martes, 25 de octubre de 2011

Madrid

Fachada de mi colegio mayor

La llegada repentina del frío siempre me recuerda mi primer año en Madrid. Cómo toda aquella ropa de señorita que mi madre se había esmerado en meter en el equipaje se reveló insuficiente ante la ventisca de la meseta y tuve que comprar calcetines gordos y botas. El primer otoño fue gélido, sobre todo los domingos por la tarde. No por la temperatura, sino por la soledad. Aún no conocía a nadie, y la cocina del colegio mayor descansaba los domingos por la noche, de forma que era inevitable tener que echarse a la calle para comprar un bocadillo, que a veces me comía en la habitación derramando migas de nostalgia sobre las cartas que escribía a la familia, y otras de vuelta de los cines Alphaville, donde solía tragarme alguna película de autor que por lo general contribuía a aumentar el desasosiego.

Todo cambió cuando conocí al grupo de amigas que se convirtió en mi clan durante toda la etapa madrileña. Nela, Violeta, Gracia, Raquel, Belén, Lucía, Elena, Marisa y Penélope. Éramos una extraña familia, cada una de su padre y de su madre. Estudiábamos carreras distintas, veníamos de lugares, familias y circunstancias diferentes y cada cual pensaba a su manera, pero nos encontramos y terminamos haciendo juntas una parte del camino. A algunas les perdí la pista, aunque las recuerdo con cariño. Otras, como Nela, se quedaron en mi vida.

No puedo decir que ninguna fuera demasiado convencional, pero para mí, el personaje más llamativo del grupo era Penélope. Tenía una personalidad tan arrolladora que las más altas de la pandilla tardamos en darnos cuenta de que éramos más altas que ella. Estudiaba Derecho, y nunca me cupo la menor duda de que llegaría a ser presidenta del Gobierno. Sin ser la más guapa del colegio mayor rompía más corazones que nadie, y tenía unos enamorados que, por su persistencia y apasionamiento, hacían que las demás nos sintiéramos como viles ratoncillos de campo.

Penélope vivía a caballo entre Buenos Aires, donde tenía a su madre y su hermana, y Madrid, donde estaba su padre. En Navidad viajaba a Argentina, y, cuando íbamos a recibirla al aeropuerto, llegaba vestida de verano austral, con un bronceado tan envidiable que a todas nos entraban unas ganas locas de ponernos en camiseta y tomar el sol en el Retiro, cosa que nos costó más de un resfriado por imprudentes.

En los años noventa, siendo jóvenes y con pocos problemas de peso, casi ninguna de nosotras pensaba en comer sano. Penélope sí. Aunque era delgada y fibrosa, se apuntó a la opción de comida baja en calorías que daban en el colegio mayor. Hacía deporte por gusto y fue la primera persona a la que vi consumir pan integral, lo que no le impedía robarnos patatas y mojar en nuestros huevos fritos o pedir que repitiéramos paella para darle un platito cuando le venía en gana. Al fin y al cabo, el régimen no le hacía mucha falta, aunque a las demás nos daba una rabia horrorosa que mojase salsa de todos los platos para luego comerse, con toda parsimonia y concentrándose en una masticación adecuada, el queso de Burgos al que nosotras no teníamos acceso.

A Penélope le interesaba la cocina, pero su manía de comer sano nos costó más de una discusión. Cuando, por ley de vida más que por gusto, dejamos el colegio mayor y nos separamos para vivir en pisos de alquiler, Penélope se lanzó a cocinar. Un día me invitó a su casa y me pidió que le enseñara a hacer masa de croquetas. Empecé a darle instrucciones, y ella, a saltárselas a la torera. Sustituyó la harina blanca por integral, la carne, por verduras y soja texturizada (en aquella época se había hecho vegetariana), y se empeñó en aromatizar la masa con semillas de cardamomo que había comprado en la herboristería. El resultado fue una pasta de color gris marengo que, según ella, estaba deliciosa, y según mi indignado parecer, era un auténtico bodrio. El resto de la pandilla llegó cuando las croquetas estaban liadas y fritas, y todas se las comieron sin protestar, lo que redobló mi exasperación y me llevó a repetir más de cuarenta veces que aquello no tenía nada que ver con las croquetas de mi madre. Aunque lo cierto es que yo también me las comí...

En honor a la verdad, tengo que decir que, manías saludables aparte, Penélope tenía muy buena mano para la cocina. La masa de la focaccia le salía como no he vuelto a probarla, y una vez nos hizo un asado con una pieza de ternera que trajo de Argentina disimulada en la maleta que aún me hace salivar.

Penélope y yo perdimos el contacto durante más de una década. La localicé gracias a Internet. Después de dar muchas vueltas por el mundo, había regresado a Buenos Aires. Allí nos encontramos después de mucho tiempo, en una cena en su casa de veraneo donde apenas pudimos ponernos al día, porque la pillé recién parida y con el salón lleno de gente, y no tuve ocasión de volver otro día. La siguiente vez que vino a España charlamos con más calma, y disfruté viéndola convertida en una madre feliz de dos niños preciosos; Manu, delicado y de una inteligencia heladora, y Julia, un calco de su madre dotada de la misma determinación. Penélope no ha llegado a ser presidenta del Gobierno, pero no me cabe duda de que es porque no le ha puesto interés.

Ahora que en Buenos Aires estarán saludando la primavera, en Málaga hemos sufrido el primer descenso de las temperaturas, y he empezado a pensar en comidas de invierno. En el colegio mayor teníamos un cocinero excelente, al que nunca le vi la cara, pero del que sé que se llamaba Pedro. Uno de mis platos favoritos de su repertorio eran las acelgas a la extremeña. Nunca las había probado antes, pero al comienzo de algún otoño, sintiendo nostalgia de la nostalgia que sentía en mi primer año en Madrid, busqué la receta y la incorporé a mi surtido de comidas para calentar el alma. Aunque de pequeña las acelgas no estaban entre mis verduras favoritas por razones que contaré en otro post, mi etapa madrileña me hizo reconciliarme con ellas, y ahora forman parte de mis mejores recuerdos.

La receta, por supuesto, está dedicada a la gente del Colegio Mayor Isabel de España.


Acelgas a la extremeña

Ingredientes:

Un manojo de acelgas

Una patata grande

Un par de zanahorias (opcional; a mí me gusta ponérselas)

Aceite de oliva

Pimentón ahumado de La Vera

Dos o tres dientes de ajo

Una cucharadita de vinagre (opcional)

Un par de huevos batidos

Sal

Las acelgas son un rollo. Hay que lavarlas bien, cortarlas en trozos como de un centímetro y echarlas en agua hirviendo con un poco de sal (cuidado de no pasarse) unos 10-15 minutos; hasta que los tallos estén tiernos y transparentes. Luego se escurren y se reservan. Las zanahorias se pelan, se pican y se cuecen aparte. Las patatas se preparan como para tortilla y se fríen. Luego cubrimos de aceite el fondo de una sartén lo bastante grande como para poder saltear toda la verdura, pelamos y picamos los ajos y los dejamos dorar sin que se quemen. Una vez dorados los ajos, apartamos la sartén del fuego y añadimos una cucharadita colmada de pimentón dulce, e, inmediatamente (el pimentón se quema rápido), las acelgas, la zanahoria y las patatas. Salteamos removiendo bien para que el aceite impregne la verdura. Si queremos, en este punto podemos añadir una cucharadita de vinagre. Precalentamos el horno a 200º. Pasamos la verdura a una fuente para horno, la cubrimos con huevo batido, ahuecamos un poco la mezcla para que parte del huevo se cuele hacia dentro y gratinamos unos 10-15 minutos, hasta que el huevo esté cuajado y empiece a dorarse.




 

martes, 18 de octubre de 2011

Jugando a las cocinitas



En mi niñez, el movimiento Scout estaba en pleno auge. Era casi inevitable que terminaras apuntada en algún grupo, con la consecuencia de tener que asistir a acampadas, cosa que otros niños disfrutaban, pero yo, que odiaba la tortilla de patatas y los filetes empanados fríos, que era incapaz de hacer mis necesidades en el campo y que, entre la nostalgia de mis padres, la incomodidad de dormir en el suelo y los terrores nocturnos, no pegaba ojo en la tienda de campaña, iba más por presión social que por convicción. Creo que mi madre se alegró de que un buen día me diera de baja. A ella le gustaba saber que todos sus polluelos estaban en el nido. Aun hoy, cuando por alguna circunstancia duermo en su casa, la sorprendo entrando a hurtadillas en la habitación para contemplar el bulto que hago en la cama.

Yo tardé mucho en apreciar la independencia y el lado salvaje de la vida. El calor del hogar tenía tal poder de succión que las mejores navidades que recuerdo fueron las que pasé con mis hermanos confinada en la casa por culpa de una epidemia de piojos. Aún evoco con placer el olor del champú y las lociones antiparasitarias, que competían con el del abeto navideño bajo el que pasábamos horas y horas entregados a la lectura. Aquel mes de diciembre había tomado en préstamo de la biblioteca del colegio La vuelta al mundo en ochenta días. Era un volumen encuadernado en tela roja, con tapas duras raídas por el uso y hojas gruesas y amarillentas. Me gustaba viajar de la mano de aquel lord inglés, tan amante de la rutina hogareña y tan poco aficionado a los imprevistos como yo.

En las casas también se podían correr aventuras. En la mía no tanto, porque era un piso moderno con pocas sorpresas. Pero en la de mi abuela y en la de mis tías Adita y Arora había cuartitos para trastos y altillos en los que los niños cabíamos agachados y donde podíamos escondernos o recuperar algún tesoro en desuso para nuestros juegos.

En el cuarto de los trastos de la casa de mi tía Adita encontramos un día un montón de tiendas de campaña. Los primos mayores decidieron sacarlas y montarlas en el patio. Aquel día jugamos a los campamentos. Ellos eran los jefes scout y los pequeños éramos su tropa. En total podíamos sumar 15 primos, porque la tasa de natalidad de mi familia materna es muy alta. Yo debía de tener unos seis años, y los mayores no más de 13 o 14. Aquel campamento sí fue satisfactorio. Jugamos a dormir, a explorar, y cuando los mayores consideraron que había llegado la hora de comer, entraron a hurtadillas en la cocina, donde mi tía acababa de poner un puchero, y robaron un poco de agua de la sopa cruda y unas pastillas de avecrem para darle sustancia. A los pequeños, el agua caliente con pedacitos de avecrem que iba pasando de mano en mano en un jarrillo de lata nos supo a gloria, y pedimos repetir, pero no hubo forma, porque mi tía, alertada por nuestro silencio, redobló la vigilancia en la cocina.

Pero aquel día tuve una revelación: hacer de comer era el más divertido de los juegos. Creo que a partir de entonces empezó mi obsesión por la cocina. Empecé a ayudar a mi madre, que me miraba con desconfianza temiendo, con toda la razón, que yo aportase algún toque creativo a sus platos. Creo que por ese motivo los Reyes Magos trajeron un año aquella cocinita carísima que anunciaban en la tele. En el anuncio se veía cómo se cocía un huevo en un cacillo transparente. La gran decepción fue que el agua no bullía porque estuviese hirviendo, sino con ayuda de una bomba de mano que había que accionar para hacer burbujas. Y el huevo era de plástico. Un timo. La cocinita quedó olvidada en el fondo de algún armario, y mi madre tuvo que seguir soportándome a su lado en la cocina de verdad, quitando las especias de mi alcance para evitar que el pollo al ajillo terminara saturado de canela o que la masa de croquetas adquiriera un innecesario aroma de clavo de olor.

Sí se nos permitía, en ocasiones especiales, jugar a 'la hora del té'. Mi hermana María y mi prima Milita, de tres o cuatro años entonces, eran los conejillos de indias; yo, la cocinera, y mi hermana Cristina, la camarera. Mi prima Mili recuerda aún con gusto aquellas meriendas en las que las sentábamos a una mesita baja y les poníamos por delante todo tipo de mejunjes, que ellas se tragaban gracias al sabor dulce.

Como en esta vida donde las dan las toman, en la primera clase del taller de cocina que hice para mi sobrino Manu lo sorprendí dos o tres veces añadiéndole a mis espaldas ingredientes extra al pastel de pescado que estábamos haciendo. Lo curioso es que lo mejoró.

He encontrado con frecuencia a personas que no han aprendido a guisar porque sus madres eran unas cocineras tan excelentísimas y celosas que no permitían que nadie metiera las narices en su cocina. Esa experiencia y el sufrir en mis propias carnes la necesidad de mis sobrinos de poner su granito de creatividad en mis recetas, me ha hecho apreciar la paciencia y la generosidad de mi madre, que no sólo me enseñó todo lo que sé, sino que me dejó desarrollar mi propia personalidad y en alguna ocasión hasta llegó a admitir que mi osadía había mejorado algún plato, aunque ni yo misma supiera en cuál de los puntos en que había desoído sus consejos estaba el acierto...

En homenaje a ella, que ahora anda pachuchilla con una pierna tiesa y tiene que dejar que los demás se lo hagamos todo a nuestra manera, daré una receta suya que nunca he logrado mejorar; la sopa de cebolla. A mi padre le encanta, y solía pedirla en cualquier restaurante italiano que pisáramos, para terminar, invariablemente, diciendo las mismas palabras: “como la de vuestra madre, ninguna”.

 

Sopa de cebolla de mi madre

 
Ingredientes (6 personas)

2 litros de caldo de puchero o de ave, casero

4 cebollas grandes

Aceite de oliva

Pan

Queso emmental rallado

La cebolla se corta en tiras finas y se pone a freír en una sartén con aceite de oliva a fuego medio-bajo hasta que se ponga completamente marrón y algo tostadita (sin llegar a quemarse). Luego se añade al caldo, que tendremos a punto en una olla, y se deja hervir el conjunto unos 10 minutos, para que la cebolla oscurezca el caldo. Se corta el pan en rebanadas finísimas y se tuesta en el horno a unos 180º, hasta que quede crujiente y dorado. Se saca el pan del horno y se conecta el gratinador, a unos 225º. Se pone la sopa en cazuelitas individuales resistentes al calor. Mi madre utiliza unas de barro con poco fondo y abiertas; de esta forma, la superficie gratinada es mayor. Se colocan unas rebanadas de pan sobre la sopa y se cubren generosamente de queso emmental rallado. En cuanto se dore el queso, se sirve la sopa. Es un reconstituyente impagable para los fríos días de invierno, y también cura cualquier mal del espíritu y deja sensación de que la vida es sencilla y hermosa.

viernes, 14 de octubre de 2011

Llegar y besar el santo...

Gracias al periodista Andrés Marín Cejudo por su preciosa reseña en 'El Mundo' (edición Málaga), que ha hecho que mi madre, en plena recuperación de una intervención quirúrgica bastante dolorosa, se olvide de todo durante unos minutos y se ponga contenta. Esto sí que es llegar y besar el santo...

jueves, 13 de octubre de 2011

Al rico taller...


¿Para qué un taller sobre cocina y emociones?

-Para explorar la dimensión emotiva de la cocina.
-Para recuperar viejas recetas familiares en desuso o sabores que te gustaría volver a probar.
-Para animarte a contar de forma creativa historias y anécdotas de tu vida relacionadas con la comida.
-Para pasar un buen rato cocinando con gente amiga.
-Para poner tu granito de arena en un recetario colectivo.

Requisitos:

-Que te interese la cocina, más allá de lo que la practiques...

Lugar: Asociación COMENTA. Av. de la Rosaleda, 11, 1ª planta. Málaga

¡Empezamos en noviembre!

Información e inscripciones:

cocinayemociones@gmail.com

 

lunes, 10 de octubre de 2011

Lentejas y hospitalidad

Harrán, Turquía

Jeanne d’Arc, palestina residente en Málaga, habla por teléfono con su madre. Ignorando el coste de las conferencias internacionales, la señora Manneh hace que su hija le explique con pelos y señales la comida que ha preparado, y protesta porque le parece poca cosa. Miro la mesa del comedor. Hay lentejas con arroz, pollo asado, cuatro fuentes de verduras y ensaladas y una cesta de pan. Somos dos para comer...

Jeanne d’Arc le replica a su madre que los españoles somos gente relajada con el protocolo. Su madre pregunta para qué le han servido tantos años de buena crianza. Jeanne d’Arc dice que se le quema algo en la cocina y que tiene que colgar.

Jeanne d’Arc es una gran cocinera y disfruta preparando comida para cualquier ser vivo por el que sienta afecto. Es incapaz de acudir a casa de nadie sin una bandeja de dulces o, si tiene tiempo, alguna golosina casera: hojas de parra rellenas de arroz, kubbe, hummus, pizzas árabes, mermeladas y aceitunas preparadas por ella. Siempre que me invita a comer tengo la sensación de que con los platos que hay sobre la mesa podría cebarse un equipo de fútbol completo. Me pregunto qué puede faltar sobre ese mantel, y en qué punto incumple Jeanne d’Arc su deber de hospitalidad.

-Es por las lentejas. A mi madre le parece que son una comida poco apropiada para invitados.

-¡Pero a mí me encantan!

-A mí también, por eso las he hecho.

El plato de lentejas que prepara Jeanne d’Arc se llama mujaddara, y es perfecto en su simplicidad. Las lentejas van hervidas sólo con sal y comino. Casi al final de la cocción se añade arroz o trigo partido, y se sirven cubiertas de cebolla dorada, crujiente, y acompañadas de yogur y ensalada. La mujaddara es uno de los platos más populares de Oriente Medio, celebrado por niños y grandes, pero invitar a un extraño a comerlo se considera una falta de cortesía o un signo de pobreza.

-En una ocasión, -cuenta Jeanne d’Arc-, estando con mi familia de viaje, pasamos por Damasco y fuimos a visitar a la prima Reymonda. En mi tierra no es costumbre avisar cuando vas a visitar a alguien. Te presentas en su casa y ya está. Así que llamamos a la puerta de la prima Reymonda y resultó que estaba haciendo limpieza. Era viernes. Entre los cristianos árabes es costumbre hacer la limpieza de la casa el viernes, y para no perder tiempo en la cocina, ese día se guisa la mujaddara. Nosotros sabíamos que había lentejas para comer, y precisamente por eso fuimos a verla, porque mi prima Reymonda era una cocinera maravillosa y a toda mi familia le encantaban las lentejas. Pero ella se apuró muchísimo. Nos decía que por favor la disculpáramos, y que si le dábamos un poco de tiempo nos haría algo mejor. Nosotros le suplicamos que nos dejara comer las lentejas: “no te preocupes, prima. Si alguien nos pregunta, le decimos que nos has hecho cordero relleno”. Al final conseguimos nuestro plato de lentejas.

Es comprensible que la prima Reymonda sintiera no haber podido ofrecer a sus parientes de Jerusalén algo más lujoso que un plato de mujaddara, pero las lentejas, tan cotidianas, han tenido un papel crucial en el mundo Mediterráneo, incluso en su historia sagrada. Un plato de lentejas alteró nada menos que la estirpe de Abraham, cuando su nieto Esaú renunció al derecho de primogenitura a favor de su hermano Jacob para que éste le diera un poco del potaje de lentejas rojas que había preparado. De aquel gesto quedó la expresión peyorativa de 'venderse por un plato de lentejas'. Pero, como dijo el pobre Esaú, “si me muero de hambre, ¿Para qué me servirá la primogenitura?”. En mi opinión, el comportamiento de Jacob fue mucho más censurable.

El episodio bíblico tiene lugar cerca de Damasco, en la localidad turca de Harrán, famosa hoy por sus yacimientos arqueológicos y sus casas de adobe en forma de colmena; un tipo de construcción tan antigua como la historia de Esaú y Jacob. Por entonces las lentejas ya eran una comida habitual entre las clases populares de la región, donde la planta había empezado a cultivarse 7.000 años antes a partir de un endemismo silvestre. Hace 3.000 años las lentejas de Egipto viajaban por las rutas comerciales hacia Asia y África, y los fenicios extendían la legumbre por todas las orillas del Mediterráneo.

Como casi todos los alimentos que se consumen desde muy antiguo, las lentejas están envueltas en leyendas y presentes en el folclore. En la mayoría de los casos son vilipendiadas porque se asocian a la pobreza. En Italia, en cambio, se cree que dan suerte, y que comerlas la noche del 31 de Diciembre asegura un año nuevo próspero en materia de dinero.

Jeanne d’Arc y yo nos despedimos tras un almuerzo delicioso. Influenciada por el rapapolvo telefónico, me dice que la próxima vez que vaya a su casa preparará algo más especial. Le pido que vuelva a invitarme a lentejas. Ya me encargo yo de decirle a su madre que me ha dado cordero relleno...

Mujaddara

Ingredientes:

300 gramos de lentejas
150 gramos de arroz de grano largo
1 cucharadita de comino molido
Agua
Un pellizco de sal
Tres cebollas grandes
Samneh (mantequilla clarificada, de venta en tiendas de alimentación árabes) o aceite de oliva.
Opcional: Yogur natural cremoso; picadillo menudo de tomate, cebolla, perejil, cilantro y hierbabuena aliñado con limón y aceite de oliva.

Si es necesario, remojamos las lentejas en agua durante un rato y luego las enjuagamos y las ponemos en una olla. Añadimos agua hasta cubrirlas generosamente (cuatro dedos por encima más o menos) y sal. Las dejamos hervir a fuego moderado unos 20-25 minutos y las probamos. Tienen que estar casi hechas. Añadimos entonces el comino y dejamos hervir de diez a 15 minutos más a fuego lento. Hay que procurar que el plato quede más bien seco. Aparte, hervimos arroz largo en agua abundante con sal y cuando esté al dente, lo enjuagamos y lo escurrimos. Mientras se cuece el arroz, se pican las cebollas en tiritas finas y se echan a freír en una sartén con samneh o aceite de oliva caliente hasta que estén doraditas. Una vez terminado el guiso, se vierte la cebolla frita (con la grasa de freírla) por encima de las lentejas y se presentan acompañadas de arroz, yogurt y ensalada para que cada comensal se sirva a su gusto.

Nota: Si las lentejas han quedado caldosas, se puede cocer el arroz directamente en el guiso, echándolo diez minutos antes de terminar la cocción. Lo malo de hacerlo así es que es fácil que el arroz se pase debido al calor residual. 

viernes, 7 de octubre de 2011

Macarrados estofones


Tití era la hermana menor de mi abuela. Tenían una relación cercana y no del todo pacífica, a juzgar por los comentarios de Mami, a la que exasperaban sus excentricidades. Ciertamente era una mujer singular, y una cocinera horrible, circunstancia que no la excluye de un blog de cocina como éste.

Tití, que en realidad se llamaba María Victoria, se quedó moza en un tiempo en que a las mujeres solteras se las llamaba solteronas a partir de los veinticinco. En lugar de dedicarse a vestir santos, prefirió una existencia lúdica en la que no faltaban fantasías sobre pretendientes ingenieros que vivían en Barcelona, excursiones que narraba como travesías transoceánicas, amistades, sentido del humor y una relación de complicidad con sus sobrinos y sobrinas que logró traspasar la barrera generacional. Mientras que el resto de las tías abuelas eran seres melancólicos carentes de interés para los niños, Tití, con su cabello pelirrojo (que siempre sospeché falso), su maquillaje excesivo y sus vestidos alegres, atraía nuestra atención como un imán. Era de baja estatura y no muy agraciada. Tenía una nariz y una barbilla prominentes que, de no ser por su sonrisa perpetua y por la vivacidad de la mirada, grande o agrandada por una sombra de ojos de intenso color verde, la harían parecer una bruja de cuento. Tití sabía imitar el famoso juego de ojos de Marujita Díaz; usaba su inhalador del asma como walkie-talkie para comunicar con la policía si, caminando sola por la calle, sentía temor ante la posibilidad de un atraco, y dominaba el arte de hablar cambiando las sílabas de las palabras. Era capaz de desordenar el Quijote desde “En un lugar de la Mancha..." hasta el punto final. Fue una pionera en el arte del tuneado: vandalizaba con purpurina los cuadros heredados de la familia que constituían su único patrimonio, convertía simples chanclas de goma en modelos únicos dignos de Barbie y su salón estaba presidido por una tabla de planchar forrada con motivos flamencos de encajes y lunares a modo de mesa decorativa.

Su casa me fascinaba porque era un universo inagotable de cachivaches. No íbamos tan a menudo como me hubiera gustado, pero había dos ocasiones al año de visita obligada. Una era el día de su santo; el 8 de septiembre. Lo celebraba invitándonos a una merendola de chocolate con churros. La última churrada, antes de que alguien de la familia la convenciera de que íbamos a verla porque la queríamos y no para darle faena, fue tan excesiva que cabíamos a una rueda completa por cada dos personas. Yo tenía diez años, y mi dificultad para vomitar me provocó un empacho que me duró hasta los once, no sólo por los churros, tal vez inadecuados para las tardes de verano, sino porque el chocolate lo hacía mezclando a partes iguales leche condensada y Cola-Cao. Gracias a Tití, nadie de la familia tiene la preocupación de perder la línea por culpa de los churros. Yo no puedo ni olerlos.

La otra visita obligada era en Semana Santa, porque varias procesiones pasaban bajo el balcón de su casa. Ella aguardaba ansiosa el acontecimiento y varios meses antes ya estaba haciendo acopio de víveres, ignorando el peligro de que algunos alimentos hubieran caducado para la fecha. A los niños nos hartaban de merendar antes de llegar a la casa, para prevenir malas digestiones y la posibilidad de un inocente comentario infantil que pudiera herirla. Con todo, nadie pudo evitar que mi primo Rafa llamara la atención una vez sobre la variada fauna invertebrada que observó en una cestilla de cacahuetes. Los mayores hacían bromas animándose unos a otros a ser los primeros en probar las viandas. Algunas recetas memorables de Tití, que también fue una precursora de la cocina de autor, eran la tortilla al agua tónica, los boquerones en vinagre con pan rallado o los chupitos de crema de calabacín ni fría ni caliente en vasito de flan. Mis padres y tíos recuerdan una ocasión en que los invitó a todos a comer. Son tantos que la mesa llegaba hasta el balcón abierto, lo que resultó una circunstancia afortunada, porque pasando los platos con disimulo en esa dirección, los que llegaron al postre pudieron deshacerse de la gelatina tirándola a la calle.

Tití se fue como había vivido; sin dar guerra a nadie, agradeciendo de corazón cualquier visita y manteniendo la sonrisa a pesar de los horribles dolores que padeció en sus últimos días. Pensando en su pretendiente ingeniero de Barcelona, al que tendría que seguir dando largas. En la próxima excursión con el Imserso. En la siguiente primavera.

Mi padre la sigue recordando de joven, pintando la casa ataviada con su bata de lunares (en la jerga particular de Tití, la "luna de batares"). Hay un plato familiar (heredado de mi bisabuela, de origen genovés) que con toda seguridad ella profanaba, pero que en su honor llamamos macarrados estofones. Es una delicia y lo menos que puedo hacer es dedicárselo...

Macarrados estofones (macarrones estofados)

Ingredientes (6 personas):

600 gramos de macarrones
500 gramos de carne de ternera para estofado, cortada en cubitos de 1 cm cuadrado.
1 kilo de cebollas
1 tomate
1 vasito de vino dulce
Aceite de oliva
Laurel
Pimienta
Sal

Queso parmesano rallado para acompañar

Cubrir de aceite el fondo de una cazuela u olla exprés (nosotros usamos la olla exprés para asegurarnos de que la carne quede tierna). Dejar que se caliente bien, porque lo primero es saltear la carne y no debe soltar líquido. Sacar la carne y reservarla. Picar la cebolla finamente, añadir un poco más de aceite a la olla y dejar que la cebolla se haga a fuego lento hasta que tome un color marrón oscuro (la operación puede durar casi una hora). Añadir un tomate pequeño picado y dejarlo cinco minutos más. Triturar la cebolla y el tomate junto con un vasito de vino dulce tipo Pedro Ximén (la salsa tiene que quedar bien oscura). Añadir a la olla la ternera, la cebolla triturada con el vino y, si hace falta, el agua suficiente para cubrir la carne. Agregar una hoja de laurel, sal y pimienta. Tapar y dejar cocer el tiempo suficiente para que la carne quede tierna (media hora en olla exprés).

Los macarrones se hierven en abundante agua con sal justo antes de servir el plato. Se escurren reservando unos cacillos de líquido y se añaden a la olla junto con el agua reservada de hervirlos (éste es un plato de cuchara, y la salsa ha de quedar como un caldo corto; sustanciosa pero nunca espesa). Se presentan en plato hondo, con un generoso espolvoreo de parmesano por encima.

miércoles, 5 de octubre de 2011

Escasez

Visité Hungría por primera vez en la primavera de 2000. Mi hermano Miguel se había trasladado allí unos meses antes. Un día de verano de 1999 llegó a casa de mis padres y dijo: “Me voy a vivir a Debrecen”. Por entonces no usábamos Wikipedia, y tuvimos que recurrir a la Espasa Calpe para enterarnos de que aquello quedaba cerca de la frontera con Rumanía y Ucrania. Mi madre no dijo nada, pero en secreto rezó para que no se enamorase de ninguna húngara y se quedara allí, tan lejísimos. Sus ruegos no fueron atendidos. Mi hermano vivió ocho años en Hungría, aunque afortunadamente al segundo o tercero se mudó a Budapest, ciudad que yo no hubiera tenido oportunidad de frecuentar de no ser por los caprichos del destino.

Hace once años, Hungría se apresuraba a ingresar en el sueño capitalista, si bien aún no había llegado a la fase de los grandes centros comerciales y las franquicias y, salvo en las zonas chic de Budapest, las tiendas me recordaban a los comercios de barrio de la Málaga de mi infancia, con pobres escaparates donde se exhibían las mercancías justas. La gastronomía húngara es rica en mantequilla, requesón y nata agria, pero el objeto más ubicuo en aquel primer viaje eran unas tarrinas vacías de margarina de la marca Rama que se utilizaban como caja para las monedas en quioscos, mercadillos, estaciones de metro o cafeterías, y que en las casas servían como maceteros o para guardar pequeños objetos. Eran envases de plástico sin la más mínima aspiración estética. Hungría estaba aún sumida en la cultura de la escasez. La gente sustituía la tradicional mantequilla por la económica margarina al cocinar, sincronizaba varios empleos, improvisaba pequeños huertos en los jardines y, en época de cosecha, hacía conservas caseras para todo el año. Los padres acogían a sus hijos solteros, casados y políticos en los diminutos apartamentos que les había legado el Estado comunista y, de paso, hacían de canguros a los nietos.

En sucesivos viajes, los envases vacíos de Rama fueron desapareciendo. Zara y Mango abrieron sucursales por todo Budapest, la ciudadanía aprendió a pasar los fines de semana del frío invierno al amor de la calefacción de los centros comerciales y especuladores de todas las nacionalidades hicieron el agosto invirtiendo en el desarrollo urbanístico de una de las ciudades más bellas de Europa.

Ayer escuchaba en la radio a una madre joven parada, con varios hijos a cargo y sin ninguna ayuda salvo la solidaridad de amigos y familia. La mujer explicaba que, en su situación, había tenido que volver la mirada a las viejas recetas de su abuela: “El otro día hice un guiso de papas y arroz que no había vuelto a probar desde niña...” En ese momento, yo estaba lavando un envase vacío de requesón para utilizarlo como contenedor de harina cernida de freír. Y me acordé de Hungría hace once años, y también de mi abuela.

Mi generación vivió el ingreso de España en el sueño de la opulencia. Recuerdo cuando abrieron el primer hipermercado en Málaga. El mareo que nos provocaba la visión de infinidad de variedades de quesos, galletas, chocolates, conservas y salsas desconocidas. Cómo todas esas cosas se hicieron imprescindibles en nuestra cesta de la compra y cómo, a medida que nos hundimos en la ciénaga de la crisis económica, vamos prescindiendo de muchas de ellas.

Siempre que he visitado un país de esos que eufemísticamente llaman en vías de desarrollo, he experimentado la sensación de que las cosas tenían un valor que aquí habían perdido. Un balde para agua, una garrafa de plástico, un juguete, un trozo de sedal y un anzuelo. Un resto de aceite usado. Unos huesos con algo de carne. El agua de hervir verduras o pescado.

Mi abuela perteneció a una generación cuyas aspiraciones sufrieron la zancadilla de la Guerra Civil. Vivió la época del hambre, aunque tengo que decir que los once hijos que trajo al mundo no la padecieron, en parte porque su situación económica, aunque modesta, no era tan desesperada como la de otras familias, y en buena medida gracias a las horas que ella pasaba en la cocina afanándose en la multiplicación de los panes y los peces. 

 
Mi abuela tuvo demasiados nietos como para llegar a establecer una relación íntima con todos. La nuestra comenzó cuando su salud la obligó a permanecer sentada en un sofá casi todo el día. Estaba enfadada con el mundo, y blasfemaba contra una clase médica incapaz de encontrar una cura para lo suyo. Lo suyo eran muchos años, catorce partos y respirar con un solo pulmón desde que, a los dieciocho años, sobrevivió a la tuberculosis. Mi abuela y yo, una adolescente entonces, encontramos tema de conversación gracias a nuestra común afición a la cocina. Cuando iba a verla, me preguntaba qué recetas nuevas estaba probando y me hablaba de las suyas. Mi primer recetario fue escrito en pliegos de papel amarillento que ella guardaba en un cajón. Eran recetas de postguerra que a mí me parecían exóticas: emparedados de patata, papas en adobillo, berzas, potaje de semillas, callos con garbanzos, croquetas de huevo duro y perejil, gachas, galletas de nata de hervir la leche, buñuelos de coliflor, gazpachuelo... El universo culinario de mi abuela estaba lleno de féculas y frituras, de horas de trabajo y de ingenio.

En el mismo espacio radiofónico en que intervino la madre joven en paro, un contertulio proclamó, con voz llena de suficiencia, que la crisis tenía también sus cosas buenas. Me acordé de una viñeta de Mafalda: “No hay mejor cosa que terminar de acostumbrarse a que todo anda mal para empezar a ser feliz”. Si hay algo de bueno en esta crisis, en cualquier crisis, es la posibilidad de sobrevivirla y aprender algo; porque así somos los humanos. Aprendemos con dolor. Tal vez en este caso, aprender tenga un sentido platónico: recordar cosas que ya sabíamos, porque las aprendimos en otra vida, cuando no existían las tiendas de todo a cien y un envase vacío de margarina era un objeto valioso.

Igual que la joven madre, yo también he vuelto los ojos al recetario de mi abuela, del que hoy quiero rescatar un plato emblemático de la cocina malagueña: el gazpachuelo. Existe un refrán local que dice: “gazpachuelo, comida de duelo”, porque esta sopa sencilla, que se puede hacer con un huevo, un poco de aceite, agua y sal, era un recurso socorrido cuando el vecindario pasaba a velar a un finado que se había ido con la despensa medio vacía.

Mi abuela Mami, que era la madre de mi padre, le enseñó a mi madre su receta del gazpachuelo, y mi madre sigue haciéndolo tal cual. Yo he introducido algunas variantes para convertir lo que en mi casa era un primer plato en plato único. Pero advierto de antemano que en cada casa malagueña el gazpachuelo se adapta a las preferencias o posibilidades familiares. Lo que más me gusta de la fórmula de mi abuela es que reutiliza el agua de hervir coliflor (y el troncho) para dar sabor al caldo. Cuando preparo coliflor, jamás tiro esas cosas.

Ingredientes (para 6 personas):

½ litro de agua de haber hervido coliflor, y el troncho y unas flores de la misma
¼ de kilo de almejas
½ litro de agua de haber hervido cabezas y espinas de algún pescado blanco.
Un par de patatas.
Una taza de arroz.
dos huevos.
1 vaso de aceite de oliva
Limón
Sal

Preparación:

Colamos el agua de la coliflor y dejamos aparte el troncho y las flores. Colamos el agua del pescado y volcamos todo el líquido junto en una olla para cocer las papas peladas y cortadas en cascos. Cocemos el arroz en otra olla, y cuando esté a punto, lo colamos, refrescamos y reservamos. Aparte, lavamos las almejas y las abrimos en un cacillo con un vaso y medio de agua, poniéndolas al fuego con el agua fría y retirándolas en cuanto se abran. Colamos el caldo de las almejas y lo añadimos a la olla. Probamos de sal y rectificamos. Luego limpiamos las almejas y añadimos los bichos a la sopa. Separamos la clara y la yema de uno de los huevos. La clara la ponemos a cocer en un cacillo con agua, a fuego no muy fuerte (o se deshará en hilachos), hasta que esté bien cuajada. Luego la troceamos y la añadimos a la sopa. La yema restante y el otro huevo los empleamos para hacer una mayonesa fuertecita de limón. Una vez hecha la mayonesa, añadimos el troncho de la coliflor al vaso de la batidora y lo trituramos con ella. Las flores que hemos guardado las ponemos en la sopa.

A la mayonesa hay que añadirle un poco del caldo de la sopa para aclararla antes de verterla en la olla. Esta operación es delicada, porque si el caldo está demasiado caliente, el gazpachuelo se cortará. Yo prefiero hacerlo con la sopa templada, y calentarla una vez añadida la mayonesa sin dejar de remover en ningún momento para que no se corte.

Por supuesto, si tiene usted a mano unas gambitas, no dude en echárselo al gazpachuelo. O una rodaja de merluza limpia de espinas, o un puñado de guisantes, alcachofas o espárragos. Y si no tiene nada de eso, o incluso le faltan algunos de los ingredientes que menciono, hágalo con lo que tenga a mano. He visto versiones del gazpachuelo que solo llevan una rebanada de pan duro, tortillitas de pan duro y huevo y el aceite de freírlas para hacer la mayonesa.

lunes, 3 de octubre de 2011

El almuerzo de los grumetes


Encontré esta fotografía en un mercadillo callejero de Catania. Estaba amontonada junto con otras imágenes antiguas de la ciudad y del puerto, enmarcada en un paspartú tan sucio y manoseado como si los grumetes de la imagen se hubieran limpiado los dedos en él después de comer. Una anotación a lápiz bajo la imagen rezaba: 'Pequeños marineros almorzando en un barco. Finales del siglo XIX'. Comen un guiso de pescado bastante rudimentario, a juzgar por los pescaditos (¿Alici, como llaman los italianos a los boquerones?) que se distinguen en la escudilla del muchacho de la izquierda de la imagen.


Mi visita a Catania fue una escala en un largo viaje que hice en 2007, en el que recorrí Italia de norte a sur, y luego Sicilia y Túnez, investigando sobre el origen de la pasta. De eso hablaré en otra entrada. Esta ciudad, hermosísima, decadente en su arquitectura, caótica y llena de vida callejera, me dejó dos recuerdos maravillosos: el mercado de La Pescheria y las mil formas de preparar el pescado, que van desde un simple aliño en crudo con limón (jugo y ralladura), pimienta y aceite de oliva para los boquerones o las gambas, hasta la fritura, el asado y guisos como sopas, risotti y platos de pasta. No es de extrañar semejante riqueza si se tiene en cuenta que en La Pescheria se pueden encontrar casi todas las especies pesqueras del Mediterráneo, empezando por el pez espada, cuya cabeza decapitada se expone en las mesas con el pincho hacia arriba, como un mástil elevado al cielo para llamar la atención de los compradores mientras que la sangre del animal resbala por la madera de las gruesas tablas de despiece y cae al suelo formando riachuelos sanguinolentos. La Pescheria recuerda a los zocos árabes y al propio pasado árabe de Sicilia, salvo en la predilección por el pescado, en la que los sicilianos superan ampliamente a los árabes y, me atrevería a decir, a casi cualquier otro pueblo del Mediterráneo. 


Allí volví a ver, después de muchos años, los chanquetes que tanto añoramos en Málaga. La especie, Aphia minuta, está protegida aquí y ni siquiera en los chiringuitos que se saltan la prohibición los inmaduros que se sirven en fritura tienen nada que ver con aquellos pececillos de tono rosado que, después de muertos, seguían mirándonos desde el plato. Mi hermana Cristina sufría a causa de aquella mirada acusadora y se negaba a comerse los ojos. Mi madre tomaba del plato un primer puñado de pescaditos con los dedos y se lo metía en la boca por toda respuesta. Una forma eficaz de vencer sus reticencias. Luego seguía ella sola. 


En mi casa los chanquetes se tomaban solos o acompañados de una pipirrana. En muchas casas se comían con huevos fritos. El momento de la compra, desde que tengo memoria, era siempre un tanto angustioso. El pescador que llevaba chanquetes merodeaba por los alrededores del mercado arrastrando su botín en cubos de plástico. Cuando hacía presa en un comprador, de alguna parte se sacaba una rudimentaria báscula y un colador con el que iba sacando el pescado del agua del cubo. La compra podía verse interrumpida por la aparición de la policía, de la que el vendedor era avisado con un silbido cómplice desde alguna esquina. Para cuando los agentes llegaban, el hombre se había esfumado con su cubo, su colador y su báscula.


No me convertí en gran amante del pescado hasta que me fui a estudiar a Madrid. Supongo que la nostalgia del hogar, y la primera tapa de pescado frito, frío, renegrido y tieso, que me pusieron en un bar, me hizo apreciar el arte de freír el pescado en Málaga, y la añoranza del olor del mar, que buscaba en vano en cualquier corriente de brisa que se levantara en la calle, hizo el resto. Ahora soy una amante de todo tipo de pescado, y cuanto más sabor a mar y más espinas tenga, tanto mejor.


Mi sobrino Manu desarrolló la vocación de pescador ya desde sus primeras manifestaciones como persona. En su tercer cumpleaños pidió como regalo una pezcaña, que, a su entender, era como debían llamarse las cañas de pesca. Nadie de la familia tenía mucha idea de cómo pescar, pero su afición era y sigue siendo tan fuerte, que se ha convertido en un notable pescador autodidacta. Lo curioso es que no le gusta mucho comer pescado, pero sí capturarlo y limpiarlo. Manu acaba de cumplir 12 años. Este verano, en cuanto le dieron las vacaciones, me pidió que lo llevara al Mercado de Atarazanas. Se paraba en cualquier puesto donde hubiera especies como meros, rascacios o rubios, ante los que mostraba tal entusiasmo que yo, en mi papel de tita malcriadora, no pude evitar terminar con varios kilos de pescado de roca acorazado de pinchos y escamas que Manu no permitió que los pescaderos tocaran más que para meterlos en la bolsa. Al llegar a casa se puso manos a la obra en la faena de limpiar todo aquello, pero en seguida prefirió examinar vísceras malolientes en busca de pececillos y crustáceos a medio digerir que seguir limpiando, así que la tita, poco dispuesta a rascar escamas y pincharse con púas venenosas hasta altas horas de la tarde, optó por echar todo el pescado en una olla y preparar un plato que en Málaga que conoce como fideos a la parte y que, por desgracia, es muy raro encontrar en los restaurantes.


La receta de los fideos a la parte me la dio Paco Carrasco, dueño del bar El Marisquero, lugar de tapeo obligatorio para cualquiera que se acerque al Mercado Central (está justo detrás de la puerta norte). Criado en el barrio de pescadores de El Palo, es hijo y nieto de marengos, y me explicó que el plato era una comida de a bordo en los barcos pesqueros que hacían la ruta entre Levante y el Estrecho de Gibraltar. Sus primos pueden ser el arròs a banda de Valencia o el caldero murciano. Sólo se necesita un caldo de pescado muy sustancioso y un buen ali-oli casero para tocar el cielo con esta receta, como supongo que harían los grumetes a bordo de estos barcos.


Ingredientes:


500 gramos de fideos gruesos
Caldo de pescado de roca
2 ñoras
1 cabeza de ajos
2 tomates maduros
Aceite de oliva virgen extra
Sal


Ali-oli (aceite de oliva y ajo batidos, con o sin huevo, hasta conseguir una emulsión espesa)


Como hemos dicho, la base de este plato es un buen caldo de pescado de roca, que se hace simplemente cociendo durante un rato cabezas, espinas o pescados enteros en una buena cantidad de agua. Yo prefiero no ponerle sal, para que el sabor se pueda concentrar cuanto se quiera sin que el caldo quede salado.


En una paella se pone una cantidad razonable (media taza para 6 personas) de aceite de oliva y se añade el ajo pelado y picado. Se deja que se dore un poco y se añaden los tomates troceados o triturados. Se sofríe durante cinco minutos y se añaden los fideos. Los dejamos que se tuesten y se impregnen del sabor del aceite durante unos minutos y los bañamos con algo más del doble de su volumen de caldo de pescado ya colado. Una parte del caldo la habremos reservado para remojar las ñoras y triturarlas antes de añadirlas al guiso. Dejamos al fuego unos diez minutos, hasta que el caldo se seque. Servimos acompañando el plato con ali-oli. El pescado, previamente limpio de espinas, se puede presentar aparte, pero yo prefiero usarlo para hacer croquetas o algún relleno.