miércoles, 22 de febrero de 2012

Nina y la danzante

(http://rosalamariposa.blogspot.com)


Nina vio por primera vez a la muerte hará unos once años. Ella era menuda, flaquita, y aquella sombra negra le daba mucho frío. Se ocultó un tiempo. Necesitaba pensar; armarse para enfrentar al enemigo. No estaba dispuesta, ni preparada, para dejar este mundo. Tenía todas las de perder. Un cáncer de mama agresivo y descubierto muy tarde. La franqueza fría de los médicos respecto de su no-futuro; el dolor de una operación y un tratamiento. Y, contra todo pronóstico, salió adelante.

En aquella época aún no éramos amigas. Nos habíamos conocido durante una fiesta en la que yo preparé la cena. Mis platos le gustaron. Estuvimos conversando, intercambiando recetas, emplazándonos para una sesión de cocina juntas. Luego supe, por nuestro amigo común Héctor, de su enfermedad y de lo precario de su situación.

Por eso me sorprendió cuando, unos meses más tarde, me llamó para embarcarme en mi última batalla como periodista seria. La burbuja urbanística que después terminaría estallando se inflaba, esta vez sobre unas cuevas prehistóricas que gozaban de supuesta protección legal. Nina, después de haber vencido a la muerte, se veía capaz de frenar la especulación urbanística. Durante meses y meses la vi batallar recopilando informes científicos y normativas legales; convirtiéndose en la peor mosca cojonera que ningún político corrupto o arqueólogo pusilánime o constructor avaricioso haya tenido que aguantar. En aquella lucha observé su rigor, su incapacidad para entender o tolerar injusticias ni apaños, su cabezonería, su genio. La vi cantarle las cuarenta a concejales, delegados provinciales de Urbanismo o de Cultura, periodistas y ciudadanos que miraban a otro lado. Vi su cocina, su salón, su cuarto, su garaje inundados de papeles, y me sentí culpable por las caras de desaprobación de sus seres más queridos cuando la veían derrochar la energía que no le sobraba en aquella causa, que fue una causa perdida. Se construyó la urbanización sobre la Cueva del Tesoro y Nina sufrió las insidias de quienes no lo impidieron. A mí se me quitaron las ganas de seguir siendo periodista. Nina, a los pocos meses, volvió a caer enferma.

A lo largo de once años hubo varios desahucios médicos. Mientras los oncólogos tiraban la toalla, Nina, en su retiro, le hablaba de tú a la muerte y le decía que la dejara en paz. A menudo peleaban cuerpo a cuerpo convertidas en bestias horribles, pero yo de eso nada supe. Sólo pude hacerme una idea remota de toda aquella violencia cuando contemplé su cuerpo en un día de playa, cubierto de cicatrices como si hubiera sido presa de un tiburón blanco. Hice como si no me hubiera impresionado. Creo que ella lo prefería así. 
 
En aquellos años yo también enfermé. Mis males no eran comparables a los suyos, pero ella se compadecía de mi dolor y me hablaba de las recetas que había encontrado, porque, sí, para exasperación de su oncólogo, Nina decidió que era soberana de su cuerpo, y probó y se mantuvo fiel a muchas terapias alternativas que, si no la curaron, le permitieron mantener una calidad de vida más que digna, y hacernos creer a todos que se moriría de cualquier otra cosa antes que de cáncer.

Con el tiempo dejó de guerrear con la muerte y se sentó con ella. La convenció de que necesitaba tiempo para estar con su hija, para conocer y disfrutar a dos nietos. Para lanzarse a pintar como dios manda, porque Nina siempre fue muy bien hecha y no quería pintar cualquier cosa. Para esbozar algún cuento. Para largarse a Irlanda a aprender inglés como una adolescente. Para seguir cultivando amigos, bailar, cocinar, cuidar las plantas de su jardín, practicar yoga, aprender a estarse quieta y a disfrutar de no hacer nada.

Poco a poco fue desapareciendo la amargura por las batallas perdidas. Perdonó a los enemigos incluso aunque le hubieran infligido heridas dolorosas. Aprendió que el mundo podía no ser justo y seguir girando pese a todo, y empezó a apreciar la belleza de lo imperfecto.

Entonces, un día me llamó para comer juntas. Como siempre, me preguntó por mi salud, por mi vida; si hacía lo que me daba la gana o no. Y luego me contó un sueño que había tenido. En su sueño aparecía una pequeña danzante. Un esbozo de mujer, un monigote femenino que bailaba al son de una música pegadiza y la invitaba a seguirla. “Empecé a bailar y me fui detrás de ella”, me contaba. “Íbamos bailando, ella delante, siempre volviéndose a mí para que la siguiera, y yo detrás, y entonces llegué a una habitación iluminada, cálida, donde estaba mi madre. Estaba cosiendo, guapísima, y me invitó a sentarme con ella. Creo que he soñado con la muerte”.

Pasó casi un año antes de que, el lunes, una íntima amiga de Nina me llamase para decirme que se había ido. Aún no he podido llorar en paz. Cada vez que lo intento aparece un monigote bailando.

Nina y yo compartimos, entre otras cosas, la pasión por la cocina. La suya era la más bonita que he visto nunca. En el interior de aquella estancia mágica hacía platos deliciosos que, como tantas otras cosas, regalaba a sus seres queridos. Era una anfitriona perfecta. Le gustaban los aceites y los vinos, prestaba atención a los detalles y no le tenía miedo a ninguna receta. Si le faltaba pericia o cualquier condimento, lo compensaba echando un poquito más de amor, un ingrediente fundamental en cualquier cazuela donde se guise algo.
 
Le dedico una receta que nos unió; mis bombones de higo, que, según me cuentan quienes los probaron, le salían perfectos.  

Bombones de higo

Ingredientes:

¼ de kilo de higos secos sin prensar
125 gramos de chocolate negro
3 huevos
75 gramos de mantequilla
1 cucharada de azúcar glass.
1 vaso de brandy
1 vaso de vino dulce
Una tableta de chocolate de cobertura
Una cucharada de manteca de cacao (o aceite de girasol)

Cortamos con unas tijeras la parte inferior de los higos, por la que después meteremos el relleno. Los lavamos bien y los ponemos a macerar con el brandy y el vino dulce unas 24 horas. Pasado este tiempo, los sacamos, los escurrimos y los secamos, sin tirar el alcohol de la maceración. Dejamos templar la mantequilla para que se ablande. Ponemos los 125 gramos de chocolate negro al baño maría para que se derrita. Separamos las claras de las yemas de los huevos. Una vez derretido y templado el chocolate fuera del fuego, batimos las yemas con el azúcar y las mezclamos con el chocolate. Añadimos la mantequilla, aclaramos con un par de cucharadas de la mezcla de vino dulce y brandy, removemos bien. Una vez preparada la base de chocolate, montamos las claras a punto de nieve y mezclamos con la base de chocolate moviendo la mousse delicadamente con una espátula, tratando de que los movimientos sean de abajo arriba para que la mousse no pierda mucho aire. Dejamos enfriar unas horas. Derretimos el chocolate de cobertura con la manteca de cacao y mantenemos el recipiente en el baño maría con el fuego apagado para que no se endurezca. Ahuecamos el interior de los higos con una cucharilla y, con ayuda de una manga pastelera, los rellenamos. Inmediatamente, los bañamos en la cobertura de chocolate cogiéndolos por el rabito y los ponemos en una placa que meteremos en el congelador unos 15 minutos para que la cobertura se endurezca. Luego ya los podemos pasar a la nevera. Se pueden presentar en cápsulas de las que se usan para las trufas, o sobre una crema de almendras que haremos batiendo un poco de turrón blando con una cucharada de brandy y algo de nata caliente.

domingo, 12 de febrero de 2012

carne


Hace poco, en una entrevista para el suplemento de gastronomía de SUR, el escritor Antonio Soler me confesaba su aversión a la carne. Decía que la aborreció desde chico, porque donde otros veían un filete, él veía un animal del que se veía obligado a comer un trozo. Mi hermano Miguel nos anunció hace unos meses que había renunciado a la carne por militancia contra la crueldad reinante en criaderos intensivos y mataderos. En Navidad, cuando vino a Málaga, se negó a comer jamón. Nosotros intentamos convencerlo de que no se perdiera ese placer apelando a la vida envidiable de los cerdos ibéricos en las dehesas. Él respondió: “por si acaso”, y se concentró en la fuente de gambas. Nada sabemos del sufrimiento de las gambas, sometidas a una muerte lenta por asfixia, pensé, pero no quise abrir la boca, temerosa de que al final mi hermano termine planteándose si los tomates sufren al ser arrancados de la mata y dejándose morir de inanición…

Mi sobrino Manu aún no está en la etapa de elaborar reflexiones morales sobre la comida. Si bien es cierto que sus primeras capturas como pescador terminaban devueltas al mar por pena (la verdad es que eran unos cachorritos de pez preciosos y malos de comer), en el momento en que pescó sus primeras caballas, los escrúpulos desaparecieron, y su afán depredador ha ido en aumento. Este invierno lo llevamos al rodaje de una cacería con galgos en el que estábamos trabajando. Cuando el primer galgo llegó con una liebre entre las fauces, la presa aún tenía vida en los ojos y un rictus de tensión en el rostro. Manu la cogió y se fue al dueño de los perros para pedirle que se la regalara. La caza ya no es una necesidad, y los galgueros, hartos de comer liebres, vieron en aquel niño entusiasta una oportunidad para librarse de sus presas. De no ser por la estrecha vigilancia que desplegamos Gaby (mi santo varón) y yo, y por la mímica desesperada que empleamos, tratando de que Manu no nos descubriera, para rogarles a los cazadores que no le dieran liebres, habríamos vuelto a Málaga con seis o siete. El botín quedó en dos, que tuvimos que arrebatar de sus manos para refrenar los instintos forenses de un niño de doce años y no aborrecer de por vida la carne como Antonio Soler o mi hermano.

Cuando anuncié al padre de la criatura, hastiado de tener que ensartar gusanas en anzuelos, comer peces incomestibles y soportar el olor a pescado podrido en la ropa, que volvíamos de nuestra expedición con dos liebres con todo su pelo, su sangre y sus vísceras para despellejar y despiezar en casa, contestó con una frase lacónica cuyo tono entendí al momento: “En la tuya, ¿No?” Glups. “En la mía, claro”, dije.
 
La primera vez que tuve que despellejar y descuartizar liebres fue un 5 de enero. Rafa, mi anterior pareja, había ido a hacer un reportaje de fotos sobre caza, y le habían regalado tres piezas que, de no venir con su abrigo de pelo y sus orejas, habría tomado por ciervos. Estábamos en vísperas de Reyes. Yo no tenía ningún carnicero de cabecera al que pedir que me hiciera la merced de despellejar aquello y Rafa, como Manu en la cacería, se negaba a la posibilidad de que nos deshiciéramos de ellas regalándolas o dándoles un entierro digno. En Internet encontré un tutorial para despellejar piezas de caza. Siguiendo las instrucciones, y con toda la cocina forrada con papel de periódico, iniciamos la sangrienta tarea, que incluyó imprevistos como el reventón de una vejiga urinaria durante la evisceración. En esto se presentó mi hermana Cristina con los sobrinos. Manu era entonces casi un bebé al que prejuzgué (mal, posiblemente) como impresionable. La cocina parecía el plató de La Matanza de Texas. Con el delantal lleno de sangre y un cuchillo en la mano, salí a decirles que se tenían que marchar de inmediato, porque los Reyes Magos estaban en casa. No sé qué pensarían que les estábamos haciendo a Sus Majestades. El caso es que yo fui incapaz de comer ni un solo trozo de los diez kilos de liebre que tuve que guisar. Hice un civet y lo congelé por raciones, y luego fui convenciendo a invitados entusiastas de mi cocina de que se llevaran aquel plato inefable.
 
Esta vez con Manu tuve la precaución de llevarme las dos liebres a la terraza, junto al sumidero de agua, y enchufar la manguera. La tarea resultó menos penosa, a pesar de lo cual mi sobrino, que al principio quería toda la carne para él, depuso su postura avara y terminó brindándome más de la mitad de la caza. Empecé a sospechar que se le habían quitado las ganas de comer liebre. Aunque me pidió mil recetas e ideas para cocinarlas, tengo entendido que al final su parte del botín la guisó mi hermana Cristi, que odia la cocina, y la carne se la comieron, entre llantos y protestas, mis pobres sobrinitas.
 
Nunca he tenido de forma espontánea la idea de que al comer carne comía un trozo de un animal que antes estaba vivo. Una vez, en el Colegio Mayor, se me sentó al lado en el comedor una estudiante de Medicina. Cuando empezó a dar una clase magistral de anatomía patológica con prolija descripción de los nervios, tendones, venas y quistes de grasa que encontraba en su filete, me levanté y me fui a otra mesa. Ahora me preocupa la crueldad que se ejerce contra los animales en la cría intensiva y en el sacrificio, pero no he llegado a dar el paso de no comer carne. Sin embargo, mi recuerdo de infancia más cruel tiene que ver con el sacrificio de un chivo, que me llevó a odiar a María, la vecina de mi abuela, una mujer a la que yo tenía por maravillosa pero que no vaciló en rajarle el cuello a Blanquita, la cabritilla que criaba, pensaba yo que por gusto, y a la que tanto me gustaba dar de comer y acariciar. Soñé durante muchas noches con Blanquita desangrándose sobre un cubo de plástico, intentando, en acto desesperado de supervivencia, comerse la sangre que manaba de su gaznate.

En el acto de comer hay una crueldad intrínseca, atávica, que forma parte de su seducción.
 
Por eso, y con perdón para mi hermano Miguel y Antonio Soler y todos los animales sacrificados, voy a dar mi receta favorita para el conejo, un animal que por suerte compro ya  limpio y despiezado…
 
Conejo marinado al horno
 
Si, como yo, no son amantes del conejo por su tendencia a resecarse y su sabor montaraz, esta receta les sorprenderá gratamente.
 
Ingredientes:
 
1 conejo despiezado, con su higadito.
1 limón y su ralladura
1 naranja y su ralladura
1 chorrito de vino blanco
1-2 dientes de ajo rallados
Un trozo de jengibre fresco rallado
Una guindilla fresca, picante
Unas ramitas de romero
Unas ramitas de tomillo
Un chorrito de aceite de oliva virgen extra
Pimienta
Sal
 
Preparación:
 
Ponemos en un recipiente lo bastante grande como para que quepa el conejo, los ingredientes de la marinada: el ajo y el jengibre rallados, la guindilla en trozos pequeños, el romero y el tomillo, la ralladura de naranja y limón, la pimienta y la sal, y sobre los ingredientes secos, añadimos los líquidos; el zumo de limón y naranja, el vino blanco y el aceite. Removemos y agregamos a la marinada los trozos de conejo, impregnándolos bien de la marinada. Tapamos el recipiente para que no haya contaminación de olores y lo metemos en la nevera un mínimo de cuatro horas. Al cabo de este tiempo, le damos la vuelta a los trozos y volvemos a marinar otro mínimo de cuatro horas (si se hace de un día para otro, perfecto).
 
Calentamos el grill horno a 200 grados. Montamos la bandeja del grill sobre la bandeja metálica, distribuimos los trozos de conejo y el hígado sobre el grill y ponemos en la bandeja de debajo el líquido de la marinada y medio vaso de agua. Metemos la bandeja en las ranuras superiores del horno, tratando de que la carne quede como a unos 10 centímetros de la fuente de calor. Horneamos durante 20-25 minutos, hasta que la carne esté dorada. Damos la vuelta a las piezas y dejamos en el horno otros 20 minutos más. Servimos con patatas asadas y aliñadas con aceite de oliva virgen extra y unas hierbas y con una buena ensalada verde al lado.