Fachada de mi colegio mayor |
La llegada repentina del frío siempre me recuerda mi primer año en Madrid. Cómo toda aquella ropa de señorita que mi madre se había esmerado en meter en el equipaje se reveló insuficiente ante la ventisca de la meseta y tuve que comprar calcetines gordos y botas. El primer otoño fue gélido, sobre todo los domingos por la tarde. No por la temperatura, sino por la soledad. Aún no conocía a nadie, y la cocina del colegio mayor descansaba los domingos por la noche, de forma que era inevitable tener que echarse a la calle para comprar un bocadillo, que a veces me comía en la habitación derramando migas de nostalgia sobre las cartas que escribía a la familia, y otras de vuelta de los cines Alphaville, donde solía tragarme alguna película de autor que por lo general contribuía a aumentar el desasosiego.
Todo cambió cuando conocí al grupo de amigas que se convirtió en mi clan durante toda la etapa madrileña. Nela, Violeta, Gracia, Raquel, Belén, Lucía, Elena, Marisa y Penélope. Éramos una extraña familia, cada una de su padre y de su madre. Estudiábamos carreras distintas, veníamos de lugares, familias y circunstancias diferentes y cada cual pensaba a su manera, pero nos encontramos y terminamos haciendo juntas una parte del camino. A algunas les perdí la pista, aunque las recuerdo con cariño. Otras, como Nela, se quedaron en mi vida.
No puedo decir que ninguna fuera demasiado convencional, pero para mí, el personaje más llamativo del grupo era Penélope. Tenía una personalidad tan arrolladora que las más altas de la pandilla tardamos en darnos cuenta de que éramos más altas que ella. Estudiaba Derecho, y nunca me cupo la menor duda de que llegaría a ser presidenta del Gobierno. Sin ser la más guapa del colegio mayor rompía más corazones que nadie, y tenía unos enamorados que, por su persistencia y apasionamiento, hacían que las demás nos sintiéramos como viles ratoncillos de campo.
Penélope vivía a caballo entre Buenos Aires, donde tenía a su madre y su hermana, y Madrid, donde estaba su padre. En Navidad viajaba a Argentina, y, cuando íbamos a recibirla al aeropuerto, llegaba vestida de verano austral, con un bronceado tan envidiable que a todas nos entraban unas ganas locas de ponernos en camiseta y tomar el sol en el Retiro, cosa que nos costó más de un resfriado por imprudentes.
En los años noventa, siendo jóvenes y con pocos problemas de peso, casi ninguna de nosotras pensaba en comer sano. Penélope sí. Aunque era delgada y fibrosa, se apuntó a la opción de comida baja en calorías que daban en el colegio mayor. Hacía deporte por gusto y fue la primera persona a la que vi consumir pan integral, lo que no le impedía robarnos patatas y mojar en nuestros huevos fritos o pedir que repitiéramos paella para darle un platito cuando le venía en gana. Al fin y al cabo, el régimen no le hacía mucha falta, aunque a las demás nos daba una rabia horrorosa que mojase salsa de todos los platos para luego comerse, con toda parsimonia y concentrándose en una masticación adecuada, el queso de Burgos al que nosotras no teníamos acceso.
A Penélope le interesaba la cocina, pero su manía de comer sano nos costó más de una discusión. Cuando, por ley de vida más que por gusto, dejamos el colegio mayor y nos separamos para vivir en pisos de alquiler, Penélope se lanzó a cocinar. Un día me invitó a su casa y me pidió que le enseñara a hacer masa de croquetas. Empecé a darle instrucciones, y ella, a saltárselas a la torera. Sustituyó la harina blanca por integral, la carne, por verduras y soja texturizada (en aquella época se había hecho vegetariana), y se empeñó en aromatizar la masa con semillas de cardamomo que había comprado en la herboristería. El resultado fue una pasta de color gris marengo que, según ella, estaba deliciosa, y según mi indignado parecer, era un auténtico bodrio. El resto de la pandilla llegó cuando las croquetas estaban liadas y fritas, y todas se las comieron sin protestar, lo que redobló mi exasperación y me llevó a repetir más de cuarenta veces que aquello no tenía nada que ver con las croquetas de mi madre. Aunque lo cierto es que yo también me las comí...
En honor a la verdad, tengo que decir que, manías saludables aparte, Penélope tenía muy buena mano para la cocina. La masa de la focaccia le salía como no he vuelto a probarla, y una vez nos hizo un asado con una pieza de ternera que trajo de Argentina disimulada en la maleta que aún me hace salivar.
Penélope y yo perdimos el contacto durante más de una década. La localicé gracias a Internet. Después de dar muchas vueltas por el mundo, había regresado a Buenos Aires. Allí nos encontramos después de mucho tiempo, en una cena en su casa de veraneo donde apenas pudimos ponernos al día, porque la pillé recién parida y con el salón lleno de gente, y no tuve ocasión de volver otro día. La siguiente vez que vino a España charlamos con más calma, y disfruté viéndola convertida en una madre feliz de dos niños preciosos; Manu, delicado y de una inteligencia heladora, y Julia, un calco de su madre dotada de la misma determinación. Penélope no ha llegado a ser presidenta del Gobierno, pero no me cabe duda de que es porque no le ha puesto interés.
Ahora que en Buenos Aires estarán saludando la primavera, en Málaga hemos sufrido el primer descenso de las temperaturas, y he empezado a pensar en comidas de invierno. En el colegio mayor teníamos un cocinero excelente, al que nunca le vi la cara, pero del que sé que se llamaba Pedro. Uno de mis platos favoritos de su repertorio eran las acelgas a la extremeña. Nunca las había probado antes, pero al comienzo de algún otoño, sintiendo nostalgia de la nostalgia que sentía en mi primer año en Madrid, busqué la receta y la incorporé a mi surtido de comidas para calentar el alma. Aunque de pequeña las acelgas no estaban entre mis verduras favoritas por razones que contaré en otro post, mi etapa madrileña me hizo reconciliarme con ellas, y ahora forman parte de mis mejores recuerdos.
La receta, por supuesto, está dedicada a la gente del Colegio Mayor Isabel de España.
Acelgas a la extremeña
Ingredientes:
Un manojo de acelgas
Una patata grande
Un par de zanahorias (opcional; a mí me gusta ponérselas)
Aceite de oliva
Pimentón ahumado de La Vera
Dos o tres dientes de ajo
Una cucharadita de vinagre (opcional)
Un par de huevos batidos
Sal
Las acelgas son un rollo. Hay que lavarlas bien, cortarlas en trozos como de un centímetro y echarlas en agua hirviendo con un poco de sal (cuidado de no pasarse) unos 10-15 minutos; hasta que los tallos estén tiernos y transparentes. Luego se escurren y se reservan. Las zanahorias se pelan, se pican y se cuecen aparte. Las patatas se preparan como para tortilla y se fríen. Luego cubrimos de aceite el fondo de una sartén lo bastante grande como para poder saltear toda la verdura, pelamos y picamos los ajos y los dejamos dorar sin que se quemen. Una vez dorados los ajos, apartamos la sartén del fuego y añadimos una cucharadita colmada de pimentón dulce, e, inmediatamente (el pimentón se quema rápido), las acelgas, la zanahoria y las patatas. Salteamos removiendo bien para que el aceite impregne la verdura. Si queremos, en este punto podemos añadir una cucharadita de vinagre. Precalentamos el horno a 200º. Pasamos la verdura a una fuente para horno, la cubrimos con huevo batido, ahuecamos un poco la mezcla para que parte del huevo se cuele hacia dentro y gratinamos unos 10-15 minutos, hasta que el huevo esté cuajado y empiece a dorarse.
Mira yo no se como estarán las acelgas,pero tu relato me lo he releído tres veces,jajaja,voy a ver las acelgas otra vez...No conseguía dar contigo, y me quedo a ojearte un ratillo a si pues te paso a favoritos.Gracias por compartir a mi me hace mucho bien un besuscooo.www.elhornodemaria.com
ResponderEliminarGracias, Mari Carmen. A mí me hace bien saber que estás por aquí. Prueba las acelgas, están muy buenas! Y besitos sureños...
ResponderEliminarDesde Murcia y en ayunas me tomaría de buen grado esas acelgas!! ;)
ResponderEliminarTú recupérate y yo te las preparo. Es una pena que estés convaleciente, porque si en algún sitio se comen buenas verduras, es en Murcia. Besitos!!!
ResponderEliminarEspe, siempre he odiado las acelgas con toda la fuerza del pedrusco que tengo por corazón, pero es leer esto y entrarme unas ganas de atiborrarme... ¡¡Conseguirás que cambien mis gustos culinarios!!
ResponderEliminarAcá me tienes de nuevo Esperanza, enganchada en la lectura de tu Blog, voy leyendo y pasa por mi mente una película de mi época de estudiante en el internado de monjas, en donde tenía que hacerme amiga de las cocineras para que preparen algo especial, claro eso a escondidas (no me gustaba la comida.. era feaaaa)...esta receta parece un souflé,probaré hacerlo.Gracias por tus comentarios en el Blog, seguiremos aprendiendo.saluditos
ResponderEliminarChochi.
Llego tarde a comentar esta entrada porque en España se empieza a vislumbrar la primavera y en Argentina seguramente, con un tiempo esplendoroso, están notando que los días se están haciendo más cortos.
ResponderEliminarPero tu recuerdo sobre Madrid, el colegio mayor, tus amigas y Penélope ya está escrito, se quedo quieto aquí cuando lo publicaste y esperando estaba.
Personas como Penélope conozco algunas, sobre todo a una en particular que llama la atención con sólo pasar por su lado. Atractiva, que no guapa, cuerpo mono, pero sobre todo una personalidad arrolladora que desprende por todos sus poros. Es una antigua compañera del instituto a la que veo de vez en cuando nos reunimos el grupo de chicas que siempre andábamos juntas por aquellos años. Todavía tenemos contacto. Ella y yo nunca hemos conectado, somos muy diferentes, pero nos alegramos de vernos. Ah, y no tiene esa mano con la cocina como Penélope, porque si la hubiera tenido, seguro que tendríamos ese lazo en común bien atado.
No sé cómo estarían las croquetas de Penélope, pero sí he aprendido dos cosas: 1º a valorar la cocina tradicional y rescatar todo lo que cocina mi madre, 2º que la comida vegetariana, bien hecha, puede estar exquisita. ¡Yo hago unos hamburguesas de tofu riquísimas! Intento comer lo más sano posible y mis pucheros, aunque parezcan tristes, no llevan tocino...
Yo de pequeña veía unas acelgas y me asustaba, hoy no me importaría comerlas todos los días y de todas las maneras posibles. Y pa que veas que no se me escapa una, se te ha olvidado decir que además de lavarlas bien, hay que quitarle las hebrillas, un coñ... Seguro que las acelgas a la extremeña están fabulosas, me las imagino con el huevillo por encima y me pongo a salivar, disfrutaría de lo lindo.
¡Un beso!