A mi tío Rafa le encantan los motores, los complejos vitamínicos y los viajes. Es el hermano mayor de mi padre, y una de las personas más cariñosas que he conocido. Cuando éramos niños, nos cogía la cara entre las manos y nos miraba con arrobo durante un rato. Luego preguntaba: “¿Tú sabes cuánto te quiero?” Mi tío Rafa y mi tía Mariana viven debajo de la casa de mis padres, y, aunque son unos vecinos discretos, cuando nos peleábamos de pequeños, Tío Rafa subía como un corcho en el agua para poner paz antes de que mi madre saltara por la ventana. También nos explicaba Matemáticas, y se desesperaba cuando, con seis o siete años, le exigía que en lugar de intentar tentarme a ingresar en el universo de las ciencias exactas hablándome de números primos, negativos y transfinitos, se limitara a explicarme cuántos melones a cinco pesetas me daba el tendero si iba a la compra con diecisiete pesetas.
Mi tío Rafa y mi tía Mariana se quieren muchísimo, pero escenifican una relación de pícame-Pedro, pícame-Juan que daría mucho juego a los guionistas de sit-com. A mi tío le gusta el campo. A mi tía, la ciudad. Mi tío odia ir de compras. Mi tía odia las excursiones sin rumbo que a Tío Rafa le encanta hacer. Por eso, cuando éramos niños, él recurría a los sobrinos para probar el motor de su último coche llevándonos a comer a alguna venta con la única condición de intentar hacer el máximo número de kilómetros entre el punto de partida y el punto de llegada. A nosotros nos encantaba.
Al igual que a toda mi familia paterna, a mi tío Rafa le encanta el campo. Pero además, por su trabajo, se sabe al dedillo cada sierra, cada cuenca y cada carretera comarcal de la provincia. Le gusta desviarse de la ruta, bajarse en algún lugar e inspeccionar la flora o recolectar alguna frutilla silvestre que madura en un paraje secreto que sólo él conoce.
Uno de los destinos preferidos por mi tío para las excursiones de disfrute combinado de sobrinos y coche nuevo era la Venta de Alfarnate. En aquella época, Alfarnate quedaba donde Cristo dio las tres voces, pero para él tenía la ventaja de que existían dos caminos distintos para ir desde Málaga; cada cual más lleno de curvas. La subida solíamos hacerla por una carretera que ascendía desde la costa oriental, por la que, según nos contaba, discurría en tiempos el trazado del tren de cremallera que unía Málaga con Granada atravesando el Boquete de Zafarraya. En el camino, mientras nosotros intentábamos fijar la vista en algún punto para combatir el mareo, mi tío Rafa nos explicaba que en la época de nuestros abuelos, el tren tardaba varias horas en cubrir el último tramo de subida, de modo que los viajeros tenían tiempo de bajar en marcha, hacer un picnic en el campo y volver a subir a su vagón unos metros más adelante. A decir verdad, más de una vez deseé que la velocidad de su último coche fuese más parecida a la de aquel viejo tren que a la de un fueraborda del asfalto.
Mientras íbamos de camino, Tío Rafa nos explicaba que la Venta de Alfarnate era un lugar de parada obligatoria para los viajeros antiguos. Era famosa por sus huevos a lo bestia. El nombre es tan descriptivo que no requiere muchas explicaciones, pero diré que el plato consistía en un lebrillo de migas coronado por un par de huevos fritos, unas tajadas de lomo, chorizo y morcilla. Mi tío nos contaba que el plato era tan excesivo que, cuando lo servía, el dueño de la venta le decía al valeroso cliente que, si era capaz de terminárselo todo, él invitaba a un segundo plato. Al parecer, uno de los pocos capaces de repetir fue un tío abuelo nuestro, inspector del Timbre, que no sólo logró engullir el plato de pago y el de regalo, sino que de postre pidió un tercer plato. En lo sucesivo, contaba mi tío, el dueño de la venta se abstuvo de lanzar semejantes retos a su parroquia. Ignoro hasta dónde llegó el nivel de colesterol de mi tío abuelo. Por fortuna para él, en aquellos tiempos los médicos no daban la lata con esas cosas, y la gordura era síntoma de buena salud.
El caso es que nuestra mayor ilusión era llegar a la venta y probar el famoso plato, cosa que sólo logré en una ocasión, y mi hermano, mucho más asiduo de las rutas automovilísticas con mi tío, en ninguna, al menos conmigo presente. Yo no estuve en el primer intento. Según cuentan mi hermano Miguel y mi primo Angelito, el fallo de la operación fue una escala que hicieron en los Montes de Málaga. Era la época de los madroños y mi tío conocía un madroñal magnífico. Se dieron tal atracón de esa fruta indigesta que al llegar a la venta, después de varias paradas para vomitar, sólo pudieron pedir un consomé. En la segunda ocasión, con mi tío al volante de un nuevo coche con mucho más agarre en las curvas que el modelo anterior, yo me puse delante haciendo valer mi condición de sobrina mayor de la expedición y más proclive al mareo. Mi tío inició el ascenso como siempre, explicándonos las cuencas fluviales de una manera gráfica que recomiendo a todos los profesores de Geografía. Cuando quiere explicar un sistema fluvial, mi tío Rafa dice: “este arroyo mea en tal río, y éste río mea hacia tal sitio”. Gracias a él entendí por qué el Tajo y el Ebro iban en direcciones opuestas.
Recuerdo que el campo estaba precioso aquel día. Mi tío nos explicaba cómo cambiaba la floración según la altura mientras que su amuleto, una pequeña cabeza de caimán que trajo de Sudamérica, se bamboleaba furiosamente colgado del retrovisor entre curvas y baches. Siempre me gustó aquel caimán. En un momento del viaje me di cuenta de que Miguel y Angelito no abrían la boca. No le di mayor importancia hasta que, cerca de nuestro destino, volví la cabeza y vi que el color de los pasajeros de atrás había virado hacia el blanco cerúleo. Ambos tenían los ojos cerrados y el cuello hacia atrás, en una pose que me recordaba al Cristo de la Piedad de la Semana Santa de Málaga. Al llegar a la puerta de la venta, salieron corriendo en direcciones opuestas, buscando un lugar adecuado para vaciar sus estómagos. Miguel y Angelito tampoco probaron ese día los huevos a lo bestia. Mi tío y yo, sí, aunque no conseguimos llegar al fondo del lebrillo. Yo ni me atreví a pedir ayuda a mi hermano y mi primo, tan concentrados como los veía en sus calditos de pollo. No sé si en alguna ocasión volvieron a intentar comerse los huevos. Sé que sólo con el tiempo he llegado a apreciar lo que disfruta un tío con sus sobrinos, y aunque también he pecado alguna vez de exceso de entusiasmo implicando a los míos en mis pasiones, algún día ellos recordarán esos excesos con el mismo gusto con que yo recuerdo los de mi tío Rafa.
Como sé que mi tío se cuida más que aquel tío abuelo del que nos hablaba, le dedico la receta del morrete de setas; un plato típico de Alfarnate algo más discreto en la cantidad de colesterol que aquellos míticos huevos a lo bestia… Que por cierto ahora se sirven en platos normales y aun así, uno se los come con una cierta sensación de culpa.
Ingredientes:
1 kg de setas de cardo
2-3 dientes de ajo
Una rebanada de pan cateto asentado
Una cucharada de pimentón dulce
Una guindilla
Aceite de oliva virgen extra y sal
Preparación
Troceamos y freímos las setas en un poco de aceite a buena temperatura, para que se doren sin perder agua. Remojamos el pan cateto y lo ponemos a trozos en un mortero o vaso de batidora con el ajo, el pimiento y la guindilla. Trituramos bien hasta conseguir una pasta fina y lisa de color anaranjado. Pasamos las setas a una cazuela con poco fondo (ideales las de barro)y dejamos hervir a fuego lento unos 10 minutos. Las setas soltarán algo de líquido, pero la salsa final ha de tener el punto de una bechamel fluida, de modo que si hace falta, añadimos agua en la cocción. El guiso se puede alegrar con unas gotas de vinagre y con unas patatillas picadas. Cuando no hay setas se hace con espárragos trigueros, patatas y hasta con berenjenas. La receta es de Mari Feli, del Mesón de la Villa de Alfarnate. Otra gente especia el guiso con orégano y comino.
Mi tío Rafa y mi tía Mariana se quieren muchísimo, pero escenifican una relación de pícame-Pedro, pícame-Juan que daría mucho juego a los guionistas de sit-com. A mi tío le gusta el campo. A mi tía, la ciudad. Mi tío odia ir de compras. Mi tía odia las excursiones sin rumbo que a Tío Rafa le encanta hacer. Por eso, cuando éramos niños, él recurría a los sobrinos para probar el motor de su último coche llevándonos a comer a alguna venta con la única condición de intentar hacer el máximo número de kilómetros entre el punto de partida y el punto de llegada. A nosotros nos encantaba.
Al igual que a toda mi familia paterna, a mi tío Rafa le encanta el campo. Pero además, por su trabajo, se sabe al dedillo cada sierra, cada cuenca y cada carretera comarcal de la provincia. Le gusta desviarse de la ruta, bajarse en algún lugar e inspeccionar la flora o recolectar alguna frutilla silvestre que madura en un paraje secreto que sólo él conoce.
Uno de los destinos preferidos por mi tío para las excursiones de disfrute combinado de sobrinos y coche nuevo era la Venta de Alfarnate. En aquella época, Alfarnate quedaba donde Cristo dio las tres voces, pero para él tenía la ventaja de que existían dos caminos distintos para ir desde Málaga; cada cual más lleno de curvas. La subida solíamos hacerla por una carretera que ascendía desde la costa oriental, por la que, según nos contaba, discurría en tiempos el trazado del tren de cremallera que unía Málaga con Granada atravesando el Boquete de Zafarraya. En el camino, mientras nosotros intentábamos fijar la vista en algún punto para combatir el mareo, mi tío Rafa nos explicaba que en la época de nuestros abuelos, el tren tardaba varias horas en cubrir el último tramo de subida, de modo que los viajeros tenían tiempo de bajar en marcha, hacer un picnic en el campo y volver a subir a su vagón unos metros más adelante. A decir verdad, más de una vez deseé que la velocidad de su último coche fuese más parecida a la de aquel viejo tren que a la de un fueraborda del asfalto.
Mientras íbamos de camino, Tío Rafa nos explicaba que la Venta de Alfarnate era un lugar de parada obligatoria para los viajeros antiguos. Era famosa por sus huevos a lo bestia. El nombre es tan descriptivo que no requiere muchas explicaciones, pero diré que el plato consistía en un lebrillo de migas coronado por un par de huevos fritos, unas tajadas de lomo, chorizo y morcilla. Mi tío nos contaba que el plato era tan excesivo que, cuando lo servía, el dueño de la venta le decía al valeroso cliente que, si era capaz de terminárselo todo, él invitaba a un segundo plato. Al parecer, uno de los pocos capaces de repetir fue un tío abuelo nuestro, inspector del Timbre, que no sólo logró engullir el plato de pago y el de regalo, sino que de postre pidió un tercer plato. En lo sucesivo, contaba mi tío, el dueño de la venta se abstuvo de lanzar semejantes retos a su parroquia. Ignoro hasta dónde llegó el nivel de colesterol de mi tío abuelo. Por fortuna para él, en aquellos tiempos los médicos no daban la lata con esas cosas, y la gordura era síntoma de buena salud.
El caso es que nuestra mayor ilusión era llegar a la venta y probar el famoso plato, cosa que sólo logré en una ocasión, y mi hermano, mucho más asiduo de las rutas automovilísticas con mi tío, en ninguna, al menos conmigo presente. Yo no estuve en el primer intento. Según cuentan mi hermano Miguel y mi primo Angelito, el fallo de la operación fue una escala que hicieron en los Montes de Málaga. Era la época de los madroños y mi tío conocía un madroñal magnífico. Se dieron tal atracón de esa fruta indigesta que al llegar a la venta, después de varias paradas para vomitar, sólo pudieron pedir un consomé. En la segunda ocasión, con mi tío al volante de un nuevo coche con mucho más agarre en las curvas que el modelo anterior, yo me puse delante haciendo valer mi condición de sobrina mayor de la expedición y más proclive al mareo. Mi tío inició el ascenso como siempre, explicándonos las cuencas fluviales de una manera gráfica que recomiendo a todos los profesores de Geografía. Cuando quiere explicar un sistema fluvial, mi tío Rafa dice: “este arroyo mea en tal río, y éste río mea hacia tal sitio”. Gracias a él entendí por qué el Tajo y el Ebro iban en direcciones opuestas.
Recuerdo que el campo estaba precioso aquel día. Mi tío nos explicaba cómo cambiaba la floración según la altura mientras que su amuleto, una pequeña cabeza de caimán que trajo de Sudamérica, se bamboleaba furiosamente colgado del retrovisor entre curvas y baches. Siempre me gustó aquel caimán. En un momento del viaje me di cuenta de que Miguel y Angelito no abrían la boca. No le di mayor importancia hasta que, cerca de nuestro destino, volví la cabeza y vi que el color de los pasajeros de atrás había virado hacia el blanco cerúleo. Ambos tenían los ojos cerrados y el cuello hacia atrás, en una pose que me recordaba al Cristo de la Piedad de la Semana Santa de Málaga. Al llegar a la puerta de la venta, salieron corriendo en direcciones opuestas, buscando un lugar adecuado para vaciar sus estómagos. Miguel y Angelito tampoco probaron ese día los huevos a lo bestia. Mi tío y yo, sí, aunque no conseguimos llegar al fondo del lebrillo. Yo ni me atreví a pedir ayuda a mi hermano y mi primo, tan concentrados como los veía en sus calditos de pollo. No sé si en alguna ocasión volvieron a intentar comerse los huevos. Sé que sólo con el tiempo he llegado a apreciar lo que disfruta un tío con sus sobrinos, y aunque también he pecado alguna vez de exceso de entusiasmo implicando a los míos en mis pasiones, algún día ellos recordarán esos excesos con el mismo gusto con que yo recuerdo los de mi tío Rafa.
Como sé que mi tío se cuida más que aquel tío abuelo del que nos hablaba, le dedico la receta del morrete de setas; un plato típico de Alfarnate algo más discreto en la cantidad de colesterol que aquellos míticos huevos a lo bestia… Que por cierto ahora se sirven en platos normales y aun así, uno se los come con una cierta sensación de culpa.
Ingredientes:
1 kg de setas de cardo
2-3 dientes de ajo
Una rebanada de pan cateto asentado
Una cucharada de pimentón dulce
Una guindilla
Aceite de oliva virgen extra y sal
Preparación
Troceamos y freímos las setas en un poco de aceite a buena temperatura, para que se doren sin perder agua. Remojamos el pan cateto y lo ponemos a trozos en un mortero o vaso de batidora con el ajo, el pimiento y la guindilla. Trituramos bien hasta conseguir una pasta fina y lisa de color anaranjado. Pasamos las setas a una cazuela con poco fondo (ideales las de barro)y dejamos hervir a fuego lento unos 10 minutos. Las setas soltarán algo de líquido, pero la salsa final ha de tener el punto de una bechamel fluida, de modo que si hace falta, añadimos agua en la cocción. El guiso se puede alegrar con unas gotas de vinagre y con unas patatillas picadas. Cuando no hay setas se hace con espárragos trigueros, patatas y hasta con berenjenas. La receta es de Mari Feli, del Mesón de la Villa de Alfarnate. Otra gente especia el guiso con orégano y comino.
Hola, sólo un par de añadidos: el plato llevaba además unas cuantas aceitunas partidas que le daban un puntito alegre. La regla, según tengo entendido era que si te comías dos, el segundo no lo pagabas, y si te comías tres, no pagabas ninguno. Y el famoso episodio de los madroños terminó en realidad en una venta en el arroyo de Totalán, entre Totalán y la Cala. La frase de tío Rafa, cuando volvió del baño fue: "Uf, qué mal estoy. He tenido que meterme los dedos". Entonces Angelito respondió: "Pues yo creo que también", y así fue. Yo con el rollo de que me mareo había comido pocos y me había sentado delante concentrado, así que me salvé. La venta era bastante famosa, lugar habitual de fiestas de verdiales. No sé si fue engullida por las urbanizaciones galopantes que hicieron en mitad del cauce. Esperemos que el arroyo no decida un día también recuperar lo que es suyo.
ResponderEliminarPor cierto, la receta tiene una pinta estupenda. Un beso.
No se si me gustan mas, tus recetas o tus escritos,todo todo... no se que me pasa contigo te pierdo la pista y cuando te encuentro me da mucha alegria!!!UN BESETE VOY A HOJEAR,WWW.ELHORNODEMARIA.COM
ResponderEliminarSin duda una gran historia Espe...Cada vez que te leo me vienen a la cabeza mil recuerdos míos, y además me motivas a cocinar todo lo que propones. Muchas felicidades Espe!!
ResponderEliminarMiguel: Es verdad que hay imprecisiones en la historia, pero no me digas que en tus años jordanos no has soñado alguna vez con comerte unos huevos a lo bestia...
ResponderEliminarGracias, Mari Carmen, yo también visito mucho el horno de María, que siempre me da buenas ideas de cositas ricas hechas con amor. Besitos!
Mari Sole: ¡Hala, a cocinar! Invítame a un morrete...
XD
ResponderEliminarMi padrino es encantador, sin duda. Donde sí tengo una duda es en si subía a poner paz para que mamá no se tirara por el balcón o para que no lo hiciera tía Mariana . Esas carreras alrededor de la casa debían sonar a estampida de elefantes en su casa!
El post es genial. La receta tendré que hacerla!
Yo no digo ya nada, Esperanza. Me quedo con la boca abierta y la babilla se me cae por la comisura de los labios...
ResponderEliminarMe quedo embelesada y parada sin decir ni mover un párpado...
La receta me encanta, y tiene que estar de lujo, nunca la he probado, pero es que leerte es una delicia...
si hubiéramos coincidido antes en el tiempo, me hubiera camelado a tu tío para que me adoptara como sobrina, y me llevara en su coche hasta las ventas y esos campos...
¡¡qué recuerdos más hermosos!! qué suerte tienes de poder vivirlos de nuevo, con tus escritos y hacernos partícipes a quienes te leemos.
Yo solo decirte que me encanta leer estas historias como tu hermana pequeña que soy, que mientras las leo las vivo en directo aunque no forme parte de alguna de ellas. Que son divertidisimas y entrañables. Las recetas creo que me las voy a imprimir porque no tengo internet en casa, y, aunque no le dedico mucho tiempo a la cocina, en fin de semana si que me gustaria ir probando hasta que`punto soy capaz de seguir tus pasos en la cocina. Gracias por estos ratitos!!
ResponderEliminarMaría, Ali y Mari Ángeles: Gracias, guapas, me emocionáis. Ali, ¡A guisar!
ResponderEliminar¡¡Qué barbaridad!! no por los huevos a lo bestia, que también... sino por cómo escribes... vaya privilegio leerte. ¡¡Me encanta conocer a todos tus personajes!! y que compartas tus exquisitas recetas con nosotros...
ResponderEliminarBesos.
Ah!! Tío Rafa sigue haciendo lo de coger la cara y mirarte durante un raaaatoooo... hasta que te pones colorá... jajajaja!! lo adoramos.
Es verdad, Bego, tenemos una familia muy literaria... Me gusta verte por aquí. Besitos!
ResponderEliminarOtro!
ResponderEliminarOtro!
Otro!
Queremos otro post!
Queremos otro post!
Si el ojo y el cuadernillo te permiten deleitarnos... ;)
La verdad, historia bonita donde las haya y... receta que tengo que probar (la de las setas, no la de los rolex) aunque yo soy más de las migas y los huevos a lo bestia (¡dios mi colesterol!) Divinos viajes, divinos pueblos. Vivo debajo del colegio León XIII. Han hecho una urbanización (Hacienda Paredes) justo por encima de mi casa y ahora el arroyo (Los Galanes) mea en el salón de mi casa. Imagínate cuando llueve. Muy buen relato y muy buena receta.
ResponderEliminarMe he acordado de mi tía Dora, de ochenta y largos años, que desde que era pequeña, me daba esos besos sonoros de mujer de antaño y después me cogía de los mofletes y decía: "Ay mi Laurita, que te quiero"... Pues hace unos días, y después de al menos dos años sin verla, coincidimos en circunstancias no muy deseables (en el hospital por la operación de un familiar) y con mis 32 años hizo el mismo gesto de entonces y de siempre. Me llenó de ternura y, aunque ya yo no sea la misma niña de antes, me sentí esa "lauritachiquitita" apretujada por su tía y con los colores de carmín en los mofletes.
ResponderEliminarNo he tenido tío que me llevara de pequeña de ruta por las ventas, pero sí recuerdo que mi padre cuando vivíamos en un pueblecito de Almería (en mi infancia) y después de días de lluvia invernales, nos llevaba a coger espárragos. Mi hermano José y yo nos poníamos unos buenos guantes, apartábamos las matas, divisábamos los espárragos y mis padre los cortaba. Me encantaban esas rutas por el campo y me encantaba llegar a casa con un manojo que bien podía pesar más de un kilo entre mis brazos. Después no era capaz de probarlos, "eso verde" estaba demasiado amargo para mi paladar infantil.
Me disperso que da gusto...Volví con 13 años a Málaga, y claro que he tenido reuniones en las ventas con arroz caldoso, chivo en salsa, sopita de picadillo y por supuesto, unas "migas a los bestia" (que es así como yo las conozco). Nunca he sido capaz de pedirme un plato para mí sola, siempre las he probado de algún que otro familiar, mi estómago ni antes ni ahora han soportado tanta cantidad de colesterol.
Y yo que pensaba que ibas a explicar cómo hacer unas buenas migas, pero estoy convencida de que soporto mejor el morrete de setas...
Lo mejor, lo mejor de todo, además de esa receta final, es el recuerdo que nos dejas, Esperanza, lleno de vida pasada, que alimenta nuestra vida presente.
Muchos besos