martes, 18 de octubre de 2011
Jugando a las cocinitas
En mi niñez, el movimiento Scout estaba en pleno auge. Era casi inevitable que terminaras apuntada en algún grupo, con la consecuencia de tener que asistir a acampadas, cosa que otros niños disfrutaban, pero yo, que odiaba la tortilla de patatas y los filetes empanados fríos, que era incapaz de hacer mis necesidades en el campo y que, entre la nostalgia de mis padres, la incomodidad de dormir en el suelo y los terrores nocturnos, no pegaba ojo en la tienda de campaña, iba más por presión social que por convicción. Creo que mi madre se alegró de que un buen día me diera de baja. A ella le gustaba saber que todos sus polluelos estaban en el nido. Aun hoy, cuando por alguna circunstancia duermo en su casa, la sorprendo entrando a hurtadillas en la habitación para contemplar el bulto que hago en la cama.
Yo tardé mucho en apreciar la independencia y el lado salvaje de la vida. El calor del hogar tenía tal poder de succión que las mejores navidades que recuerdo fueron las que pasé con mis hermanos confinada en la casa por culpa de una epidemia de piojos. Aún evoco con placer el olor del champú y las lociones antiparasitarias, que competían con el del abeto navideño bajo el que pasábamos horas y horas entregados a la lectura. Aquel mes de diciembre había tomado en préstamo de la biblioteca del colegio La vuelta al mundo en ochenta días. Era un volumen encuadernado en tela roja, con tapas duras raídas por el uso y hojas gruesas y amarillentas. Me gustaba viajar de la mano de aquel lord inglés, tan amante de la rutina hogareña y tan poco aficionado a los imprevistos como yo.
En las casas también se podían correr aventuras. En la mía no tanto, porque era un piso moderno con pocas sorpresas. Pero en la de mi abuela y en la de mis tías Adita y Arora había cuartitos para trastos y altillos en los que los niños cabíamos agachados y donde podíamos escondernos o recuperar algún tesoro en desuso para nuestros juegos.
En el cuarto de los trastos de la casa de mi tía Adita encontramos un día un montón de tiendas de campaña. Los primos mayores decidieron sacarlas y montarlas en el patio. Aquel día jugamos a los campamentos. Ellos eran los jefes scout y los pequeños éramos su tropa. En total podíamos sumar 15 primos, porque la tasa de natalidad de mi familia materna es muy alta. Yo debía de tener unos seis años, y los mayores no más de 13 o 14. Aquel campamento sí fue satisfactorio. Jugamos a dormir, a explorar, y cuando los mayores consideraron que había llegado la hora de comer, entraron a hurtadillas en la cocina, donde mi tía acababa de poner un puchero, y robaron un poco de agua de la sopa cruda y unas pastillas de avecrem para darle sustancia. A los pequeños, el agua caliente con pedacitos de avecrem que iba pasando de mano en mano en un jarrillo de lata nos supo a gloria, y pedimos repetir, pero no hubo forma, porque mi tía, alertada por nuestro silencio, redobló la vigilancia en la cocina.
Pero aquel día tuve una revelación: hacer de comer era el más divertido de los juegos. Creo que a partir de entonces empezó mi obsesión por la cocina. Empecé a ayudar a mi madre, que me miraba con desconfianza temiendo, con toda la razón, que yo aportase algún toque creativo a sus platos. Creo que por ese motivo los Reyes Magos trajeron un año aquella cocinita carísima que anunciaban en la tele. En el anuncio se veía cómo se cocía un huevo en un cacillo transparente. La gran decepción fue que el agua no bullía porque estuviese hirviendo, sino con ayuda de una bomba de mano que había que accionar para hacer burbujas. Y el huevo era de plástico. Un timo. La cocinita quedó olvidada en el fondo de algún armario, y mi madre tuvo que seguir soportándome a su lado en la cocina de verdad, quitando las especias de mi alcance para evitar que el pollo al ajillo terminara saturado de canela o que la masa de croquetas adquiriera un innecesario aroma de clavo de olor.
Sí se nos permitía, en ocasiones especiales, jugar a 'la hora del té'. Mi hermana María y mi prima Milita, de tres o cuatro años entonces, eran los conejillos de indias; yo, la cocinera, y mi hermana Cristina, la camarera. Mi prima Mili recuerda aún con gusto aquellas meriendas en las que las sentábamos a una mesita baja y les poníamos por delante todo tipo de mejunjes, que ellas se tragaban gracias al sabor dulce.
Como en esta vida donde las dan las toman, en la primera clase del taller de cocina que hice para mi sobrino Manu lo sorprendí dos o tres veces añadiéndole a mis espaldas ingredientes extra al pastel de pescado que estábamos haciendo. Lo curioso es que lo mejoró.
He encontrado con frecuencia a personas que no han aprendido a guisar porque sus madres eran unas cocineras tan excelentísimas y celosas que no permitían que nadie metiera las narices en su cocina. Esa experiencia y el sufrir en mis propias carnes la necesidad de mis sobrinos de poner su granito de creatividad en mis recetas, me ha hecho apreciar la paciencia y la generosidad de mi madre, que no sólo me enseñó todo lo que sé, sino que me dejó desarrollar mi propia personalidad y en alguna ocasión hasta llegó a admitir que mi osadía había mejorado algún plato, aunque ni yo misma supiera en cuál de los puntos en que había desoído sus consejos estaba el acierto...
En homenaje a ella, que ahora anda pachuchilla con una pierna tiesa y tiene que dejar que los demás se lo hagamos todo a nuestra manera, daré una receta suya que nunca he logrado mejorar; la sopa de cebolla. A mi padre le encanta, y solía pedirla en cualquier restaurante italiano que pisáramos, para terminar, invariablemente, diciendo las mismas palabras: “como la de vuestra madre, ninguna”.
Sopa de cebolla de mi madre
Ingredientes (6 personas)
2 litros de caldo de puchero o de ave, casero
4 cebollas grandes
Aceite de oliva
Pan
Queso emmental rallado
La cebolla se corta en tiras finas y se pone a freír en una sartén con aceite de oliva a fuego medio-bajo hasta que se ponga completamente marrón y algo tostadita (sin llegar a quemarse). Luego se añade al caldo, que tendremos a punto en una olla, y se deja hervir el conjunto unos 10 minutos, para que la cebolla oscurezca el caldo. Se corta el pan en rebanadas finísimas y se tuesta en el horno a unos 180º, hasta que quede crujiente y dorado. Se saca el pan del horno y se conecta el gratinador, a unos 225º. Se pone la sopa en cazuelitas individuales resistentes al calor. Mi madre utiliza unas de barro con poco fondo y abiertas; de esta forma, la superficie gratinada es mayor. Se colocan unas rebanadas de pan sobre la sopa y se cubren generosamente de queso emmental rallado. En cuanto se dore el queso, se sirve la sopa. Es un reconstituyente impagable para los fríos días de invierno, y también cura cualquier mal del espíritu y deja sensación de que la vida es sencilla y hermosa.
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Para hermoso el post!
ResponderEliminarAhora mismo, como postre, me pegaba yo una merendola made in Espe y Cristi sentada delante de la mesita y juego de café de las mariquitas con la prima Mili!
Enhorabuena!!
Me encanta el blog!
Gracias, hermanita... Merendamos cuando quieras!!!
ResponderEliminarSigo diciendo y me repito, que leer algo así eleva el espíritu.
ResponderEliminarme imagino viviendo la misma situación que tú, y añoro que en mi infancia hubiera habido momentos parecidos a éste, para después recordarlos como tú lo haces ahora.
Muchos años de mi vida los he pasado fuera de la familia, y en pocas ocasiones he podido participar en reuniones así. Pero las que hubo, fueron para no olvidar. Así es que me quedo con eso, y disfruto leyéndote una y mil veces.
Te felicito por haber creado este blog y darnos la oportunidad de estar junto a tí con tus recuerdos, y formar parte de ellos también reviviéndolos y sintiéndolos.
"Ná más"
Mi Santa Madre era de esas cocineras celosas... por eso empecé a adorar la cocina a través de los postres, porque ella era la que hacía la parte "seria", y las "tonterías" del final me las dejaba a mí :-). Un saludo montrealés, Espe.
ResponderEliminarMari Ángeles, lo mejor de ti es que, sean cuales sean las experiencias que te haya tocado vivir, estás logrando que la gente que tienes alrededor pueda vivir y recordar de ti cosas buenas, positivas, creativas... Eso es mucho!
ResponderEliminarArantza, no sabes qué honor es para mí que la bloguera que me ha tenido enganchada día tras día durante años, a la que le debo tantos buenos ratos y tantos triunfos culinarios, se asome por aquí. Seguro que tus postres no desmerecían la mejor cocina vasca de tu madre. Un abrazo transoceánico para ti...
A mí mi madre no me dejaba entrar en la cocina pero por otros motivos "¿Un chico cocinillas?¡Ay, no!" Para su escarmiento a los dos varones de la casa nos encanta cocinar y somos, de hecho, los que lo hacemos a diario en nuestras casas (nada de cocina de fin de semana que es de lo que suelen presumir la mayoría de los hombres) mientras que mi hermana es de las que cocinan por obligación y sin encontrar ninguna satisfacción en ello. Es lo que hay ;-)
ResponderEliminarQué envidia (sana) rezuma tu familiar relato, con ese amor no dudo que todo os salga bueno(madre, hija,sobrinos, tia hermana, prima,,) y no es que yo reniegue de los potages de mi madre.
ResponderEliminarGracias
Vicente, si de algo no hay que renegar es de los potajes maternos, siempre, claro está, que estuvieran buenos. Y gracias a ti por visitarme. Te espero en el taller, hablamos para ver las fechas...
ResponderEliminarJosemari, es que tú eres un rebelde de todas todas. Y sé que eres buen cocinero, pero no he tenido la suerte de probar nada hecho por ti. A ver si nos dejamos caer ya...
ResponderEliminarMe encantó tu Blog, la historia de tu hermana Alicia, me hizo recordar de cuando era niña, no me gustaban ciertas verduras, ni los fideos, los escondía y echaba por el wc para no dejar huellas del delito, también estoy preparando mi historia de cómo empecé en la cocina, tengo algo avanzado y leyendo tus escritos estoy más que animada hacerlo, te felicito por tu Blog, por compartir tus historias, leerlas nos hacen sentirlas, vivirlas y recordar...me encantóoooooo, saludos , cuando puedas visita el blog que escribo con una amiga, www.cocinafabulosa.blogspot.com
ResponderEliminarsoy Chochi
Qué me entretienes y me haces reír...Me he retrotraído a octubre para leer esta entrada (pretendo poco a poco leerlas todas). Lo primero, espero que tu madre ya no tenga la pierna tiesa y pueda deleitaros de vez en cuando con su cocina.
ResponderEliminarJajajajaja qué risa lo de los scouts. Leyendo el primer párrafo he pensado que eras una auténtica chica de ciudad que no le gustaba pisar el campo ni a tiros, pero ya he sabido la razón cuando he seguido leyendo. La falda de mamá puede mucho mucho. Yo de pequeña no podía disfrutar mucho de mi madre porque trabajaba en una fábrica o echando jornales en los invernaderos almerienses. Pero el tiempo que tenía con ella intentaba aprovecharlo bien. Mi madre es una excelente cocinera, aunque no con un repertorio muy amplio de recetas, y de dulces no tiene ni idea, todo lo que cocina le sale buenísimo. La única pega que le he puesto siempre es cuando se le pasa el arroz o la pasta...como casi todas las madres, no le hacía mucha gracia que me inmiscuyera en sus platos para darles un toque nuevo, pero al igual que la tuya, si me lo permitía muchas veces. Ahora ella me pide consejos de cómo hacer el pollo de una manera diferente, hace bizcochos de los míos e incluso esta semana le llevé hinojos y le dije cómo hacer un potaje con ellos. Para mí es muy gratificante. Aunque lo te tengo clarísimo es que nunca, nunca, me saldrá un puchero, unas croquetas, un estofado y muchas recetas más como las hace ella.
Creo recordar que yo también tuve una cocinita de juguete. Vaya timo, Esperanza, ¡verdad? Jajajaj con lo que nos gusta un fuego y un horno...
Nunca he probado una sopa de cebolla, con lo fácil que es y lo rica que debe estar. Emmental, me falta el queso emmental en casa. Pedro seguro que se chupa los dedos...
Muchas gracias y besos!