Mi madre no estaba acostumbrada a rebeldías. A la hora de comer (no me olvido de que éste es un blog de cocina), hubiera lo que hubiera en el plato, había que dejarlo limpio. Mi hermana Cristina, la segunda, era de esas niñas que inspeccionan la comida en busca de trocitos de cebolla, pimiento o verduras sospechosas. La recuerdo protestando frente a un potaje de coles: “No me gusta la sopa de plantas”. Mi madre agarraba la cuchara y en un pispás el intento de rebelión quedaba sofocado. En una ocasión, Cristi, a la que le costaba tragarse los filetes, volvió del colegio por la tarde y le dijo a mi madre: “Mamá ¿Me puedo dejar la carne?” Mi madre no entendió la petición hasta que Cristi escupió un bolo fibroso de color blanquecino; el último trozo de filete que le había metido en la boca antes de mandarla de vuelta a clase.
Así eran las cosas hasta que nació Alicia. Era un bebé precioso, y hasta mi hermana María, princesa destronada a los tres años, la adoraba y le guardaba patatas fritas y caramelos de los cumpleaños para llevárselos a la cuna, lo que estuvo a punto de provocar una desgracia de la que María, una de las personas más nobles que puedan imaginarse, era por completo inconsciente.
Alicia resultó ser todo un carácter. Cuando empezó a hablar, lo hizo con una voz de trueno que hacía estremecer al mismísimo Hombre del Saco. Los vecinos del bloque, a los que les encantaba aquella voz grave y aquel pequeño ser cargado de determinación que emergía del ascensor de la mano de alguno de nosotros, la chinchaban confundiendo su nombre a propósito: “¡Hola, Margarita!”, le decían. Ella, digna, respondía: “ALICIA”.
Cuando creció, Alicia siguió dando muestras de su fuerza de carácter. Los novios de la etapa adolescente míos y de mi hermana Cristina la odiaban porque, cuando nos quedábamos a hacer de canguros de Ali cambiando la salida al cine por la promesa de una noche de pizza y películas alquiladas, la nena tenía la virtud de levantarse de la cama, interrumpiendo en no pocas ocasiones momentos de furtiva intimidad. Una vez que había decidido levantarse, tratar de acostarla era provocar una batalla campal que podía despertar a todo el barrio, de modo que el pequeño zoquete solía terminar con su dedo en la boca acomodada entre la sufrida canguro y el aún más sufrido novio adolescente, que lanzaba a la criatura miradas de rencor.
Por dar algún ejemplo más del carácter de Ali, diré que un día llegó a casa explicándole a mi madre que en el colegio una niña le había dicho que los reyes eran los padres. Temerosa de que aquella afirmación hubiera hecho mella en su hija menor, mi madre preguntó: “Ah, ¿Sí? ¿Y tú qué piensas?” “Imposible. ¡Son tres!”, contestó Alicia.
Las horas de comer en mi casa se volvieron, desde que Ali tuvo capacidad de expresarse, momentos de tensión máxima. Todas las argucias que a mi madre le habían servido con los cuatro mayores (“prueba sólo un poquito”, “verás que aunque sea de color verde, esto está delicioso”, “estás-acabando-con-mi-paciencia...”) se volvieron perfectamente inútiles con ella. Si Alicia decía que no se comía algo, ni avioncitos, ni ratoncitos que robaban el bocado cuando Mamá cerraba los ojos, ni amenazas desproporcionadas escupidas entre dientes con el rostro y la yugular congestionados, ni guardar el plato rechazado durante tres días, ni prometer el oro y el moro, podían hacerla cambiar de idea. Yo misma clavé en una ocasión un cuchillo de cocina en la encimera nueva de la cocina para no terminar acuchillando a mi adorada hermana menor. El resto de mis hermanos, comprensivos con mi desesperación, se aplicaron a buscar formas de disimular el picotazo que dejé en la formica. Si mi madre se dio cuenta, nunca dijo nada.
Mi padre, que es muy de estrategias, descubrió un día que lo que funcionaba con Alicia era pedirle exactamente lo contrario de lo que querías que hiciera. Después de tanta guerra de nervios, resultó que bastaba con prohibirle que se comiera las alcachofas de la cazuela, el aguacate de la ensalada o un higadito de pollo para lograr que los hiciera desaparecer en un momento. Un día, Ali llegó del colegio con cierto empacho. Para cenar había crema de calabacines, algo que le encantaba. Antes de sentarse a la mesa anunció que no tenía hambre y que le dolía la barriga. Mi madre, que le había servido un plato de crema de calabacines hasta los bordes, se limitó a decirle: “bueno, pues entonces no te comas la crema de calabacines”. Alicia se sentó frente al plato y empezó a comer cucharada tras cucharada como una autómata. En algún momento se dibujó en su rostro una arcada, y mi madre, esta vez en serio, le dijo: “Ali, deja de comer si quieres...” Ali no quiso. Se terminó toda la crema de calabacines. Luego se levantó de la mesa y se fue al baño. Helados, la escuchamos vomitar. Y más helados aún, la vimos volver a sentarse a la mesa con la cara de color verdoso, alzar el plato hacia mi madre y ordenar: “¡Más!”.
Mi hermana Ali, que odiaba estudiar y regresó de su primer día de colegio diciendo que le habían enseñado demasiadas cosas y que no pensaba volver, terminó tres carreras, y ahora se dedica a lo que siempre sospechamos (y nos cuidamos mucho de decirle) que sería su vocación: la rama sanitaria. Actualmente es fisioterapeuta, y si tienes una lesión de su competencia, hará que te cures, tanto si quieres como si no. Es dura en apariencia, pero a menudo las personas duras son muy tiernas si rascas la superficie. Hay algo que siempre ha perdido a Alicia: el dulce. Y en especial, el dulce de leche. A ella le dedico esta receta, sencillísima, ideal para hacer con niños y de la que, como todo lo que está demasiado bueno, no conviene abusar: la tarta banoffee.
Ingredientes:
(para una familia numerosa como la mía)
Una lata grande de leche condensada La Lechera
Un paquete de galletas tipo Digestive integral
3 plátanos grandes
100 gr de mantequilla
Una pizquita de sal
½ litro de nata para montar
Una tableta de chocolate negro para fundir (200-220 gr) de cacao al 70%
Preparación:
Poner la lata de leche condensada tumbada en una olla, cubrirla totalmente de agua y dejarla al fuego 45 minutos en olla exprés a partir de que salga vapor (hablo de ollas a presión clásicas; nunca lo he hecho en una rápida) o 2-2 y ½ horas si la olla no es de vapor. Dejar enfriar antes de abrirla. Conseguiremos un toffee estupendo y fácil de hacer. Triturar las galletas digestive hasta lograr un granillo con textura; no un polvo. Mezclar con la pizca de sal y con la mantequilla derretida. De esta forma podremos apelmazar mejor la base de la tarta. La haremos distribuyendo la mezcla de galletas trituradas dentro del aro de una base de tartas desmoldable. Presionamos un poco para fijar la base. Pelamos los plátanos y los cortamos en rodajas. Los distribuimos sobre toda la superficie de la tarta. Abrimos la lata de leche condensada al baño maría. Si ha quedado demasiado compacta, podemos mezclarla en un cuenco grande con unas cucharadas de agua para poder manejarla mejor. Repartimos el toffee por encima de las rodajas de plátano. Montamos la nata. Como el postre es dulce hasta decir basta, a mí me gusta montarla sin nada de azúcar o con apenas media cucharadita. Si se la ponemos, ha de ser azúcar glass. Por último, fundimos el chocolate. Se puede hacer en el microondas a baja potencia, abriendo cada tanto para comprobar que se derrita sin quemarse, al baño maría, o con un truco que aprendí en un programa de cocina de unas monjitas y que me va genial: ponemos el chocolate troceado en un cuenco, echamos encima agua bien caliente, dejamos templar un minuto y, con mucho cuidado, retiramos el agua. El chocolate se habrá fundido y podremos mezclarlo y aclararlo a nuestro antojo. Yo suelo aclararlo con una parte del agua caliente para que quede como una salsa.
Cubrimos el toffee con la nata montada y servimos la tarta con la salsa de chocolate en una jarrita. Si está Ali, le decimos que se la tiene que comer toda ella sola, para que nos deje algo a los demás...
Que recuerdos!!!cuando mis cuatro hijos eran pequeños, hacían casi las mismas cosas que vosotros jejjjee.en especial tengo una hija que me recuerda a tu hermana,la receta riquísima que pena no tener foto,un bs feliz domingo www.elhornodemaria.com
ResponderEliminarJajaja, no se a quien me recuerda tu hermana, jajajajaja.
ResponderEliminarEstupendo post.
Besos.
Siempre haces que me emocione con tus historias. Y de eso se trata, cocina y emociones. me recuerda algo a mis hermanas. cuatro éramos nosotras, y yo era como alicia. Ni aviones, ni zarandajas, no me gustaba y no me gustaba. Mi madre ya no sabía qué hacer. Ahora me gusta casi todo.
ResponderEliminarMe ha encantado. Y el dulce de leche también, poruqe es como lo hacía mi madre.
Además, es como el café de Málaga, según el tiempo que lo dejara cociendo, así era dulce de leche, o pastel.
Solo tengo un "pero", si así se le puede llamar. Ignoro si le llegué a dar las patatas fritas a una Ali que aun no tenía no dientes, pero si fue así lo aprendí del primo Manu y de Miguel que me daban patatas volantonas y pan con roquefort cuando estaba en la cuna.
ResponderEliminarGeniales post, receta, escritora y protagonista.
Es que cada vez los bordas más!!!!!
María: No sé si llegaste a darle a comer las patatas a Ali en la cuna, aunque sí recuerdo que a ti te dieron a probar el pan con roquefort Miguel y Manu a la tierna edad de tres meses, y no te gustó. De lo que sí me acuerdo es de que llegabas de los cumples de tus amigas con los bolsillos llenos de cositas que habías guardado para Ali, y has seguido haciéndolo siempre. Te quiero mucho.
ResponderEliminarMari Carmen, me alegro de hacerte recordar cosas buenas. Un abrazo muy fuerte. Te visito en el horno...
Rosaleda, alguien habrá por ahí, porque en todas las casas hay personajes antológicos. Besitos!
Mari Ángeles, a lo mejor tu madre supo esperar a que desarrollaras el paladar que tienes ahora, pero seguro que tus hijos nunca han puesto pegas para comerse tus platos. ¡Seguro! Abrazos!
mmmm...Espe, Maria, yo tampoco recuerdo haber comido patatas fritas en la cuna... ;), pero no dudo que si lo hizo era por cuidarme y dármelo todo como sigue haciendo. Que sepais que aun me sigo hinchando de comer puré de calabacines, que por cierto, ayer lo cené jejej.
ResponderEliminarhermanita, una vez mas, me has vuelto a emocionar ;) gracias!!
ay... qué tierno y dulce escribes Espe! me he emocionado, por supuesto, sería raro si no lo hiciera, pero es que me he reído más aún... qué bueno lo de la crema de calabacines... jajajaja!! esa historia no la conocía. Lo de los reyes cae cada año en la cena de primos, todo un clásico!!
ResponderEliminarDe Ali tenemos mil y una anécdotas... es tan especial! Cuando estuvo tu madre en BCN y Ali vivió con nosotros un tiempo, la barandilla de madera maciza de la escalera de casa de mis padres temblaba (pero literalmente) cuando Ali terminaba de ducharse y bajaba a la cocina preguntando: ¿qué hay de cenar titaaaaaaa? jajajajaja...
Te queremos, muaaaaaaaaa
Sí, Bego, ese vozarrón y ese ímpetu para todo... Una que me he dejado en el tintero es cuando, estando yo licenciada en Clásicas, se empeñaba en que la primera declinación de Latín no era como yo decía. Aggghh!!!! Besitos para ti, guapa!
ResponderEliminarAli, si te duele la barriguita no te comas toda la crema de calabacines, eh?
Sin duda Alicia, el patito feo de la familia, al menos en la época infantil...No me podía imaginar que este magnífico relato-experiencia de tu vida acabara en una tarta banoffee que me ha hecho salivar abundantemente.
ResponderEliminarPedro, mi pareja, antes que de "invadiera" su casa hacía de vez en cuando el toffee tal como explicas. Pero después llegué yo, como un torbellino, seduciéndole con exquisiteces tanto dulces como saladas. Así que creo que se ha olvidado de cómo se hacía el toffee.
Yo también soy la pequeña de dos hermanos y la revolucionaria, la idealista, la antisistema, la del NO por respuesta, la que no quería vestiditos cursis, la que rapiñaba caramelos en los puestecillos de chuches, la que con 12 años usurpó un ducados a su tío para saber cómo sabía aquello, y como no, la que no quería ver una judía verde a kilómetros de distancia. Con los años se me ha suavizado un poco el carácter, pienso de manera más realista y no podría vivir sin fruta y verdura...
Sencillamente precioso, Esperanza. Qué bonito es leer experiencias reales con tanta calidad literaria.
Un beso grande
PD: ¿Dónde tiene la consulta tu hermana? Tengo los trapecios y el cuello como las piedras. Y si tiene el tesón suficiente para dejarme como nueva, me interesaría mucho...
PD2: No me olvido del cuestionario de las emociones, pero tengo el tiempo tan limitado que es posible que te llegue como regalo de Navidad. Perdoname la tardanza.
Estupendo relato y estupenda familia, cuantas anecdotas, entre hermanos y primos, me has hecho recordar algunas que tenia olvidadas, me gusta tu blog y me quedo por aqui.En mi casa tengo una hija como tu hermana, asi que te comprendo,jajaja, besos
ResponderEliminarLaurita, gracias como siempre por tus preciosos comentarios. Espero que te haya gustado la reseña de Mari Ángeles en el blog. Estaba más nerviosa que si saliera ella! Envidio tu habilidad para los panes, ya me enseñarás... Mi hermana vive en Madrid (snif también por mis trapecios y mis lumbares). No te preocupes por el cuestionario, no hay prisa! Besitos!
ResponderEliminarGracias, Choconata. Bienvenida y paciencia con tu hija, seguro que es una gran persona. Besitos!
Buenas tardes: A través de Laurita y de Mª Angeles, he descubierto su blog, realmente me ha encantado, me gustan las historias, los recuerdos vividos y por supuesto los platos con recuerdos.
ResponderEliminarQuizás por ello, me suelen decir que las recetas de "Mi cocina" suelen ir acompañadas de mis sentimientos, mi marido dice que soy la abuela cebolleta....pero ante todo me gusta rememorar esos olores y sabores de mi familia, de Málaga y de nuestros ancestros.
Así que con su permiso, ya tiene en mi una fiel seguidora que disfrutará con su buen hacer dentro del mundo de la gastronomía...y figurará su blog entre mis favoritos en "Mi cocina"...todo un placer
Un cordial saludo.
Pues hemos degustado una banoffee en casa con Ali, Alicia, como estrella invitada, y confieso que los mmmmmmmm en todas sus formas han hecho que pareciese que hablábamos un nuevo idioma. No teníamos chocolate, pero tampoco le hacía falta. Mmmmmmmmmmmm!
ResponderEliminarHola,Carmen Rosa: A mí también me gusta mucho tu blog, y veo que son recetas cargadas de emoción... Un abrazo de bienvenida!
ResponderEliminarMaría, no se os puede dejar solas! Os lo coméis todo sin mí? Grf!
Pero yo he hecho borrachuelos, ya veré si os guardo alguno...
zzzzzzzzzz!
ResponderEliminarSé que vas apretada de trabajo pero... ¿para cuándo otro?
Me ha encantado tu relato gastronómicofamiliar, precioso, entrañable. Me he reído con las cosas de Ali (los de los reyes, genial) pero he soltado una auténtica carcajada con tu hermana Cristi, cuando vuelve del cole con ese bolo fibroso y blanquecino en la boca... jajaja
ResponderEliminarPienso hacer tu tarta para este viernes, que es el santo de mi hija (por cierto, periodista como tú, aunque su blog es de cine: http://angiwood.blogspot.com/search?updated-min=2011-01-01T00:00:00-08:00&updated-max=2012-01-01T00:00:00-08:00&max-results=7)
Es que mi madre es una mujer de armas tomar, Mujer pa un pobre. Por cierto, vaya familia creativa. Me ha encantado el blog de Angie. Comparto con ella la afición al cine. La seguiré. Abrazos...
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