miércoles, 18 de abril de 2012

La mejor tarta de manzana del mundo


Mi padre ama las cosas pequeñas. Las flores silvestres, los diez minutos de siesta que descabeza en su sillón orejero, los razonamientos de los niños, leer, cuidar sus plantas, dar paseos por el campo, coger espárragos. Es un ser pacífico, paciente y bondadoso, al que sólo mi hermana Alicia, poniendo todo su empeño, logró sacar de sus casillas alguna vez.
 
No puedo afirmar con total sinceridad que el reparto de tareas en mi casa familiar haya sido equitativo: de ser así, nunca habría escuchado de mi madre esa frase que tanto me gusta: “si me reencarno alguna vez, que sea en hombre”, pero sí que, para su generación, mi padre ha sido un varón avanzado, al que recuerdo haciendo encomiables esfuerzos para peinarme algún lunes de colegio, escuchando mis penas de amor o mis reflexiones sobre la Vida, el Universo y Todo lo Demás o preparando estupendas tortillas de patatas para el picnic playero cuando mi madre tenía turno de mañana en el hospital.
 
En la cocina de mi casa reina mi madre, pero mi padre es un pinche excelente, especializado en tareas aborrecibles para personas sin paciencia como yo. Por ejemplo, limpiar, pelar y trocear con exactitud milimétrica todo tipo de verduras: alcachofas, acelgas, judías verdes... Entre sus especialidades culinarias están la carne de membrillo, el pan de nueces con fruta confitada y pasas, excelsas mermeladas, entre las que merecería una medalla de oro internacional la de naranja amarga (cuya fórmula, encima, perfecciona cada año atendiendo a cuestiones tan refinadas como el grosor de la cáscara, el color o la textura) y, sobre todas las cosas, la tarta de manzana.
 
La tarta de manzana es un dulce que siempre enloqueció a mi padre. Durante mi infancia, los pastelitos industriales como donuts, panteras rosas y otras garguerías estaban absolutamente vetadas. Recuerdo haber invertido la moneda que me dejaba el Ratón Pérez bajo la almohada al caérseme un diente en comprar de tapadillo algunas de estas delicias prohibidas. A cambio, los sábados por la tarde, en invierno, pasábamos por alguna pastelería y cada cual escogía sus dulces favoritos. Mi padre siempre iba a por la tarta de manzana, pero, ¡Ay! Las tartas de manzana de la calle nunca eran perfectas. A veces fallaba el hojaldre, no lo bastante crujiente y dorado. Casi siempre se echaba en falta más crema pastelera, y a menudo, la manzana era demasiado escasa y quedaba seca.
 
Un día, mi padre decidió poner remedio al asunto tarta-de-manzana. En los supermercados, cada vez mejor abastecidos, empezaba a venderse el hojaldre congelado. Compró una de esas planchas de hojaldre, la extendió sobre una bandeja de horno, la cubrió de natillas y puso encima, perfectamente alineadas, finas lascas de manzana. 
Espolvoreó de azúcar su invento, lo horneó hasta conseguir el dorado ideal y lo cubrió de mermelada. Usted, querido lector, podrá pensar ¡Vaya descubrimiento! Pero en mi casa aquel día fue una verdadera fiesta, que a partir de entonces se repitió cada domingo por la tarde. La capacidad de atender a las cosas pequeñas hizo que mi padre, tarta a tarta, corrigiera pequeños defectos, mejorara fórmulas y lograra hacer la mejor tarta de manzana del mundo.
 
Tan convencidos estábamos de ello que, pese a que mi progenitor es una persona poco o nada competitiva, lo persuadimos de que presentara su tarta de manzana a un concurso de tartas que se celebraba en mi colegio con el propósito de conseguir fondos para alguna causa benéfica. Toda la familia asistió expectante al rito de la preparación. El hojaldre debía estar tostado, pero no quemado; inflado por los bordes pero liso en el centro. La crema pastelera, liviana pero no líquida. Las manzanas, tostadas por el borde de cada lasca y hermosamente dispuestas. El glaseado final, brillante, transparente y bien cuajado. Todo salió a pedir de boca, y la familia completa, padres y hermanos, nos subimos al coche con la justificada convicción de que aquella maravilla del mundo no tendría rival en el concurso.
 
El concurso se celebraba en el salón de actos; un espacio frío y mal iluminado, lo que favorecía aún más nuestras posibilidades, ya que mientras las tartas de chocolate o los bizcochos se tornaban mortecinos, nuestra dorada tarta de manzana parecía tener luz propia y atraía todas las miradas en la mesa de exposición. El premio era nuestro. 
 
Con lo que no contábamos fue con que la señora de la tarta-de-chocolate-vulgar-y-corriente fuera la esposa de un adinerado farmacéutico que se había rascado bien el bolsillo para la causa que las monjas de mi colegio proponían. Por eso no entendimos que nuestra tarta, que (podría jurarlo) provocó suspiros y ojos vueltos durante la cata de los miembros del jurado, quedara segunda, a sólo un punto de la tarta-de-chocolate-vulgar-y-corriente-de la señora del farmacéutico. Miré con odio a la madre superiora, que encima, justo antes de entregar el premio, se zampó un trozo extra de nuestra tarta. El momento de la justicia poética llegó cuando las tartas se pusieron a la venta por porciones: el público se agolpó delante de la nuestra, que se vendió en un santiamén, mucho antes que la ganadora del primer premio.
 
De vuelta a casa, los niños nos debatíamos entre la rabia y la sed de venganza. 
 
-¡Hazte farmacéutico, papá!
 
-¡El año que viene, que vote el público!
 
No hubo año que viene. No sé si el concurso no se volvió a convocar o si mi padre no se animó a participar. Con el tiempo, dejó de hacer su famosa tarta de manzana perfecta los domingos por la tarde. Hace un par de años se me ocurrió llevarle una en el día de su cumpleaños. Seguí su receta casi al pie de la letra, excepto en la crema pastelera (una no puede evitar poner su toque personal a todo). Le hizo una ilusión enorme verme entrar con la bandeja de horno a cuestas, y a mí también, porque en realidad, lo que hace que la tarta de manzana de mi padre sea la mejor del mundo es su inigualable sabor a infancia.

Tarta de manzana perfecta de mi padre
 
Ingredientes:
 
Un paquete de hojaldre congelado (odio hacer publicidad, pero la de la marca Eroski es la mejor)
4-5 manzanas Golden, grandes
¼ litro de leche
¼ litro de nata
3 yemas de huevo
5 cucharadas soperas de azúcar
3 cucharadas soperas de maicena
Extracto de vainilla
1 vaso de agua
Las peladuras y corazones de las manzanas
El zumo de ½ limón
1 cucharadita de maicena
2 cucharadas soperas de azúcar
1 huevo batido
Azúcar para espolvorear
 
Preparación:

Descongelar el hojaldre (bastan un par de horas fuera del congelador), enharinar una mesa de trabajo, extender la masa hasta dejara en 3-4 mm. de espesor. Forrar el fondo de una bandeja de horno con papel para hornear y extender la masa sobre ella. Hacer un borde con dos o tres tiras finas de masa que pegaremos pasando el dedo con un poco de agua sobre la superficie en que las queramos pegar. Pinchar cuidadosamente toda la masa, en especial el fondo de la bandeja, para que la tarta no se deforme al subir. En los bordes, bastan unos cuantos pinchazos cada 5 cm. de tira, sólo para que no suba demasiado.
 
Para la crema pastelera, poner a calentar la nata en un cacillo con la esencia de vainilla y, aparte, mezclar en frío la leche con la maicena, añadiendo luego las yemas y el azúcar. Cuando la nata arranque a hervir, añadir al cazo la leche mezclada, bajar el fuego y remover sin parar hasta que la crema espese y pierda el sabor a harina.
 
Lavar y pelar las manzanas, cortarlas en cuartos y reservar los corazones y las peladuras, que pondremos a hervir en un cacillo con agua, 2 cucharadas soperas de azúcar y el zumo de medio limón hasta que el líquido reduzca un poco y despida un agradable olor a manzana. Colar y volver a poner el agua en el cacillo. Añadir una cucharada de maicena desleída en un poquito de agua fría y dejar espesar levemente para glasear la tarta luego.
 
Cortar las manzanas peladas en cascos, y luego en finas lascas, y rociar con limón para que no se oxiden. Poner a calentar el horno a 190º. Cuando la crema pastelera se haya enfriado, verterla sobre la base de la tarta, y encima disponer las lascas de manzana ordenaditas, montándolas unas sobre otras. Barnizar los bordes de la tarta con huevo batido y espolvorear toda la superficie con azúcar para que al hornearse quede caramelizada. Meter la tarta al horno y dejarla de 35 a 40 minutos, hasta que se dore. Distribuir el glaseado de manzana y limón sobre las manzanas para abrillantar. Si son capaces, esperen a que la tarta se enfríe un poco antes de meterle mano. Si no, pueden acompañarla con una bola de helado de vainilla.

viernes, 16 de marzo de 2012

Miguel y las migas

Sí, chicas, éste es Miguel



Miguel es mi único hermano. Creció rodeado de niñas y es un gran experto en psicología femenina. Siempre envidié a sus novias por no tener que explicarle lo que es un síndrome premenstrual u otras delicadas sutilezas que los varones criados a base de fútbol y concursos de eructos jamás entenderán. Aunque gozó de ciertos privilegios como disponer de un cuarto para él solo mientras que las cuatro niñas nos apilábamos en una habitación con literas plegables, hizo todo lo posible por integrarse en el universo femenino, y a día de hoy es un cotizado soltero capaz de tener su casa como un zarcillo, coser cortinas y preparar platos con fundamento.

En cuestión de comidas practica lo casero, pero con el inevitable arrebato de creatividad que les entra a los hombres en cuanto se atan el delantal. Su primera receta, irreproducible por desgracia, fueron unos 'Spaghetti fondo de nevera' en los que puso un poco de todo lo que había en el frigorífico y en la despensa; desde mejillones hasta caramelo líquido. Yo, en mi postura de hermana mayor adolescente cargada de suficiencia, juré que no los probaría ni por todo el oro del mundo, aunque metí el tenedor en su plato cuando no miraba y confieso que he comido cosas peores.

Otra característica de mi hermano Miguel es la vehemencia. Cuando le da por algo, pone toda su pasión en ello. En la etapa en que descubrió la música pasaba día y noche monopolizando el equipo de alta fidelidad para grabar casettes y casettes de los programas de Radio 3. A la hora del almuerzo daban uno de sus espacios favoritos, de modo que nos hacía pasarnos la fuente del pollo y sorber la sopa en silencio monacal para no perder puntada. Si algún día, por casualidad, mi padre no escuchaba la voz de Ramón Trecet al sentarse a la mesa, preguntaba: "Miguel, ¿Hoy no viene Ramón a comer?"

A mi hermano le gustaban mucho las migas. Mi madre nunca las ha hecho en casa, pero él, en su etapa de defensor a ultranza de la cocina rural, decidió que había que incorporar tan simple y sustancioso plato a nuestra dieta. Como mi madre no es amiga de experimentos en su cocina, aprovechó un fin de semana que ella no estaba para el ataque. Compró el pan cateto más grande y de miga más apretada que encontró. Ninguno teníamos mucha idea de cómo hacer migas. Alguien debió de explicarle que había que desmigar y humedecer el pan, pero él, después de pelearse media hora con el cuchillo de sierra y aquella pieza rocosa, cortó por lo sano. Buscó la olla más grande de la casa, la llenó de agua, sumergió el pan y decidió dejarlo ahí una noche entera para reblandecerlo.

Otra característica de Miguel es el despiste en grado extremo. Cuando estaba enfrascado en la tarea de pasar por la sartén los ajos, el chorizo y los torreznos, lo llamó desesperada Trini, amiga de la familia, que llevaba dos horas esperándolo en la calle con unos muebles que mi hermano se había comprometido a trasladar en el R-12 familiar. Las niñas vagueábamos por la casa aprovechando la ausencia materna. Nos dio unas cuantas instrucciones y nos mandó a la cocina a terminar lo que él había empezado. “Vuelvo en una hora”, dijo.

A Miguel no se le había ocurrido sacar el pan del remojo. O tal vez, a esas alturas, sería mejor decir desincrustar la olla del pan, que había crecido hasta alcanzar el tamaño de un oso, y pesaba tanto que hizo falta la fuerza de tres robustas nadadoras (Cristi, María y yo) para volcar aquella esponja gigantesca en un escurridor. A pesar de nuestro empeño, el pan no terminaba nunca de soltar agua, y cuando conseguimos volcarlo en la sartén, la masa tomó el aspecto de unas gachas. Serían las 12 del mediodía cuando empezó la operación de secado del pan en la sartén. Establecimos turnos para remover con la paleta mientras maldecíamos a nuestro único hermano. Hacia las cuatro y cuarto de la tarde, el pan había vuelto a tomar un aspecto parecido al del pan, los brazos nos temblaban y el cuerpo nos dolía. Empezamos a poner la mesa y a calentar el aceite para freír unos huevos. Miguel no llegaba, y las migas empezaban a tener un aspecto acristalado. Pasó otra media hora antes de que apareciera nuestro hermano. El transporte de los muebles había sido casi tan infernal como nuestro involuntario homenaje a la cocina rural. Se les había roto el coche y, para colmo, uno de los amigos que le ayudaron en el transporte  había cerrado la puerta del maletero del R-12 familiar en la cabeza de Trini, y poco faltó para que la desnucara.

Recalentamos las migas, que estaban duras como perdigones, y comimos. A mi hermano Miguel y a sus amigos les supieron a gloria. María, Cristi y yo nos embadurnamos los brazos y los hombros de linimento y, antes de echarnos la siesta, cogimos a nuestro hermano por el pescuezo y lo amenazamos seriamente: “La próxima vez que quieras que comamos migas, nos invitas en la Venta de Alfarnate”.

A pesar de todos los sufrimentos mutuos que nos hemos causado en la infancia y en la adolescencia, mi hermano es una de las personas que más quiero y uno de los hombres más interesantes que he conocido (conste que no son pocos). Como muestra, dejo el enlace de su blog de música, advirtiendo de antemano que sabe hacer muchas más cosas, y todas bien.

Después de esta perorata, entenderán que no les dé una receta de migas, plato que nunca me he propuesto llegar a dominar. Como Miguel es un goloso incorregible, le dedico una receta de pastel de chocolate fácil, que espero sea capaz de seguir al pie de la letra, al menos la primera vez que lo haga.

Pastel de chocolate fácil para Miguel

Ingredientes:

200 gr. de chocolate negro (70% de cacao)
200 gr. de mantequilla
5 huevos
1 cucharada de harina
1 vaso de azúcar
½ copita de Cointreau

Mientras preparamos los ingredientes, vamos calentando el horno a 190º
Troceamos el chocolate en un bol de cristal y lo fundimos en el microondas junto con la mantequilla, a potencia media. Yo suelo programar un minuto, remuevo y vuelvo a meterlo si es necesario. Es importante que no se queme. Integramos el conjunto y añadimos el azúcar. Removemos bien para enfriar y vamos añadiendo los huevos uno a uno, removiendo cada vez para que se incorporen. Añadimos la harina, ponemos media copita de Cointreau (se puede sustituir por cualquier otro licor) y, cuando la mezcla esté lisa y sin grumos, la ponemos en un molde engrasado y horneamos durante 20-25 minutos. Al sacar el pastel del horno, la parte central debe estar un poco temblorosa. Retiramos el pastel del horno, enfriamos en la nevera y lo servimos. Un buen contraste para este pastel son los cítricos y las frutas rojas, bien en sorbete, al natural o en coulis. A mí me gusta con fresas maceradas: cogemos fresas maduras, les ponemos un poco de azúcar y un chorrito de limón y las machacamos sin mucho cuidado con un tenedor. Las dejamos macerar un rato en la nevera.

jueves, 1 de marzo de 2012

La comida de Tarzán



He hablado alguna vez de mi debilidad por el puré de patatas, que abarca desde las más excelsas creaciones de la alta cocina hasta el bodrio precocinado más infecto que le puedan servir a uno en un campamento de verano. Sea cual sea su catadura, aspecto o sabor, creo que nunca lo he dejado en el plato, y cuando estoy triste y sin ganas de vivir, esa masa blanquecina es capaz por sí sola de devolverme algunas razones.
 
La culpa la tiene Tarzán.


Años setenta. Los sábados, después de la comida, daban Primera Sesión. A menudo veíamos la película en casa de mi tía Arora, un montón de primos tirados por las camas y el suelo del cuarto de los niños. Las de vaqueros también nos gustaban (entonces en los western los indios no pintaban nada. Eran unos señores que hablaban como si fuesen idiotas, tiraban flechas y se caían del caballo por decenas). Pero si el león de la Metro se asomaba a la pantalla, la excitación corría por la sala en forma de apretones y pellizcos a la pierna del primo de al lado, en la esperanza de que dieran una de Tarzán.
 
Johnny Weissmuller y Maureen O’Sullivan fueron los primeros nombres de estrellas de cine que nos aprendimos. Antes de decidir si nos quedábamos a ver la película o salíamos a trotar por el monte, comprobábamos que ellos fueran los protagonistas. Mirábamos la peli embobados y pasábamos el resto de la tarde recolgados de árboles, farolas, puertas o percheros, imitando el grito selvático y discutiendo acaloradamente para evitar asumir en el juego el papel de explorador inglés perdido en la selva. A la hora de cenar, con tanta boca infantil que alimentar, nuestras madres solían recurrir al puré de patatas de sobre acompañado de una tortilla liada y algunas croquetas. Ante su asombro, toda la reata de niños procedía a aplastar la tortilla y las croquetas con el tenedor y revolverlas con el puré de patatas. Cuando el primer pescozón caía sobre el primo sentado más próximo a la vigilancia de las madres, nos tocaba explicar que estábamos preparando la comida de Tarzán, cosa que no disuadía a mi madre y a mi tía Arora de seguir repartiendo cocotazos y poniendo el grito en el cielo.

 
Las madres no se enteran de nada. Como no se fijan en las películas… Tal vez algún lector poco avezado quiera recordar a Tarzán-Johnny Weissmuller zampándose a mordiscos un muslo de cebra (proceder que también hubiera parecido intolerable a nuestras intolerantes madres). Pero no es así. Como mucho, podemos recordarlo de liana en liana con una gacela sobre los hombros, presuntamente la cena de esa noche, pero en casa le esperaba Jane, que era una señorita capaz de mantener una manicura impecable en plena selva y de convertir una cabaña construida en un árbol en un prodigio del diseño de interiores de la época. A saber el tiempo que le llevó tallar toda una cubertería de madera y modelar una vajilla de barro, pero en las escenas de comida siempre se veía una fuente de fruta tropical y, en los platos, una especie de papilla que el blanco y negro hacía parecer blanca. Aquel gesto que mi madre y mi tía no lograban entender era sólo un intento de que nuestra comida tuviera un aspecto parecido a la comida de Tarzán.

 
Lo cierto es que un día dejó de gustarme aplastar y mezclar toda la comida; no sé si por los coscorrones o porque, inevitablemente, llega un momento en que dejamos de ser niños.

 
Pero nunca he logrado superar mi debilidad por el puré de patatas, y aquí les dejo esta receta, que hago a menudo para acompañar carnes al horno y disfrutar como una enana.

 
Pastel de patatas, setas y maíz

 
Ingredientes:

 
Puré de patatas:

 
1 kilo de patatas (mejor una variedad que tenga mucho almidón)
½ vasito de aceite de oliva virgen extra
Una pizca de nuez moscada
Sal
Pimienta negra molida

 
Salteado de setas:

 
1 Kilo de setas variadas.
½ cebolla
Un chorrito de vino blanco
Romero y tomillo secos
Sal
Aceite de oliva

 
Puré de maíz:

 
1 lata mediana de maíz dulce en grano
1 brick de nata de 200 ml.
½ vasito de leche
½ cucharadita de azúcar
Una pizca de sal
Pimienta
1 huevo

 
Pelamos las patatas y las ponemos a cocer cubiertas de agua con un poco de sal. Cuando estén tiernas, retiramos el exceso de agua y aplastamos las patatas sin trabajarlas demasiado, para que no se pongan correosas. Yo tengo un aplastador de patatas, impagable invento británico. Aquí los venden en Ikea. Añadimos el aceite, la nuez moscada y la pimienta, integramos bien y cubrimos con el puré el fondo de una fuente de horno previamente engrasada. Para el salteado de setas, limpiamos y picamos las setas, calentamos aceite en una sartén, picamos la cebolla menudita y la rehogamos hasta que esté blanda. Añadimos las setas con el fuego un poco vivo para que no se cuezan en el líquido. Salteamos durante unos minutos, agregamos la  sal y las hierbas, subimos el fuego y añadimos un chorrito de vino blanco. Dejamos evaporar el alcohol del vino y retiramos del fuego. Ponemos nuestro salteado de setas en una capa sobre el puré de patatas. Terminamos con el puré de maíz: abrimos la lata, escurrimos el líquido, ponemos un cacillo al fuego con la nata y la leche y añadimos el maíz. Dejamos cocer a fuego lento unos cinco minutos. Salamos ligeramente y ponemos media cucharadita de azúcar (mejor morena, queda más bueno). Sacamos del fuego, dejamos templar un poco y batimos con el huevo. Vertemos el puré de maíz cubriendo las setas y gratinamos hasta que la capa de maíz adquiera un bonito color dorado.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Nina y la danzante

(http://rosalamariposa.blogspot.com)


Nina vio por primera vez a la muerte hará unos once años. Ella era menuda, flaquita, y aquella sombra negra le daba mucho frío. Se ocultó un tiempo. Necesitaba pensar; armarse para enfrentar al enemigo. No estaba dispuesta, ni preparada, para dejar este mundo. Tenía todas las de perder. Un cáncer de mama agresivo y descubierto muy tarde. La franqueza fría de los médicos respecto de su no-futuro; el dolor de una operación y un tratamiento. Y, contra todo pronóstico, salió adelante.

En aquella época aún no éramos amigas. Nos habíamos conocido durante una fiesta en la que yo preparé la cena. Mis platos le gustaron. Estuvimos conversando, intercambiando recetas, emplazándonos para una sesión de cocina juntas. Luego supe, por nuestro amigo común Héctor, de su enfermedad y de lo precario de su situación.

Por eso me sorprendió cuando, unos meses más tarde, me llamó para embarcarme en mi última batalla como periodista seria. La burbuja urbanística que después terminaría estallando se inflaba, esta vez sobre unas cuevas prehistóricas que gozaban de supuesta protección legal. Nina, después de haber vencido a la muerte, se veía capaz de frenar la especulación urbanística. Durante meses y meses la vi batallar recopilando informes científicos y normativas legales; convirtiéndose en la peor mosca cojonera que ningún político corrupto o arqueólogo pusilánime o constructor avaricioso haya tenido que aguantar. En aquella lucha observé su rigor, su incapacidad para entender o tolerar injusticias ni apaños, su cabezonería, su genio. La vi cantarle las cuarenta a concejales, delegados provinciales de Urbanismo o de Cultura, periodistas y ciudadanos que miraban a otro lado. Vi su cocina, su salón, su cuarto, su garaje inundados de papeles, y me sentí culpable por las caras de desaprobación de sus seres más queridos cuando la veían derrochar la energía que no le sobraba en aquella causa, que fue una causa perdida. Se construyó la urbanización sobre la Cueva del Tesoro y Nina sufrió las insidias de quienes no lo impidieron. A mí se me quitaron las ganas de seguir siendo periodista. Nina, a los pocos meses, volvió a caer enferma.

A lo largo de once años hubo varios desahucios médicos. Mientras los oncólogos tiraban la toalla, Nina, en su retiro, le hablaba de tú a la muerte y le decía que la dejara en paz. A menudo peleaban cuerpo a cuerpo convertidas en bestias horribles, pero yo de eso nada supe. Sólo pude hacerme una idea remota de toda aquella violencia cuando contemplé su cuerpo en un día de playa, cubierto de cicatrices como si hubiera sido presa de un tiburón blanco. Hice como si no me hubiera impresionado. Creo que ella lo prefería así. 
 
En aquellos años yo también enfermé. Mis males no eran comparables a los suyos, pero ella se compadecía de mi dolor y me hablaba de las recetas que había encontrado, porque, sí, para exasperación de su oncólogo, Nina decidió que era soberana de su cuerpo, y probó y se mantuvo fiel a muchas terapias alternativas que, si no la curaron, le permitieron mantener una calidad de vida más que digna, y hacernos creer a todos que se moriría de cualquier otra cosa antes que de cáncer.

Con el tiempo dejó de guerrear con la muerte y se sentó con ella. La convenció de que necesitaba tiempo para estar con su hija, para conocer y disfrutar a dos nietos. Para lanzarse a pintar como dios manda, porque Nina siempre fue muy bien hecha y no quería pintar cualquier cosa. Para esbozar algún cuento. Para largarse a Irlanda a aprender inglés como una adolescente. Para seguir cultivando amigos, bailar, cocinar, cuidar las plantas de su jardín, practicar yoga, aprender a estarse quieta y a disfrutar de no hacer nada.

Poco a poco fue desapareciendo la amargura por las batallas perdidas. Perdonó a los enemigos incluso aunque le hubieran infligido heridas dolorosas. Aprendió que el mundo podía no ser justo y seguir girando pese a todo, y empezó a apreciar la belleza de lo imperfecto.

Entonces, un día me llamó para comer juntas. Como siempre, me preguntó por mi salud, por mi vida; si hacía lo que me daba la gana o no. Y luego me contó un sueño que había tenido. En su sueño aparecía una pequeña danzante. Un esbozo de mujer, un monigote femenino que bailaba al son de una música pegadiza y la invitaba a seguirla. “Empecé a bailar y me fui detrás de ella”, me contaba. “Íbamos bailando, ella delante, siempre volviéndose a mí para que la siguiera, y yo detrás, y entonces llegué a una habitación iluminada, cálida, donde estaba mi madre. Estaba cosiendo, guapísima, y me invitó a sentarme con ella. Creo que he soñado con la muerte”.

Pasó casi un año antes de que, el lunes, una íntima amiga de Nina me llamase para decirme que se había ido. Aún no he podido llorar en paz. Cada vez que lo intento aparece un monigote bailando.

Nina y yo compartimos, entre otras cosas, la pasión por la cocina. La suya era la más bonita que he visto nunca. En el interior de aquella estancia mágica hacía platos deliciosos que, como tantas otras cosas, regalaba a sus seres queridos. Era una anfitriona perfecta. Le gustaban los aceites y los vinos, prestaba atención a los detalles y no le tenía miedo a ninguna receta. Si le faltaba pericia o cualquier condimento, lo compensaba echando un poquito más de amor, un ingrediente fundamental en cualquier cazuela donde se guise algo.
 
Le dedico una receta que nos unió; mis bombones de higo, que, según me cuentan quienes los probaron, le salían perfectos.  

Bombones de higo

Ingredientes:

¼ de kilo de higos secos sin prensar
125 gramos de chocolate negro
3 huevos
75 gramos de mantequilla
1 cucharada de azúcar glass.
1 vaso de brandy
1 vaso de vino dulce
Una tableta de chocolate de cobertura
Una cucharada de manteca de cacao (o aceite de girasol)

Cortamos con unas tijeras la parte inferior de los higos, por la que después meteremos el relleno. Los lavamos bien y los ponemos a macerar con el brandy y el vino dulce unas 24 horas. Pasado este tiempo, los sacamos, los escurrimos y los secamos, sin tirar el alcohol de la maceración. Dejamos templar la mantequilla para que se ablande. Ponemos los 125 gramos de chocolate negro al baño maría para que se derrita. Separamos las claras de las yemas de los huevos. Una vez derretido y templado el chocolate fuera del fuego, batimos las yemas con el azúcar y las mezclamos con el chocolate. Añadimos la mantequilla, aclaramos con un par de cucharadas de la mezcla de vino dulce y brandy, removemos bien. Una vez preparada la base de chocolate, montamos las claras a punto de nieve y mezclamos con la base de chocolate moviendo la mousse delicadamente con una espátula, tratando de que los movimientos sean de abajo arriba para que la mousse no pierda mucho aire. Dejamos enfriar unas horas. Derretimos el chocolate de cobertura con la manteca de cacao y mantenemos el recipiente en el baño maría con el fuego apagado para que no se endurezca. Ahuecamos el interior de los higos con una cucharilla y, con ayuda de una manga pastelera, los rellenamos. Inmediatamente, los bañamos en la cobertura de chocolate cogiéndolos por el rabito y los ponemos en una placa que meteremos en el congelador unos 15 minutos para que la cobertura se endurezca. Luego ya los podemos pasar a la nevera. Se pueden presentar en cápsulas de las que se usan para las trufas, o sobre una crema de almendras que haremos batiendo un poco de turrón blando con una cucharada de brandy y algo de nata caliente.

domingo, 12 de febrero de 2012

carne


Hace poco, en una entrevista para el suplemento de gastronomía de SUR, el escritor Antonio Soler me confesaba su aversión a la carne. Decía que la aborreció desde chico, porque donde otros veían un filete, él veía un animal del que se veía obligado a comer un trozo. Mi hermano Miguel nos anunció hace unos meses que había renunciado a la carne por militancia contra la crueldad reinante en criaderos intensivos y mataderos. En Navidad, cuando vino a Málaga, se negó a comer jamón. Nosotros intentamos convencerlo de que no se perdiera ese placer apelando a la vida envidiable de los cerdos ibéricos en las dehesas. Él respondió: “por si acaso”, y se concentró en la fuente de gambas. Nada sabemos del sufrimiento de las gambas, sometidas a una muerte lenta por asfixia, pensé, pero no quise abrir la boca, temerosa de que al final mi hermano termine planteándose si los tomates sufren al ser arrancados de la mata y dejándose morir de inanición…

Mi sobrino Manu aún no está en la etapa de elaborar reflexiones morales sobre la comida. Si bien es cierto que sus primeras capturas como pescador terminaban devueltas al mar por pena (la verdad es que eran unos cachorritos de pez preciosos y malos de comer), en el momento en que pescó sus primeras caballas, los escrúpulos desaparecieron, y su afán depredador ha ido en aumento. Este invierno lo llevamos al rodaje de una cacería con galgos en el que estábamos trabajando. Cuando el primer galgo llegó con una liebre entre las fauces, la presa aún tenía vida en los ojos y un rictus de tensión en el rostro. Manu la cogió y se fue al dueño de los perros para pedirle que se la regalara. La caza ya no es una necesidad, y los galgueros, hartos de comer liebres, vieron en aquel niño entusiasta una oportunidad para librarse de sus presas. De no ser por la estrecha vigilancia que desplegamos Gaby (mi santo varón) y yo, y por la mímica desesperada que empleamos, tratando de que Manu no nos descubriera, para rogarles a los cazadores que no le dieran liebres, habríamos vuelto a Málaga con seis o siete. El botín quedó en dos, que tuvimos que arrebatar de sus manos para refrenar los instintos forenses de un niño de doce años y no aborrecer de por vida la carne como Antonio Soler o mi hermano.

Cuando anuncié al padre de la criatura, hastiado de tener que ensartar gusanas en anzuelos, comer peces incomestibles y soportar el olor a pescado podrido en la ropa, que volvíamos de nuestra expedición con dos liebres con todo su pelo, su sangre y sus vísceras para despellejar y despiezar en casa, contestó con una frase lacónica cuyo tono entendí al momento: “En la tuya, ¿No?” Glups. “En la mía, claro”, dije.
 
La primera vez que tuve que despellejar y descuartizar liebres fue un 5 de enero. Rafa, mi anterior pareja, había ido a hacer un reportaje de fotos sobre caza, y le habían regalado tres piezas que, de no venir con su abrigo de pelo y sus orejas, habría tomado por ciervos. Estábamos en vísperas de Reyes. Yo no tenía ningún carnicero de cabecera al que pedir que me hiciera la merced de despellejar aquello y Rafa, como Manu en la cacería, se negaba a la posibilidad de que nos deshiciéramos de ellas regalándolas o dándoles un entierro digno. En Internet encontré un tutorial para despellejar piezas de caza. Siguiendo las instrucciones, y con toda la cocina forrada con papel de periódico, iniciamos la sangrienta tarea, que incluyó imprevistos como el reventón de una vejiga urinaria durante la evisceración. En esto se presentó mi hermana Cristina con los sobrinos. Manu era entonces casi un bebé al que prejuzgué (mal, posiblemente) como impresionable. La cocina parecía el plató de La Matanza de Texas. Con el delantal lleno de sangre y un cuchillo en la mano, salí a decirles que se tenían que marchar de inmediato, porque los Reyes Magos estaban en casa. No sé qué pensarían que les estábamos haciendo a Sus Majestades. El caso es que yo fui incapaz de comer ni un solo trozo de los diez kilos de liebre que tuve que guisar. Hice un civet y lo congelé por raciones, y luego fui convenciendo a invitados entusiastas de mi cocina de que se llevaran aquel plato inefable.
 
Esta vez con Manu tuve la precaución de llevarme las dos liebres a la terraza, junto al sumidero de agua, y enchufar la manguera. La tarea resultó menos penosa, a pesar de lo cual mi sobrino, que al principio quería toda la carne para él, depuso su postura avara y terminó brindándome más de la mitad de la caza. Empecé a sospechar que se le habían quitado las ganas de comer liebre. Aunque me pidió mil recetas e ideas para cocinarlas, tengo entendido que al final su parte del botín la guisó mi hermana Cristi, que odia la cocina, y la carne se la comieron, entre llantos y protestas, mis pobres sobrinitas.
 
Nunca he tenido de forma espontánea la idea de que al comer carne comía un trozo de un animal que antes estaba vivo. Una vez, en el Colegio Mayor, se me sentó al lado en el comedor una estudiante de Medicina. Cuando empezó a dar una clase magistral de anatomía patológica con prolija descripción de los nervios, tendones, venas y quistes de grasa que encontraba en su filete, me levanté y me fui a otra mesa. Ahora me preocupa la crueldad que se ejerce contra los animales en la cría intensiva y en el sacrificio, pero no he llegado a dar el paso de no comer carne. Sin embargo, mi recuerdo de infancia más cruel tiene que ver con el sacrificio de un chivo, que me llevó a odiar a María, la vecina de mi abuela, una mujer a la que yo tenía por maravillosa pero que no vaciló en rajarle el cuello a Blanquita, la cabritilla que criaba, pensaba yo que por gusto, y a la que tanto me gustaba dar de comer y acariciar. Soñé durante muchas noches con Blanquita desangrándose sobre un cubo de plástico, intentando, en acto desesperado de supervivencia, comerse la sangre que manaba de su gaznate.

En el acto de comer hay una crueldad intrínseca, atávica, que forma parte de su seducción.
 
Por eso, y con perdón para mi hermano Miguel y Antonio Soler y todos los animales sacrificados, voy a dar mi receta favorita para el conejo, un animal que por suerte compro ya  limpio y despiezado…
 
Conejo marinado al horno
 
Si, como yo, no son amantes del conejo por su tendencia a resecarse y su sabor montaraz, esta receta les sorprenderá gratamente.
 
Ingredientes:
 
1 conejo despiezado, con su higadito.
1 limón y su ralladura
1 naranja y su ralladura
1 chorrito de vino blanco
1-2 dientes de ajo rallados
Un trozo de jengibre fresco rallado
Una guindilla fresca, picante
Unas ramitas de romero
Unas ramitas de tomillo
Un chorrito de aceite de oliva virgen extra
Pimienta
Sal
 
Preparación:
 
Ponemos en un recipiente lo bastante grande como para que quepa el conejo, los ingredientes de la marinada: el ajo y el jengibre rallados, la guindilla en trozos pequeños, el romero y el tomillo, la ralladura de naranja y limón, la pimienta y la sal, y sobre los ingredientes secos, añadimos los líquidos; el zumo de limón y naranja, el vino blanco y el aceite. Removemos y agregamos a la marinada los trozos de conejo, impregnándolos bien de la marinada. Tapamos el recipiente para que no haya contaminación de olores y lo metemos en la nevera un mínimo de cuatro horas. Al cabo de este tiempo, le damos la vuelta a los trozos y volvemos a marinar otro mínimo de cuatro horas (si se hace de un día para otro, perfecto).
 
Calentamos el grill horno a 200 grados. Montamos la bandeja del grill sobre la bandeja metálica, distribuimos los trozos de conejo y el hígado sobre el grill y ponemos en la bandeja de debajo el líquido de la marinada y medio vaso de agua. Metemos la bandeja en las ranuras superiores del horno, tratando de que la carne quede como a unos 10 centímetros de la fuente de calor. Horneamos durante 20-25 minutos, hasta que la carne esté dorada. Damos la vuelta a las piezas y dejamos en el horno otros 20 minutos más. Servimos con patatas asadas y aliñadas con aceite de oliva virgen extra y unas hierbas y con una buena ensalada verde al lado.

jueves, 26 de enero de 2012

Comer, leer

Drew Sarka, Girl Reading


Mi niñez transcurrió en un entorno culinario aún no globalizado, donde los sabores más exóticos eran el queso Roquefort, los aguacates que entonces empezaba a cultivar mi tío abuelo Alberto en su finca de Churriana, y la mezcla de dulces y salados que había en platos como el lomo a la naranja o el fiambre caramelizado que mi madre servía en ocasiones muy especiales (y cuya receta, para mi desgracia, no he logrado recuperar nunca). El ancho mundo de los alimentos desconocidos estaba, sólo para imaginarlo, en los libros.
 
Gracias a los libros descubrí que en América se comían tartas de arándanos donde el relleno se escondía bajo una cúpula de masa dorada, y mermelada de ruibarbo, planta que aquí no se encontraba ni en la Espasa-Calpe, y helados de vainilla recubiertos de toffee y chocolate. Gracias a los libros supe que los niños esquimales devoraban de buena gana trocitos de hígado de reno crudo, cuando yo no era capaz de tragármelo ni escondido entre otros alimentos. Gracias a los libros hice mi primera incursión en la cocina, tras leer la historia de Ahmed, el niño panadero del Rif. Mi pan salió horrible, por cierto.

 
Cuando en algún libro no se hablaba de comida, igualmente imaginaba qué comerían sus protagonistas. De Phileas Fogg sólo se nos decía que empezaba a sorber el té a las cinco clavadas. En ochenta días alrededor del mundo, pensaba yo, algo tomará. Julio Verne no prestaba atención a esas cosas, pero yo imaginaba los platos más extravagantes sobre las mesas más exóticas.

 
Creo que esa afición a buscar nuevos sabores en la lectura me llevó a amar desde la primera página los cómics de Astérix. Aquellos jabalíes suculentos, con el brillito de un horneado perfecto pintado sobre el muslo de la pata, la fondue que terminaba inundando las viñetas de Astérix en Helvecia, las lentejas de los egipcios… Para enfrentarme a un nuevo libro de Astérix, tenía que aprovisionarme en la despensa con algunas galletas, un trozo de queso, chocolate o pan con miel que llevaba a la cama, el lugar que siempre he preferido para leer, y comía con cuidado de no dejar miguitas o pegotes. Necesitaba leer royendo algo que no me hiciera sentir tan desconsolada. No puedo expresar la hondura de mi decepción cuando, al enfrentarme por vez primera a un plato de jabalí, descubrí que la carne no tenía ese tono miel-dorado, sino que era oscura y tenía un sabor a bicho que tiraba de espaldas. Hay cosas que están mejor en los libros. O tal vez René Goscinny se inspirase para sus dibujos en los cochinillos de Cándido en lugar de en la carne montaraz de un jabalí.

 
Si hablamos de comida en los libros, el territorio más fecundo, fuera de las gastro-novelas que rara vez me enganchan, es el género policíaco. Entre los trece y los dieciséis años fui consumidora compulsiva de novelas de Agatha Christie, y ni siquiera las atroces traducciones que perpetraba la editorial Molino lograron apartarme del mundo de los muffins con mermelada de frutos rojos y tartas caseras de Miss Marple. Más tarde llegó Simenon. El comisario Maigret, pegado a la salamandra que calentaba su despacho compartiendo bocadillos y cervezas de la Brasserie Dauphine con sus colegas en el crudo invierno parisino, o disfrutando de los guisos caseros de su santa esposa. 

 
Dice P. D. James, autorizada experta en el género, aunque no esté entre mis escritoras favoritas, que en las novelas policíacas, detenerse en la vida cotidiana del detective, en sus comidas o en el desorden de su salón, sirve para crear un contrapunto que relaje al lector, que le haga sentirse como en la ‘casa’ imaginaria de los niños cuando juegan al pilla-pilla. La comida se convierte en un recurso más del género, que autores como Donna Leon, cuyas novelas no me gustan, han explorado hasta sacar libros de recetas.

 
Mi autor más querido de novela policíaca es Andrea Camilleri. Su comisario Montalbano, llamado así en homenaje a Manuel Vázquez Montalbán y a su saga policíaco-gastronómica de Pepe Carvalho, se mueve en un mundo cercano al mío y en sabores de mi infancia. Compartimos el Mediterráneo y el Sur geográfico. Tiene gracia que, ahora que todos los sabores están a nuestro alcance, la pasta al horno y los arancini de Adelina (impagable asistenta-ángel de la guarda del estómago de mi detective) o los salmonetes de la trattoria San Calogero me resulten más sugerentes que las tartas de arándanos con cúpula dorada de la infancia.

 
Puede que sea también porque, desde el punto de vista gastronómico y en cualquier otro extremo, Sicilia no sólo no defrauda las expectativas, sino que las supera con creces. Mientras que en Corfú, donde mi hermana María y yo buscamos sin éxito el paraíso infantil de Gerald Durrell, sólo pudimos comer horribles platos para turistas, en Sicilia el mundo de Montalbano se conservaba intacto, y mi amiga Mariache y yo, en un viaje inolvidable, lo devoramos con todos los sentidos. Ahí estaba todo: el pescado vivo y las verduras multicolores en los mercados; los paisajes de mar tan azules que herían los ojos, la belleza no buscada de las ciudades ancianas, las calles buyendo de gente que parecía resistirse a ingresar con los dos pies en el mundo moderno. La pasta al nero di sepia, las sarde a beccafico (sardinas rellenas), la caponata, ¡Los arancini de Adelina! Y también las carreteras serpenteando hacia los pueblos adustos del interior, donde el diario local habla de crímenes reales y saldos luctuosos de enfrentamientos entre familias de la mafia, un tema que Camilleri siempre se ha negado a utilizar como objeto literario.

 
En 'Vosotros no sabéis', el ensayo que dedica a desentrañar la mente de la mafia a través del análisis de los pizzini de Bernardo Provenzano, Camilleri habla de los gustos culinarios del capo mafioso. Nos informa de que la carne le gustaba poco hecha y corta de sal; que leía libros sobre nutrición y que sentía debilidad por la achicoria silvestre hasta el punto de pedir a los próximos que le enviasen semillas para plantarlas en los alrededores de su escondite en la montaña siciliana. No sé si un autor anglosajón nos hubiera contado esas cosas en su retrato de la mente de un asesino, pero desde luego, sí sé por qué Camilleri es mi escritor más querido, y uno de los pocos que hoy día siguen abriéndome las ganas de comer.

 
Mariache y yo probamos los arancini en diversos lugares. De hecho, en algún punto del viaje perdimos la cuenta de los que habíamos devorado. Los mejores fueron los de un lugar llamado Etoile D’Or; un local cursilón y maravilloso a las puertas de la muralla de Catania, de esos que subvierten los principios del fast food empleando ingredientes naturales y elaboración casera. La vitrina del mostrador estaba llena de arancini rellenos de ragú de carne (los clásicos), de mozzarella y jamón, de mantequilla y espinacas… Y todos eran deliciosos, pero la receta de hoy, dedicada a Mariache, es la que da Camilleri en su relato 'La nochevieja de Montalbano'. 

 
(Habla Andrea Camilleri).

  
"¡Dios mío, los arancini de Adelina! Los había saboreado sólo una vez; un recuerdo que seguramente le había penetrado en el ADN, en su patrimonio genético.

Adelina tardaba dos días enteros en prepararlos. Se sabía de memoria la receta. La víspera se preparaba un estofado de ternera y carne de cerdo a partes iguales que tiene que cocer a fuego muy lento durante horas con cebolla, tomate, apio, perejil y albahaca. Al día siguiente, se prepara un arroz, el que llaman a la milanesa (¡Pero sin azafrán, por favor!), se vierte todo sobre una mesa, se mezcla con los huevos y se deja enfriar. Entre tanto, se hierven los guisantes, se hace una bechamel, se cortan en trocitos unas lonchas de salchichón y se mezcla todo con la carne estofada y triturada a mano con la tajadera (¡nada de batidoras, por el amor de Dios!). Al arroz se le añade el jugo de la carne. A continuación, se coge un poco, se coloca en la palma de la mano ahuecada, se le agrega una cucharada de la mezcla anterior y se cubre con un poco más de arroz para formar una albóndiga. Cada albóndiga se pasa por harina y después por clara de huevo y pan rallado. Luego, todos los arancini se echan en una sartén con aceite muy caliente y se fríen hasta que adquieren un color de oro viejo. Se escurren sobre papel. ¡Y al final, loado sea el Señor, se comen!"