Drew Sarka, Girl Reading |
Mi niñez transcurrió en un entorno culinario aún no globalizado, donde los sabores más exóticos eran el queso Roquefort, los aguacates que entonces empezaba a cultivar mi tío abuelo Alberto en su finca de Churriana, y la mezcla de dulces y salados que había en platos como el lomo a la naranja o el fiambre caramelizado que mi madre servía en ocasiones muy especiales (y cuya receta, para mi desgracia, no he logrado recuperar nunca). El ancho mundo de los alimentos desconocidos estaba, sólo para imaginarlo, en los libros.
Gracias a los libros descubrí que en América se comían tartas de arándanos donde el relleno se escondía bajo una cúpula de masa dorada, y mermelada de ruibarbo, planta que aquí no se encontraba ni en la Espasa-Calpe, y helados de vainilla recubiertos de toffee y chocolate. Gracias a los libros supe que los niños esquimales devoraban de buena gana trocitos de hígado de reno crudo, cuando yo no era capaz de tragármelo ni escondido entre otros alimentos. Gracias a los libros hice mi primera incursión en la cocina, tras leer la historia de Ahmed, el niño panadero del Rif. Mi pan salió horrible, por cierto.
Cuando en algún libro no se hablaba de comida, igualmente imaginaba qué comerían sus protagonistas. De Phileas Fogg sólo se nos decía que empezaba a sorber el té a las cinco clavadas. En ochenta días alrededor del mundo, pensaba yo, algo tomará. Julio Verne no prestaba atención a esas cosas, pero yo imaginaba los platos más extravagantes sobre las mesas más exóticas.
Creo que esa afición a buscar nuevos sabores en la lectura me llevó a amar desde la primera página los cómics de Astérix. Aquellos jabalíes suculentos, con el brillito de un horneado perfecto pintado sobre el muslo de la pata, la fondue que terminaba inundando las viñetas de Astérix en Helvecia, las lentejas de los egipcios… Para enfrentarme a un nuevo libro de Astérix, tenía que aprovisionarme en la despensa con algunas galletas, un trozo de queso, chocolate o pan con miel que llevaba a la cama, el lugar que siempre he preferido para leer, y comía con cuidado de no dejar miguitas o pegotes. Necesitaba leer royendo algo que no me hiciera sentir tan desconsolada. No puedo expresar la hondura de mi decepción cuando, al enfrentarme por vez primera a un plato de jabalí, descubrí que la carne no tenía ese tono miel-dorado, sino que era oscura y tenía un sabor a bicho que tiraba de espaldas. Hay cosas que están mejor en los libros. O tal vez René Goscinny se inspirase para sus dibujos en los cochinillos de Cándido en lugar de en la carne montaraz de un jabalí.
Si hablamos de comida en los libros, el territorio más fecundo, fuera de las gastro-novelas que rara vez me enganchan, es el género policíaco. Entre los trece y los dieciséis años fui consumidora compulsiva de novelas de Agatha Christie, y ni siquiera las atroces traducciones que perpetraba la editorial Molino lograron apartarme del mundo de los muffins con mermelada de frutos rojos y tartas caseras de Miss Marple. Más tarde llegó Simenon. El comisario Maigret, pegado a la salamandra que calentaba su despacho compartiendo bocadillos y cervezas de la Brasserie Dauphine con sus colegas en el crudo invierno parisino, o disfrutando de los guisos caseros de su santa esposa.
Dice P. D. James, autorizada experta en el género, aunque no esté entre mis escritoras favoritas, que en las novelas policíacas, detenerse en la vida cotidiana del detective, en sus comidas o en el desorden de su salón, sirve para crear un contrapunto que relaje al lector, que le haga sentirse como en la ‘casa’ imaginaria de los niños cuando juegan al pilla-pilla. La comida se convierte en un recurso más del género, que autores como Donna Leon, cuyas novelas no me gustan, han explorado hasta sacar libros de recetas.
Mi autor más querido de novela policíaca es Andrea Camilleri. Su comisario Montalbano, llamado así en homenaje a Manuel Vázquez Montalbán y a su saga policíaco-gastronómica de Pepe Carvalho, se mueve en un mundo cercano al mío y en sabores de mi infancia. Compartimos el Mediterráneo y el Sur geográfico. Tiene gracia que, ahora que todos los sabores están a nuestro alcance, la pasta al horno y los arancini de Adelina (impagable asistenta-ángel de la guarda del estómago de mi detective) o los salmonetes de la trattoria San Calogero me resulten más sugerentes que las tartas de arándanos con cúpula dorada de la infancia.
Puede que sea también porque, desde el punto de vista gastronómico y en cualquier otro extremo, Sicilia no sólo no defrauda las expectativas, sino que las supera con creces. Mientras que en Corfú, donde mi hermana María y yo buscamos sin éxito el paraíso infantil de Gerald Durrell, sólo pudimos comer horribles platos para turistas, en Sicilia el mundo de Montalbano se conservaba intacto, y mi amiga Mariache y yo, en un viaje inolvidable, lo devoramos con todos los sentidos. Ahí estaba todo: el pescado vivo y las verduras multicolores en los mercados; los paisajes de mar tan azules que herían los ojos, la belleza no buscada de las ciudades ancianas, las calles buyendo de gente que parecía resistirse a ingresar con los dos pies en el mundo moderno. La pasta al nero di sepia, las sarde a beccafico (sardinas rellenas), la caponata, ¡Los arancini de Adelina! Y también las carreteras serpenteando hacia los pueblos adustos del interior, donde el diario local habla de crímenes reales y saldos luctuosos de enfrentamientos entre familias de la mafia, un tema que Camilleri siempre se ha negado a utilizar como objeto literario.
En 'Vosotros no sabéis', el ensayo que dedica a desentrañar la mente de la mafia a través del análisis de los pizzini de Bernardo Provenzano, Camilleri habla de los gustos culinarios del capo mafioso. Nos informa de que la carne le gustaba poco hecha y corta de sal; que leía libros sobre nutrición y que sentía debilidad por la achicoria silvestre hasta el punto de pedir a los próximos que le enviasen semillas para plantarlas en los alrededores de su escondite en la montaña siciliana. No sé si un autor anglosajón nos hubiera contado esas cosas en su retrato de la mente de un asesino, pero desde luego, sí sé por qué Camilleri es mi escritor más querido, y uno de los pocos que hoy día siguen abriéndome las ganas de comer.
Mariache y yo probamos los arancini en diversos lugares. De hecho, en algún punto del viaje perdimos la cuenta de los que habíamos devorado. Los mejores fueron los de un lugar llamado Etoile D’Or; un local cursilón y maravilloso a las puertas de la muralla de Catania, de esos que subvierten los principios del fast food empleando ingredientes naturales y elaboración casera. La vitrina del mostrador estaba llena de arancini rellenos de ragú de carne (los clásicos), de mozzarella y jamón, de mantequilla y espinacas… Y todos eran deliciosos, pero la receta de hoy, dedicada a Mariache, es la que da Camilleri en su relato 'La nochevieja de Montalbano'.
(Habla Andrea Camilleri).
"¡Dios mío, los arancini de Adelina! Los había saboreado sólo una vez; un recuerdo que seguramente le había penetrado en el ADN, en su patrimonio genético.
Adelina tardaba dos días enteros en prepararlos. Se sabía de memoria la receta. La víspera se preparaba un estofado de ternera y carne de cerdo a partes iguales que tiene que cocer a fuego muy lento durante horas con cebolla, tomate, apio, perejil y albahaca. Al día siguiente, se prepara un arroz, el que llaman a la milanesa (¡Pero sin azafrán, por favor!), se vierte todo sobre una mesa, se mezcla con los huevos y se deja enfriar. Entre tanto, se hierven los guisantes, se hace una bechamel, se cortan en trocitos unas lonchas de salchichón y se mezcla todo con la carne estofada y triturada a mano con la tajadera (¡nada de batidoras, por el amor de Dios!). Al arroz se le añade el jugo de la carne. A continuación, se coge un poco, se coloca en la palma de la mano ahuecada, se le agrega una cucharada de la mezcla anterior y se cubre con un poco más de arroz para formar una albóndiga. Cada albóndiga se pasa por harina y después por clara de huevo y pan rallado. Luego, todos los arancini se echan en una sartén con aceite muy caliente y se fríen hasta que adquieren un color de oro viejo. Se escurren sobre papel. ¡Y al final, loado sea el Señor, se comen!"
Ay, qué nostalgia y qué hambre...
ResponderEliminarEstoy segura de que a Camilleri le encantaría leerse como protagonista homenajeado en este precioso post.
ResponderEliminarSi hubiésemos sabido de antemano el pufo de Corfu... Pero lo pasamos genial con Trini y no cambio ese viaje. Sí acepto nuevo viaje para hincharme de arancini y lo que encarte.
Por cierto, como dice Juanete... Escribes como los ángeles!
Mery, María, vámonos a Sicilia, ya!!!
ResponderEliminar¿Y esas tartas de los Don Mickey, siempre esperando humeantes en el alfeizar a que alguien las robara? Y ese pastel de calabaza de los Hollister, que siempre salía perfecto, como todo en aquellas novelas.
ResponderEliminarClaro, Miguel, las de Don Mickey fueron las primeras tartas rellenas que vi en mi vida, y en Los Hollister, todo el fast food de EE UU resultaba apetitoso, porque entonces nada molaba más que ser americano. Espero ansiosa tu próximo post en http://contarsindarsecuenta.blogspot.com
EliminarBesitos!
¡¡ Me ha encantado leer esta entrada en tu blog !! Soy una apasionada de la lectura y a mi tambien me suele ocurrir, que siempre estoy pendiente de todas las comidas y costumbres gastronómicas de los personajes a cuyo mundo entro gracias a los libros.
ResponderEliminarEs un placer leerte.
Saludos cordiales desde "Mi cocina" y buen fin de semana.
Carmen Rosa, me alegro de saber que a otra gente le pasa lo mismo que a mí. Un día se lo comenté a un amigo escritor y me miró con cara rara... Será que nos gusta mucho cocinar... (y comer). Besito!
EliminarYa empecé Esperanza! espero seguir aprendiendo y mejorando cada día, me encanta escribir, espero que eches una mirada a lo que escribí, gracias a tu Blog empecé hacerlo, acá te dejo el enlace
ResponderEliminarhttp://cocinafabulosa.blogspot.com/2012/02/remembranzas-partir-de-ahora-alternando.html
Besitos
P.D. sabías que eres mi tocaya? mi segundo nombre es Esperanza!
Esperanza, una entrada fabulosa. Me ha encantado viajar a la literatura para encontrar referencias gastronómicas. Yo en mi lectura, la verdad, no suelo prestar atención en cuanto a las alusiones a la cocina. Creo que sólo uno me ha marcado en ese sentido, más que evidente: "Como agua para chocolate". Es inevitable salivar cuando Tita relata con tal precisión y regodeo sobre la forma de hacer los chiles en nogada (o cualquier otra de las recetas...)
ResponderEliminarY bueno, me han entrado unas ganas locas de arancini! Voy a tener que ir a Catania a probar los mejores...
Un beso muy grande
!que razon tienes con el poder de la cocina mediterránea y la literatura negra que hace que el papel del libro huela a albahaca, tomate y cebolla! Ya sabes mi afición a Henning Mankell que me parece un maestro en describir el carácter sueco y todo su entorno hasta en la triste descripción de los eternos emparedados de salmón y queso que es el sustento principal del inspector Wallander. !Nada comparable! Gracias Espe por ayudarnos a viajar . ! Como he recordado nuestro viaje culinario por Cinque Terre! Mil besos desde Lisboa
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