setenta. En mi casa, los fines de semana de mal tiempo eran días de hacer bizcochos y tartas de manzana, comprar castañas asadas y tomar posiciones en los sofás del cuarto de estar para devorar juntos cualquier película, eso sí, rezando para que no fuera algún dramón. Una de aquellas tardes pusieron Willy Wonka y la fábrica de chocolate, y todos nos quedamos impactados porque vimos reflejados en la pantalla nuestros sueños más locos e íntimos: un mundo hecho de chocolate y chucherías.

La primera semilla de ese sueño la había puesto la casita de chocolate de la bruja de Hansel y Gretel, pero en aquel cuento la casa de chocolate significaba peligro, pecado, crimen y castigo, y uno sabía, en el momento del cuento en que los niños encontraban la casa, que lo más sensato que podían hacer era salir corriendo. Willie Wonka no dejaba de ser un personaje excéntrico y cruel, pero sólo castigaba a los niños que nos resultaban antipáticos a los espectadores, y además, aquel mundo de chucherías era algo que nuestros protagonistas, y por extensión nosotros que nos metíamos de su mano en la película, podíamos ver y disfrutar. Nunca he vuelto a ver aquella adaptación, pero el recuerdo de aquel mundo comestible de colores chillones me sigue provocando placer.

Viviendo en Málaga, que quedaba lejos de Disneylandia, el sitio físico que más se aproximaba a la fábrica de Willy Wonka era Casa Blas. Casa Blas era un mayorista de chucherías que tenía el almacén en las callejuelas que iban de la calle Cisneros a la calle Compañía, en el entonces cada vez más silencioso y agonizante centro de la ciudad. Casa Blas no era el único almacén de esas características, pero sí el más famoso. Atravesar sus puertas era desvelar uno de los grandes misterios sobre los que discutíamos acaloradamente desde pequeños hermanos y primos después de una visita al quiosco de Miguel o al de María la del Ford, o al carrito de la Pestosa: ¿De dónde sacan las chucherías los que venden chucherías?

Miguel era un señor con mucha paciencia y un gran bigote gris que tenía su quiosco junto a la puerta del cine Lope de Vega, donde los niños de Pedregalejo nos tragamos en sesiones matinales  todas las obras maestras de Bud Spencer y Terence Hill (¿Cómo no íbamos a terminar siendo una generación perdida?).

Miguel tenía algo de Burt Reynolds envejecido, y lo queríamos porque nunca se impacientaba por nuestra tardanza en decidir en qué íbamos a invertir el tesoro de cinco pesetas con el que nos acercábamos a su templo junto al Arroyo de Los Galanes. En el lado contrario estaba María la del Ford. Nunca he sabido por qué tenía ese sobrenombre su quiosco, pero estaba situado estratégicamente junto a una parada de autobús, y era el que quedaba más cerca cuando íbamos al colegio, por lo que en esas ocasiones, si pillábamos algún duro para chuches, había que dejárselo a la fuerza a ella. Para enfrentarse a María la del Ford convenía tener muy claro lo que una quería. De lo contrario, en el primer titubeo aquella señora de pelo blanco chillón te arrancaba el duro de las manos y estrellaba contra el metal del mostrador un chupa-chups Kojac, un regaliz rojo y un chicle y pasaba a la siguiente víctima, quiero decir, cliente.

Pero la peor de todas era La Pestosa. Tampoco supe nunca el porqué del mote, pero mi padre aseguraba que cuando era niño, ya era vieja aquella mujer flaquísima cuyos vestidos de colores o el pelo teñido de castaño contrastaban con una voz chillona y quebrada de bruja y un humor de perros. El repertorio de chuches de La Pestosa difería del de otros quioscos porque el suyo no era un quiosco fijo, sino un carrito de chuches ambulante con una batea en la parte superior en la que se apilaban bolsas de chufas, altramuces, palomitas y pipas junto con un surtido de porquerías menos abundante que el de sus competidores. El carro de La Pestosa estaba pintado de verde, y solía acompañarla una muchacha un poco mayor que nosotros, callada, rubia y de ojos claros. Debía de ser su nieta, y su papel era ayudarla a empujar el carro, que, después de recorrer todo el barrio haciendo salir a los niños de detrás de todas las verjas y las ventanas, iba a posarse junto a la puerta del cine de verano Los Galanes, donde, oh, sí, cada verano daban reposiciones de westerns míticos como Murieron con las botas puestas, El Álamo o Un hombre llamado caballo.

Pues bien, el gran misterio de cómo conseguían La Pestosa, Miguel o María la del Ford la chuche quedó resuelto el día que mi padre me llevó con él a Casa Blas. Transitamos por las callejuelas que iban de la calle Cisneros a la calle Compañía, una zona del centro donde aún resistían almacenes de diverso uso, hasta llegar a uno que tenía en el frontal un letrero pintado en madera blanca que anunciaba: "Hijos de Blas Palomo, frutos secos y golosinas". El escaparate ya era un anuncio de lo que encontraríamos dentro, porque tras los cristales lucían enormes tarros de chupa-chups, bolas de chicle o frutos secos, pero cuando entramos, vi que las cajas de chucherías se apilaban en los estantes hasta tocar unos techos tan altos que a mí se me perdía la vista antes de llegar.

Casa Blas no era como esas tiendas chillonas que hay hoy en centros comerciales, estaciones y aeropuertos donde las chuches se exhiben por colores y todo se dispone según aconsejan los manuales de ventas. No. Era un almacén mayoristas con un mostrador de madera tan largo que se podían correr encima los cien metros lisos, con un personal adusto que vendía el último grito en piruletas como quien despacha tornillos en una ferretería. Profesionalidad y especialización. Allí también convenía saber lo que querías pedir, porque para bajar algunas de las cajas había que coger escaleras y no daban lo mismo las nubes lisas o las trenzadas.

Mi padre, que se había criado en una época, la postguerra, donde uno sólo veía caramelos el día de su cumpleaños o por Reyes, se volvía un niño igual que yo cuando traspasábamos las puertas de Casa Blas, aunque, manteniendo la compostura, solía comprar alguna caja de Napolitanas de Nestlé para regalar o para mantenerla bajo su supervisión en casa y otra de Huesitos, un invento reciente en aquellos años y, para mi gusto, la mejor barrita de chocolate española hasta el día de hoy. Los Huesitos valían entonces ocho pesetas en los quioscos, por lo que tener en casa una caja de 48 unidades era algo semejante a tener el tesoro de Tutankamón, no sólo por la sensación de abundancia, sino sobre todo por la maldición que caía sobre el hermano que rompiera la regla de oro de comer más de uno al día durante el tiempo en que hubieran existencias. Miguel, Cristi y yo nos vigilábamos estrechamente unos a otros para evitar que nadie cayera en la tentación de ir a la despensa fuera de turno. Confieso que en ese plano yo era la más peligrosa, ya que, mientras mis hermanos lograban dosificar los mordiscos para que la chocolatina durara horas y horas, yo era incapaz de comérmela en más de cuatro bocados, por supuesto seguidos. Y claro, llegaba el día en que la caja de Huesitos y el tarro de Napolitanas se agotaban, pero en el fondo era un final alegre, porque a partir de ese momento yo empezaba a contar el tiempo que faltaba para volver a Casa Blas.

Casa Blas cerró sus puertas un buen día, y el cartel de la fachada desapareció, condenando aquel almacén abandonado al olvido, como tantos sitios que me gustaban en la ciudad de mi infancia. En su lugar supongo que se abrieron naves de mayoristas de frutos secos y golosinas en polígonos industriales, con menos costes de suelo, y para la venta al público, poco a poco fueron surgiendo tiendas cursis con nombres como Antojos o Pompitas donde las chucherías te hieren la vista desde compartimentos de metacrilato y hay que cogerlas con pinzas, con cuidando de no pasarte para que el peso no se traduzca en un sablazo. No sé si los niños que entran en esas tiendas se preguntan de dónde sacan la chuchería. Yo, desde que vi el mostrador de Casa Blas, supe que la fábrica de chocolate de Willy Wonka tenía que estar en la trastienda.

La receta de hoy está dedicada a Roald Dhal, como no podía ser menos. Al final de su vida escribió, junto a su segunda esposa, Memories with Food at Gipsy House, un libro de relatos y recetas que se publicó en 1991, después de su muerte. Es uno de mis libros más codiciados, así que ya tienen una idea si me quieren hacer un regalo de Navidad.

Entretanto, les dejo esta receta que, aunque pasada de moda, para mí sigue siendo la mejor expresión del lujo del chocolate: la mousse. Era el postre que mi madre hacía para las grandes ocasiones y sólo escucharla anunciando que iba a hacerla nos aceleraba el corazón. Usaba una fórmula de mi tía Mariana, a la que le salía deliciosa, pero como las recetas escritas en cuartillas sueltas se perdían con facilidad, terminamos adoptando la del libro de Simone Ortega, aunque con pequeños cambios. Comida a hurtadillas directamente del bol con una cucharada sopera, la mousse de chocolate es pecado mortal, un pasaporte al infierno (¿O al cielo?)



Mousse de chocolate de toda la vida




Ingredientes (6 raciones):

150 gr de chocolate negro de buena calidad, mejor al 70% de cacao, aunque en mi niñez no había esas cosas.
3 cucharadas soperas de brandy
3 yemas de huevo
3 cucharadas soperas de azúcar molida
4 claras de huevo
75 gr de mantequilla
una pizquita de sal

Preparación

Empezamos derritiendo el chocolate al baño maría, dejando que se ablande sin removerlo mucho. Una vez derretido y algo templado, mezclamos con la mantequilla a punto de pomada. Es importante no calentar demasiado la mantequilla para que la mousse adquiera la textura perfecta. Reservamos. Batimos las yemas de huevo con el azúcar y las tres cucharadas soperas de brandy hasta que la mezcla claree y se vuelva espumosa y la incorporamos al chocolate. Terminamos montando las claras de huevo (importante, a temperatura ambiente) con una pizca de sal a punto de nieve y mezclándolas con mucha suavidad con la crema de chocolate, ayudándonos con una lengua de silicona y haciendo movimientos envolventes desde el fondo del cuenco hasta la superficie. Enfriamos.

viernes, 22 de noviembre de 2013

El arte de la paella


Imagen tomada de este blog

Tengo una amiga valenciana que, como todos los valencianos, piensa que la paella es un plato sacrosanto con su mito, su rito, sus reglas y sus ingredientes obligatorios y prohibidos. Mi amiga opina que todo lo que se salga de un arroz de La Albufera cocinado en paella y preferiblemente sobre leña, en capa de no más de un centímetro, con su correspondiente socarrat, azafrán auténtico y verduras que sólo crecen en Valencia (la ferraúra, la judía tavella, el garrofón) no es una paella.

Pobre.

Blanca, que es como se llama mi amiga, concede que se le pueda llamar 'arroz' a cualquier plato que parezca una vez servido un trampantojo de paella, esté bueno o malo. Pero nada más. Cuando quiera darle un susto le enviaré la receta de 'my favourite paella' que ofrece en su blog el famoso Jamie Oliver. Será mucho mejor que presentarme en su casa vestida de zombi de The walking dead.

Me viene a la memoria Blanca y su ortodoxia con respecto al arroz porque la paella (con perdón) es uno de los pocos platos que se le resiste a mi madre. El motivo es que las esposas de antes aprendían a guisar sólo los platos que les gustaban a sus maridos, y aunque a ella siempre le ha encantado, a mi padre la paella no le gusta y no la hacía casi nunca, y cuando lo intentaba, le quedaba demasiado caldosa, o demasiado seca, o se le pegaba el arroz.

Mi tía Arora era cocinera en una guardería y hacía un arroz amarillo (los niños llaman a las cosas por su nombre) tan rico que muchos volvían por el colegio ya mayores sólo para decirle que aquel sabor no se les había quitado nunca del paladar. Llevaba calamares y pollo o carne de cerdo, y tenía un sabor exquisito. A pesar de que lo hacía en grandes cantidades y en recipientes más hondos de lo canónico, el arroz siempre quedaba suelto y jamás se pasaba. Como nos gustaba tanto, un día mi madre se armó de valor y de armas secretas para hacer el arroz perfecto. Compró buenas viandas, pasó de la olla exprés que alguna mala amiga le había recomendado y que había convertido su último intento de paella en cemento armado, se hizo con una de esas sartenes de hierro negras de fondo amplio que en Andalucía nos encantan, y compró (¡Tachán!) un arroz integral de herboristería dejándose llevar por el consejo de una compañera de trabajo que practicaba la macrobiótica. 

-Ese arroz no se pasa, le había dicho la compañera. 

Anotó la receta de mi tía Arora y la desplegó junto a la hornilla para seguir los pasos punto por punto con la misma atención y cuidado que alguien que estuviera leyendo las instrucciones de cómo transportar un bote de nitroglicerina conduciendo por una carretera con baches. Se santiguó y se lanzó a la aventura.

La casa olía a gloria, y cada tres minutos, alguno de los niños asomábamos la nariz para olfatear el refrito, y se nos hacía la boca agua ante los trozos de pollo, los calamares y el caldo dorado. Mi madre nos espantaba como si fuéramos moscas.

-¡Aquí no quiero ver a nadie, que me rompéis la concentración!

Llegó el momento de echar el arroz. Pusimos la mesa, cogimos un periódico antiguo para el momento del reposo, y nos sentamos con los cuchillos y los tenedores en alto, los niños cantando a coro “¡Pa-e-lla, pa-e-lla, pa-e-lla!” y mi padre con la servilleta sobre las rodillas y su mejor cara de resignación, porque a él aquel plato no le decía nada, según trataba de explicar sobre nuestros chillidos.

Terminó, supuestamente, el momento de la cocción del arroz, y mi madre puso la sartén sobre la mesa, la cubrió con las hojas de periódico y nos dispusimos a contar los cinco minutos de reposo.

Pasó el tiempo. Mi madre levantó el papel de periódico, probó unos granos de arroz, maldijo en voz baja, calentó más caldo, volvió a poner la sartén al fuego, añadió el caldo, miró el reloj y volvió a poner el arroz en el fuego. Cuando el caldo extra quedó absorbido, la paella volvió a la mesa cogimos hojas de periódico nuevas, tapamos y esperamos. Nuestros grititos entusiastas empezaron a molestar al hermano de al lado. 

-¡Me has dado con el codo!

-¡No me chilles en el oído!

-¡Eres tonto!

-¡Tú sí que eres tonta!

Mi padre repartía el pan de la panera intentando combatir los efectos belicosos del bajón glucémico de la chiquillada y trataba de no hacer comentarios para no echar leña al fuego de la frustración de la cocinera. Cuando pasaron los enésimos cinco minutos de reposo tras la enésima adición de caldo extra, mi madre volvió a levantar el papel de periódico y cogió unos granos que se llevó a la boca como si en realidad estuviera tratando de inventar el grano de arroz. 

Nada.

A las cuatro y media de la tarde, mi madre lloraba desconsolada sobre un montón de papeles de periódico, y el dichoso arroz seguía duro. Aunque aborrece el arroz y no lo soporta cuando está entero, mi padre sirvió los platos y se comió él mismo uno enterito, haciéndonos señales de permanecer callados como muertos. Mi madre se negó a probarlo, y el arroz integral de herboristería no volvió a entrar en la casa, a pesar de que la compañera de trabajo que se lo había recomendado a mi madre juraba y perjuraba que después de par de horas de cocción quedaba una paella estupenda y sanísima. 

Desde aquel incidente mi madre no ha vuelto a intentar hacer paella. Prefiere hacer arroz caldoso o cazuela, que por cierto le sale de maravilla, pero para mi consternación, últimamente le ha dado por ponerle arroz vaporizado, porque dice que de ese modo podemos tardar la eternidad que queramos en llegar a su casa cuando comemos allí y el grano no se pasará. 

El ser humano es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra.

La receta de hoy no podía ser más que una. Arroz con calamares y gambas hecho en paella. Se lo dedico al gran Jordi Ruestes, de cuyas legendarias paellas de Navidad en Villa San Joaquín hablaré otro día.


Arroz con calamares y gambas

Ingredientes (6 personas):

500 gr de calamares.
300 gr de gambas frescas.
1 cabeza de ajos.
2 ñoras.
2-3 tomates muy maduros y rojos.
1 cucharada de pimentón dulce.
600 gr de arroz bomba
El doble del volumen de arroz en fumé de pescado
Aceite de oliva virgen extra
Sal

Ali-oli:

250 ml de aceite de oliva virgen extra (arbequina, verdial, manzanilla... variedades suaves)
1-2 diente de ajo 
1 manojito de perejil
1 huevo
Sal

Pelamos las gambas, reservamos los cuerpos y ponemos a cocer las cabezas en agua o, mejor aún, en un poco de fumé de pescado que tengamos preparado. Limpiamos los calamares y los troceamos. Los salteamos brevemente en la paella con un poco de aceite y los retiramos. Pelamos la cabeza de ajos, reservamos uno o dos dientes gorditos para el ali-oli y picamos el resto para después dorarlo en la paella con el fondo cubierto de aceite. Una vez dorados los ajos, agregamos la carne de las ñoras, que habremos remojado previamente y retirado con una cucharilla, los tomates pelados y rallados y los calamares. Dejamos sofreír el tomate hasta que pierda el líquido y añadimos el pimentón y el arroz. Rehogamos el arroz para que se impregne del aceite y los sabores del refrito y, una vez rehogado, lo cubrimos con el doble de su volumen en fumé de pescado colándolo antes para quitarle las cáscaras de las gambas. Dejamos cocer el arroz unos 15 minutos, hasta que veamos que se queda seco. En el último momento añadimos los cuerpos de las gambas para que no se pasen de cocción. Retiramos del fuego, cubrimos y dejamos reposar cinco minutos más. Preparamos un alioli espeso con el ajo, el aceite y el huevo (se puede montar sin huevo, necesitaremos más ajos que deberemos batir previamente para después ir agregando el aceite en un hilillo, muy poco a poco, para que emulsione. De todas formas a mí me gusta más con huevo; es más suave). Comemos el arroz acompañado de alioli.

viernes, 8 de noviembre de 2013

Calle Lagunillas



Tengo sobre la mesa, junto al teclado del ordenador, un ejemplar de los Cuentos para jugar de Gianni Rodari. Una pequeña joya que se sigue editando, pero de la que he encontrado un ejemplar publicado en 1987 con ilustraciones de Gianni Peg. Me encantan los libros, pero no soy una bibliófila, y no puedo decir que haya buscado este volumen durante meses o años. Lo he encontrado mientras subía hacia mi casa por una de las calles de Málaga que forman parte de mi memoria sentimental y gastronómica, la calle Lagunillas.

Lagunillas es una de esas calles secundarias por las que tengo debilidad. A menudo quienes me acompañan de paseo o de compras por la ciudad se quejan de que escoja siempre las callejas estrechas, oscuras, que acumulan basura y tienen el pavimento en mal estado. Lagunillas no es una calle estrecha. Para su tiempo de fundación resulta incluso bastante ancha. Y el derribo continuo de inmuebles en estado de ruina hace no sólo que sea bastante luminosa, sino que el trazado se vaya perdiendo por tramos. 

Discurre en paralelo a la Calle de la Victoria, eje que une el centro de la ciudad con su barrio más próximo y antiguo, pero desde mi punto de vista es mucho más interesante que la principal. Incluso en su decadencia, la Calle Lagunillas se reserva algunas sorpresas únicas. La zona sur, la más cercana a las bambalinas de la Plaza de la Merced, arranca desde un grupo de diminutas casas bajas centenarias, pegadas unas a otras, casi todas de dos plantas y con los bajos ocupados por negocios improbables, todos ellos sin cartel que anuncie su nombre o lo que venden. En el de la primera casa hay una vieja que vende batas y vestidos para señoras, grandes balas de papel higiénico y un pobre surtido de productos para la limpieza del hogar. A continuación hay otro local que posiblemente sea la extensión de una casa okupa. Está junto a un solar tapiado. Los okupas tienen pintado todo el exterior de la casa y el muro del solar con colores alegres y grafitis que invitan a soñar al sol, y a lo largo del muro alinean todo tipo de cachivaches; muebles, esculturas, ropa, marcos sin cuadro,  piezas de motor... No he logrado averiguar si se trata de una instalación artística o si están haciendo limpieza general en la casa, y tampoco es posible preguntarlo, porque aunque la puerta del local está siempre abierta durante el día, nunca hay nadie.

Sigue al local de los okupas el más inquietante de todos. Ahí es donde encontré el libro de Gianni Rodari. Según la costumbre, el negocio no tiene cartel. Sí hay un pequeño escaparate que exhibe algunos objetos rotos; un pie de lámpara, una trampa para ratones, un bolso de noche que alguna vez fue negro con lentejuelas y, en la parte de abajo del escaparate, algunos libros viejos, breve exposición que se prolonga en el exterior en una diminuta mesa de formica sobre la que se despliegan ocho o diez libros tirando por alto. No se puede decir que estemos ante una librería de segunda mano. Las obras son novelas juveniles y folletines. Ahí, junto a algunas aventuras de Los Cinco y entre un par de novelas rosa estaba mi libro. Lo vi, lo cogí y entré para preguntar su precio. Dentro de lo que daremos en llamar tienda había unos pocos objetos más y un tipo de unos cuarenta años alto y con barba sentado frente a una máquina de coser apagada. Parecía que iba a ponerse a trabajar o que había terminado la labor, salvo por el hecho de que no había ninguna tela a la vista y el hombre atendía una llamada en su teléfono móvil que lo tenía absorbido. Después de esperar cinco minutos le hice señas de que me interesaba el libro y él me hizo señas de que valía un euro. Lo pagué y, cuando ya salía, sin dejar su conversación telefónica, me dijo:

-Tengo más libros. Si quiere, se los enseño.

Le sonreí y seguí mi camino. Paso casi a diario por Calle Lagunillas, y todos los meses constato con sensación de duelo el cierre de otro negocio. Nadie diría que hasta la apertura de las primeras grandes superficies, Lagunillas había sido una calle comercial importante de Málaga. Sin ir más lejos, mis padres iban cada quince días el sábado por la mañana a la carnicería Crespo para comprar la carne. Nosotros vivíamos en la otra punta de la ciudad, y desplazarse hasta Calle Lagunillas para ir de compras no era lo que se dice cómodo, porque no había sitio para aparcar el coche. Pero mi madre se desesperaba cuando, de niños, éramos incapaces de tragarnos la carne, y no cejó hasta encontrar la ternera más tierna de Málaga. En una ocasión en que había filete, mi hermana Cristi, que era, en expresión de mi madre, la más dificultosa para comer, se pasó rumiando hasta que dio la hora límite de saltar de la mesa y salir corriendo de vuelta al cole. Por la tarde teníamos clase de cuatro a seis. Al llegar del colegio, Cristi subió a casa y preguntó:

-Mamá, ¿Me puedo dejar la carne?

Mi madre no supo qué pensar. Con expresión de duda, le dijo que de acuerdo, y Cristi escupió en su mano una bolita de estropajo blanquecino; el último trozo de filete, que había mantenido en la boca durante toda la tarde.

Para ponerle remedio, un sábado sí y otro no, mis padres cruzaban la ciudad con Miguel, Cristi y yo misma sentados en el asiento trasero del coche y, mientras mi madre se armaba de paciencia para guardar cola en la carnicería, nosotros recorríamos con mi padre los comercios cercanos o, si no había aparcamiento, nos quedábamos en la parte de atrás con las narices pegadas a los cristales de las ventanillas para no perdernos un segundo de la película que ofrecía abigarrada multitud que transitaba calle arriba y calle abajo.

Había droguerías, perfumerías, un asador de pollos, bares donde la gente desayunaba churros ensartados en juncos, confiterías que vendían locas y pirámides de merengue, mercerías, tiendas de ropa infantil, ferreterías, restauradores de muebles, fruterías. Resiste hasta hoy la pescadería de Fernando, que en cuanto no tiene dos filas de clientas esperando tras el mostrador, sale a la calle a pregonar el género, y donde las cosas no se piden diciendo:

-Me pone un kilo de boquerones y uno de almejas,

Sino:

-Fernando, échame unos boqueroncitos, pero que haya pequeños y grandes, porque voy a freír unos pocos y los otros los pongo en vinagre, y me das también un cuarto de almejas para la cazuela, que hoy viene a comer mi Toñi.

Ni se figuran la cantidad de recetas marineras que me he llevado yo de allí. En la pescadería, Fernando tiene una mesita con un altarcillo dedicado a la Virgen del Carmen y dos sillas de enea pintadas de verde en las que, cuando éramos pequeños, se sentaban dos abuelitas arrugadas, pequeñitas y delgadas como hebras, con gafas de pasta y peinadas con un moño. Eran exactas como dos gotas de agua. Cuando por azares de la vida me trasladé a vivir al barrio de la Victoria décadas después, las dos abuelitas seguían ocupando las sillas de la pescadería todos los días. Luego empezó a faltar una, y ya tampoco viene la otra.

El extremo norte de de Lagunillas desemboca en La Cruz Verde, cuna de los mejores artistas flamencos que dio la Málaga Cantaora, y también zona pobre y marginal hasta nuestros días. Desde la Cruz Verde bajaban en la mañana del sábado a Calle Lagunillas algunos travestis. Compraban en la droguería-perfumería de la calle cosas entonces modernísimas, como crema depilatoria, sobres monodosis de champú, laca de uñas o tintes para el pelo. Como entonces no había operaciones de cambio de sexo, lucían prótesis mamarias extravagantes. Un día una de aquellas chicas que nos dejaban boquiabiertos se sacó un limón cascarúo del sujetador en respuesta al requiebro que le lanzó algún parroquiano desde un bar. 

Hoy he pasado por la droguería. La puerta sigue enmarcada con una pintura de rayas gruesas oblicuas de colores rojo, amarillo y azul, y mientras que el escaparate se reserva a champús y geles, ahora en envases de litro, en el interior hay un mundo de tintes, quitamanchas y polvos matacucaracahas o matarratas. 

Aguanta la droguería, y aguanta también la carnicería Crespo un poco más arriba en la misma acera, aún con el neón que Manolo Crespo puso hace cuarenta años, lo que me permitió reconocerla al instante en mi retorno al barrio hace diez años. Mi madre solía salir de la carnicería de Manolo echando pestes por lo cara que tenía la ternera y lo antipático que le resultaba él. Con mi padre era más amable, aunque le cobraba igual. El primer billete de cinco mil pesetas que vi salir de su cartera fue a parar a la caja de Manolo. Hoy la carnicería la atienden sus hijos, y la carne sigue siendo excelente y no barata, pero ellos son amables.

Tengo al lado mi libro de Gianni Rodari, un escritor que, como a tantos otros narradores, pensadores, músicos, dibujantes o filósofos, me descubrió mi hermano Miguel. La primera obra suya que leí fue la Gramática de la fantasía, un intento generoso de sistematizar los mecanismos de la ficción y ofrecer herramientas a las personas que sienten la necesidad de contar historias. Acerca de esa obra decía Rodari:

“Lo que estoy haciendo es investigar las constantes de los mecanismos de la fantasía, las leyes de la invención que aún no han sido formuladas, para ponerlas a disposición de cualquiera. Insisto en señalar que, aunque el romanticismo lo haya rodeado de misterio y haya instaurado una suerte de culto en torno a él, el proceso creativo es inherente a la naturaleza humana, y, por tanto, está al alcance de todos, con toda esa alegría de expresarse”.

Es posible que este blog le deba algo a Rodari, y por eso lo traigo hoy aquí, aunque la historia que ha surgido de su recuerdo no sea tan culinaria como otras. Él era piamontés. Mi abuela Mami, de ascendencia italiana, me dio en su día una receta que resultó ser un plato típico del Piamonte: las pulpetas de carne, roladine di vitello en italiano. No se la puedo dedicar a mi hermano Miguel porque no come carne, pero sí a la memoria de Rodari y de Manolo Crespo, que nos hizo amar la ternera y la Calle Lagunillas.


Pulpetas de carne

Ingredientes para 6 personas:

6 filetes de ternera cortados finos
2 cebollas
3 zanahorias
1 pimiento amarillo (si no se encuentra, vale uno rojo)
2 huevos duros
1 diente de ajo
1 ramillete de perejil
Unas ramitas de apio
1 vaso de vino blanco seco
1 vaso de buen caldo casero
Aceite de oliva virgen extra
Sal
Pimienta
Hilo de bramante

Mi abuela hacía esta receta sin apio ni pimiento amarillo, pero a cambio le ponía unos huevos duros al relleno. Ella no trituraba mucho la farsa, sino que dejaba la verdura en bastoncitos. La versión que doy es la tradicional piamontesa, pero añadiendo el huevo duro, porque aparte de gustarme, ayuda a compactar un poco el relleno.

En primer lugar, aplanamos los filetes con una maza para carne, de forma que tengan un grosor regular y las fibras se ablanden un poco. Reservamos. Rallamos un diente de ajo y lo ponemos en un cuenco junto con la siguiente verdura triturada lo más finamente posible (si tenemos una picadora o similar, mejor que mejor): 2 zanahorias, 1 cebolla, 1 pimiento amarillo (cuando no están en temporada, los piamonteses los usan conservados en vinagre. Aquí no los tenemos), 1 ramita de apio, un manojo de perejil, 2 huevos duros. Mezclamos todo bien, salpimentamos y rellenamos los filetes que habremos sazonado con prudencia poniendo la farsa cerca de un extremo, para poder envolverlos bien. 

Hacemos unos rollitos y los atamos con bramante, remetiendo los extremos para impedir que se salga la farsa. En una cazuela lo suficientemente grande para meter los rollitos, freímos con aceite de oliva la otra cebolla picada, una zanahoria y una ramita de apio. Sacamos la verdura, la trituramos con el caldo y mientras, en la cazuela, avivamos el fuego para sellar las pulpetas y dorarlas un poco por fuera. Bajamos el fuego, regamos con el vino y dejamos reducir hasta que pierda el alcohol. Añadimos el caldo, rectificamos de sal y dejamos cocer a fuego lento hasta que la carne esté tierna y la salsa bien reducida. Servimos con patatas recién fritas.