viernes, 16 de marzo de 2012

Miguel y las migas

Sí, chicas, éste es Miguel



Miguel es mi único hermano. Creció rodeado de niñas y es un gran experto en psicología femenina. Siempre envidié a sus novias por no tener que explicarle lo que es un síndrome premenstrual u otras delicadas sutilezas que los varones criados a base de fútbol y concursos de eructos jamás entenderán. Aunque gozó de ciertos privilegios como disponer de un cuarto para él solo mientras que las cuatro niñas nos apilábamos en una habitación con literas plegables, hizo todo lo posible por integrarse en el universo femenino, y a día de hoy es un cotizado soltero capaz de tener su casa como un zarcillo, coser cortinas y preparar platos con fundamento.

En cuestión de comidas practica lo casero, pero con el inevitable arrebato de creatividad que les entra a los hombres en cuanto se atan el delantal. Su primera receta, irreproducible por desgracia, fueron unos 'Spaghetti fondo de nevera' en los que puso un poco de todo lo que había en el frigorífico y en la despensa; desde mejillones hasta caramelo líquido. Yo, en mi postura de hermana mayor adolescente cargada de suficiencia, juré que no los probaría ni por todo el oro del mundo, aunque metí el tenedor en su plato cuando no miraba y confieso que he comido cosas peores.

Otra característica de mi hermano Miguel es la vehemencia. Cuando le da por algo, pone toda su pasión en ello. En la etapa en que descubrió la música pasaba día y noche monopolizando el equipo de alta fidelidad para grabar casettes y casettes de los programas de Radio 3. A la hora del almuerzo daban uno de sus espacios favoritos, de modo que nos hacía pasarnos la fuente del pollo y sorber la sopa en silencio monacal para no perder puntada. Si algún día, por casualidad, mi padre no escuchaba la voz de Ramón Trecet al sentarse a la mesa, preguntaba: "Miguel, ¿Hoy no viene Ramón a comer?"

A mi hermano le gustaban mucho las migas. Mi madre nunca las ha hecho en casa, pero él, en su etapa de defensor a ultranza de la cocina rural, decidió que había que incorporar tan simple y sustancioso plato a nuestra dieta. Como mi madre no es amiga de experimentos en su cocina, aprovechó un fin de semana que ella no estaba para el ataque. Compró el pan cateto más grande y de miga más apretada que encontró. Ninguno teníamos mucha idea de cómo hacer migas. Alguien debió de explicarle que había que desmigar y humedecer el pan, pero él, después de pelearse media hora con el cuchillo de sierra y aquella pieza rocosa, cortó por lo sano. Buscó la olla más grande de la casa, la llenó de agua, sumergió el pan y decidió dejarlo ahí una noche entera para reblandecerlo.

Otra característica de Miguel es el despiste en grado extremo. Cuando estaba enfrascado en la tarea de pasar por la sartén los ajos, el chorizo y los torreznos, lo llamó desesperada Trini, amiga de la familia, que llevaba dos horas esperándolo en la calle con unos muebles que mi hermano se había comprometido a trasladar en el R-12 familiar. Las niñas vagueábamos por la casa aprovechando la ausencia materna. Nos dio unas cuantas instrucciones y nos mandó a la cocina a terminar lo que él había empezado. “Vuelvo en una hora”, dijo.

A Miguel no se le había ocurrido sacar el pan del remojo. O tal vez, a esas alturas, sería mejor decir desincrustar la olla del pan, que había crecido hasta alcanzar el tamaño de un oso, y pesaba tanto que hizo falta la fuerza de tres robustas nadadoras (Cristi, María y yo) para volcar aquella esponja gigantesca en un escurridor. A pesar de nuestro empeño, el pan no terminaba nunca de soltar agua, y cuando conseguimos volcarlo en la sartén, la masa tomó el aspecto de unas gachas. Serían las 12 del mediodía cuando empezó la operación de secado del pan en la sartén. Establecimos turnos para remover con la paleta mientras maldecíamos a nuestro único hermano. Hacia las cuatro y cuarto de la tarde, el pan había vuelto a tomar un aspecto parecido al del pan, los brazos nos temblaban y el cuerpo nos dolía. Empezamos a poner la mesa y a calentar el aceite para freír unos huevos. Miguel no llegaba, y las migas empezaban a tener un aspecto acristalado. Pasó otra media hora antes de que apareciera nuestro hermano. El transporte de los muebles había sido casi tan infernal como nuestro involuntario homenaje a la cocina rural. Se les había roto el coche y, para colmo, uno de los amigos que le ayudaron en el transporte  había cerrado la puerta del maletero del R-12 familiar en la cabeza de Trini, y poco faltó para que la desnucara.

Recalentamos las migas, que estaban duras como perdigones, y comimos. A mi hermano Miguel y a sus amigos les supieron a gloria. María, Cristi y yo nos embadurnamos los brazos y los hombros de linimento y, antes de echarnos la siesta, cogimos a nuestro hermano por el pescuezo y lo amenazamos seriamente: “La próxima vez que quieras que comamos migas, nos invitas en la Venta de Alfarnate”.

A pesar de todos los sufrimentos mutuos que nos hemos causado en la infancia y en la adolescencia, mi hermano es una de las personas que más quiero y uno de los hombres más interesantes que he conocido (conste que no son pocos). Como muestra, dejo el enlace de su blog de música, advirtiendo de antemano que sabe hacer muchas más cosas, y todas bien.

Después de esta perorata, entenderán que no les dé una receta de migas, plato que nunca me he propuesto llegar a dominar. Como Miguel es un goloso incorregible, le dedico una receta de pastel de chocolate fácil, que espero sea capaz de seguir al pie de la letra, al menos la primera vez que lo haga.

Pastel de chocolate fácil para Miguel

Ingredientes:

200 gr. de chocolate negro (70% de cacao)
200 gr. de mantequilla
5 huevos
1 cucharada de harina
1 vaso de azúcar
½ copita de Cointreau

Mientras preparamos los ingredientes, vamos calentando el horno a 190º
Troceamos el chocolate en un bol de cristal y lo fundimos en el microondas junto con la mantequilla, a potencia media. Yo suelo programar un minuto, remuevo y vuelvo a meterlo si es necesario. Es importante que no se queme. Integramos el conjunto y añadimos el azúcar. Removemos bien para enfriar y vamos añadiendo los huevos uno a uno, removiendo cada vez para que se incorporen. Añadimos la harina, ponemos media copita de Cointreau (se puede sustituir por cualquier otro licor) y, cuando la mezcla esté lisa y sin grumos, la ponemos en un molde engrasado y horneamos durante 20-25 minutos. Al sacar el pastel del horno, la parte central debe estar un poco temblorosa. Retiramos el pastel del horno, enfriamos en la nevera y lo servimos. Un buen contraste para este pastel son los cítricos y las frutas rojas, bien en sorbete, al natural o en coulis. A mí me gusta con fresas maceradas: cogemos fresas maduras, les ponemos un poco de azúcar y un chorrito de limón y las machacamos sin mucho cuidado con un tenedor. Las dejamos macerar un rato en la nevera.

jueves, 1 de marzo de 2012

La comida de Tarzán



He hablado alguna vez de mi debilidad por el puré de patatas, que abarca desde las más excelsas creaciones de la alta cocina hasta el bodrio precocinado más infecto que le puedan servir a uno en un campamento de verano. Sea cual sea su catadura, aspecto o sabor, creo que nunca lo he dejado en el plato, y cuando estoy triste y sin ganas de vivir, esa masa blanquecina es capaz por sí sola de devolverme algunas razones.
 
La culpa la tiene Tarzán.


Años setenta. Los sábados, después de la comida, daban Primera Sesión. A menudo veíamos la película en casa de mi tía Arora, un montón de primos tirados por las camas y el suelo del cuarto de los niños. Las de vaqueros también nos gustaban (entonces en los western los indios no pintaban nada. Eran unos señores que hablaban como si fuesen idiotas, tiraban flechas y se caían del caballo por decenas). Pero si el león de la Metro se asomaba a la pantalla, la excitación corría por la sala en forma de apretones y pellizcos a la pierna del primo de al lado, en la esperanza de que dieran una de Tarzán.
 
Johnny Weissmuller y Maureen O’Sullivan fueron los primeros nombres de estrellas de cine que nos aprendimos. Antes de decidir si nos quedábamos a ver la película o salíamos a trotar por el monte, comprobábamos que ellos fueran los protagonistas. Mirábamos la peli embobados y pasábamos el resto de la tarde recolgados de árboles, farolas, puertas o percheros, imitando el grito selvático y discutiendo acaloradamente para evitar asumir en el juego el papel de explorador inglés perdido en la selva. A la hora de cenar, con tanta boca infantil que alimentar, nuestras madres solían recurrir al puré de patatas de sobre acompañado de una tortilla liada y algunas croquetas. Ante su asombro, toda la reata de niños procedía a aplastar la tortilla y las croquetas con el tenedor y revolverlas con el puré de patatas. Cuando el primer pescozón caía sobre el primo sentado más próximo a la vigilancia de las madres, nos tocaba explicar que estábamos preparando la comida de Tarzán, cosa que no disuadía a mi madre y a mi tía Arora de seguir repartiendo cocotazos y poniendo el grito en el cielo.

 
Las madres no se enteran de nada. Como no se fijan en las películas… Tal vez algún lector poco avezado quiera recordar a Tarzán-Johnny Weissmuller zampándose a mordiscos un muslo de cebra (proceder que también hubiera parecido intolerable a nuestras intolerantes madres). Pero no es así. Como mucho, podemos recordarlo de liana en liana con una gacela sobre los hombros, presuntamente la cena de esa noche, pero en casa le esperaba Jane, que era una señorita capaz de mantener una manicura impecable en plena selva y de convertir una cabaña construida en un árbol en un prodigio del diseño de interiores de la época. A saber el tiempo que le llevó tallar toda una cubertería de madera y modelar una vajilla de barro, pero en las escenas de comida siempre se veía una fuente de fruta tropical y, en los platos, una especie de papilla que el blanco y negro hacía parecer blanca. Aquel gesto que mi madre y mi tía no lograban entender era sólo un intento de que nuestra comida tuviera un aspecto parecido a la comida de Tarzán.

 
Lo cierto es que un día dejó de gustarme aplastar y mezclar toda la comida; no sé si por los coscorrones o porque, inevitablemente, llega un momento en que dejamos de ser niños.

 
Pero nunca he logrado superar mi debilidad por el puré de patatas, y aquí les dejo esta receta, que hago a menudo para acompañar carnes al horno y disfrutar como una enana.

 
Pastel de patatas, setas y maíz

 
Ingredientes:

 
Puré de patatas:

 
1 kilo de patatas (mejor una variedad que tenga mucho almidón)
½ vasito de aceite de oliva virgen extra
Una pizca de nuez moscada
Sal
Pimienta negra molida

 
Salteado de setas:

 
1 Kilo de setas variadas.
½ cebolla
Un chorrito de vino blanco
Romero y tomillo secos
Sal
Aceite de oliva

 
Puré de maíz:

 
1 lata mediana de maíz dulce en grano
1 brick de nata de 200 ml.
½ vasito de leche
½ cucharadita de azúcar
Una pizca de sal
Pimienta
1 huevo

 
Pelamos las patatas y las ponemos a cocer cubiertas de agua con un poco de sal. Cuando estén tiernas, retiramos el exceso de agua y aplastamos las patatas sin trabajarlas demasiado, para que no se pongan correosas. Yo tengo un aplastador de patatas, impagable invento británico. Aquí los venden en Ikea. Añadimos el aceite, la nuez moscada y la pimienta, integramos bien y cubrimos con el puré el fondo de una fuente de horno previamente engrasada. Para el salteado de setas, limpiamos y picamos las setas, calentamos aceite en una sartén, picamos la cebolla menudita y la rehogamos hasta que esté blanda. Añadimos las setas con el fuego un poco vivo para que no se cuezan en el líquido. Salteamos durante unos minutos, agregamos la  sal y las hierbas, subimos el fuego y añadimos un chorrito de vino blanco. Dejamos evaporar el alcohol del vino y retiramos del fuego. Ponemos nuestro salteado de setas en una capa sobre el puré de patatas. Terminamos con el puré de maíz: abrimos la lata, escurrimos el líquido, ponemos un cacillo al fuego con la nata y la leche y añadimos el maíz. Dejamos cocer a fuego lento unos cinco minutos. Salamos ligeramente y ponemos media cucharadita de azúcar (mejor morena, queda más bueno). Sacamos del fuego, dejamos templar un poco y batimos con el huevo. Vertemos el puré de maíz cubriendo las setas y gratinamos hasta que la capa de maíz adquiera un bonito color dorado.