viernes, 23 de septiembre de 2011

A modo de saludo...

Hace algunos años empecé a darle vueltas a la idea de que nuestra predilección por algunas comidas y la aversión que nos provocan ciertos alimentos podían tener relación con las emociones. Por entonces yo estaba sumida en una crisis personal, y a pesar de que la negrura del momento no me había quitado el apetito ni las ganas de cocinar, al llegar la noche lo único que me pedía el cuerpo era (espero, amable lector o lectora sibarita, que esta confesión no le haga dejar de leer) puré de patatas de sobre. 

Hacía algún tiempo una amiga me había regalado Afrodita, de Isabel Allende. Aunque me parece una mujer muy interesante, nunca he sido lectora de sus novelas, pero un día me dio por curiosear ese texto dedicado al poder afrodisiaco de los alimentos. En el prefacio, Allende explicaba cómo, durante el tiempo que duró la enfermedad que le arrebató a su hija Paula, lo único que podía comer con gusto, incluso de forma compulsiva, era el arroz con leche. 


Aquello me hizo pensar. Un alimento blanco, de textura cremosa, un sabor sencillo, era un remedio contra la tristeza. Ignoro cuándo probó Isabel Allende por vez primera el arroz con leche, pero en mi caso, el puré de patatas de sobre era un recurso al que mi madre, mujer trabajadora y madre de cinco criaturas en los años setenta, acudía con relativa frecuencia para completar nuestras cenas. 

¿Por qué, con perdón de Isabel Allende, mucho más elevada en la búsqueda de un alimento reconfortante, ambas buscábamos consuelo en un alimento blanco y pastoso?

El blanco es el color de la leche materna, y también el de la nata de leche cocida que mi padre, en mi primer recuerdo infantil relacionado con la comida, retiraba cuidadosamente con una cucharilla (en aquel tiempo la leche criaba al hervir una capa de nata) para untarla, con sus manos grandes y hermosas, en una rebanadita de pan tostado. Luego la espolvoreaba con sal y me la daba a comer. Recuerdo la primera vez. Era invierno. La luz de la mañana caldeaba la cocina de nuestro piso de la calle Cister; una cocina de la que sólo recuerdo el alicatado en blanco, el poyete de mármol sobre el que mi madre, cuando hacía flan, dejaba caer algunas gotitas de caramelo; los quemadores de bronce de la hornilla bruñidos a fuerza de estropajo, y la mesa de formica beige en la que me enfrenté a algunos de mis primeros sabores: el hígado, al que aún no he conseguido aficionarme, las tortillitas de sesada, que me siguen encantando aunque estén pasadas de moda, las sopas, croquetas, estofados y cazuelas que mi madre bordaba, las lentejas, por las que aún siento predilección... Y pensé que las emociones, la memoria, debían de influir en la configuración de nuestros gustos. 

Que el olfato y el gusto son dos sentidos con un inmenso poder evocador no es ningún descubrimiento personal Ahí tenemos los siete tomos de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, como prueba de lo que puede desencadenar una simple magdalena. 

¿Quién no se ha sentido trasladado por un olor, por un sabor, a determinado momento de su vida? La cuestión está ampliamente estudiada, ya dejaré bibliografía para quien esté interesado. Pero en aquel momento se me ocurrió elaborar un pequeño cuestionario, que envié a algunos amigos y amigas, preguntándoles cosas como su primer recuerdo relacionado con la comida, alimentos que les evocaban momentos felices, sabores que les transportaban a la infancia...

Para mi sorpresa, mis amigos no sólo respondieron al cuestionario, sino que lo reenviaron a su vez a otros amigos, y en unas pocas semanas me encontré con un centenar de cuestionarios respondidos; textos en los que encontré historias maravillosas, íntimas, divertidas, tristes, conmovedoras, surrealistas, cómicas. Mi pequeño experimento me daba pie para seguir en esa línea de búsqueda.

Aquel proyecto (¡Ay!) quedó abandonado en ese punto, enterrado por otras urgencias y obligaciones. Pero la vida a menudo avanza describiedo círculos, y hace unos meses la idea de trabajar sobre la relación entre la cocina y las emociones volvió a mí. Gracias a la receptividad para las ideas estrambóticas de mi amigo y viejo compañero José Manuel Atencia, jefe de informativos de la Cadena SER en Málaga, este verano iniciamos una sección titulada Retratos con sabor en la que, metafóricamente, sentamos a la mesa de la cocina a personalidades malagueñas y les pedimos que buceen en sus recuerdos a través de la evocación de sabores, platos y alimentos que hayan estado presentes en su vida. Confieso que el primer día estaba horrorizada, pero la cosa salió tan bien que la sección ha sobrevivido a la programación del verano. Quienes sintonicen SER Málaga pueden escuchar las entrevistas los viernes, después del informativo de las 13.00 horas. Para quienes no, cuando aprenda a manejar mejor la tecnología prometo colgar algunos audios.


En realidad, Retratos con sabor no es más que un comienzo para un proyecto que, como todos los procesos, llegará quién sabe a dónde. Lo siguiente es este blog, algo más personal, más íntimo, donde iré contando recuerdos y recetas propios y ajenos (eso sí, preservando la intimidad de quienes me los han confiado), y donde espero que también me contéis los vuestros. A quienes andéis por ahí, muchas gracias por jugar a este juego conmigo. Y una petición: que me contéis vuestro primer recuerdo relacionado con la comida; el primer sabor que recordéis, de la forma más detallada posible. ¿Dónde estabas? ¿Quién estaba contigo? ¿Qué impresión te produjo aquel sabor?


Si no queréis contestar en público, podéis escribirme al correo del blog: cocinayemociones@gmail.com

Sabrosos saludos...