viernes, 8 de noviembre de 2013

Calle Lagunillas



Tengo sobre la mesa, junto al teclado del ordenador, un ejemplar de los Cuentos para jugar de Gianni Rodari. Una pequeña joya que se sigue editando, pero de la que he encontrado un ejemplar publicado en 1987 con ilustraciones de Gianni Peg. Me encantan los libros, pero no soy una bibliófila, y no puedo decir que haya buscado este volumen durante meses o años. Lo he encontrado mientras subía hacia mi casa por una de las calles de Málaga que forman parte de mi memoria sentimental y gastronómica, la calle Lagunillas.

Lagunillas es una de esas calles secundarias por las que tengo debilidad. A menudo quienes me acompañan de paseo o de compras por la ciudad se quejan de que escoja siempre las callejas estrechas, oscuras, que acumulan basura y tienen el pavimento en mal estado. Lagunillas no es una calle estrecha. Para su tiempo de fundación resulta incluso bastante ancha. Y el derribo continuo de inmuebles en estado de ruina hace no sólo que sea bastante luminosa, sino que el trazado se vaya perdiendo por tramos. 

Discurre en paralelo a la Calle de la Victoria, eje que une el centro de la ciudad con su barrio más próximo y antiguo, pero desde mi punto de vista es mucho más interesante que la principal. Incluso en su decadencia, la Calle Lagunillas se reserva algunas sorpresas únicas. La zona sur, la más cercana a las bambalinas de la Plaza de la Merced, arranca desde un grupo de diminutas casas bajas centenarias, pegadas unas a otras, casi todas de dos plantas y con los bajos ocupados por negocios improbables, todos ellos sin cartel que anuncie su nombre o lo que venden. En el de la primera casa hay una vieja que vende batas y vestidos para señoras, grandes balas de papel higiénico y un pobre surtido de productos para la limpieza del hogar. A continuación hay otro local que posiblemente sea la extensión de una casa okupa. Está junto a un solar tapiado. Los okupas tienen pintado todo el exterior de la casa y el muro del solar con colores alegres y grafitis que invitan a soñar al sol, y a lo largo del muro alinean todo tipo de cachivaches; muebles, esculturas, ropa, marcos sin cuadro,  piezas de motor... No he logrado averiguar si se trata de una instalación artística o si están haciendo limpieza general en la casa, y tampoco es posible preguntarlo, porque aunque la puerta del local está siempre abierta durante el día, nunca hay nadie.

Sigue al local de los okupas el más inquietante de todos. Ahí es donde encontré el libro de Gianni Rodari. Según la costumbre, el negocio no tiene cartel. Sí hay un pequeño escaparate que exhibe algunos objetos rotos; un pie de lámpara, una trampa para ratones, un bolso de noche que alguna vez fue negro con lentejuelas y, en la parte de abajo del escaparate, algunos libros viejos, breve exposición que se prolonga en el exterior en una diminuta mesa de formica sobre la que se despliegan ocho o diez libros tirando por alto. No se puede decir que estemos ante una librería de segunda mano. Las obras son novelas juveniles y folletines. Ahí, junto a algunas aventuras de Los Cinco y entre un par de novelas rosa estaba mi libro. Lo vi, lo cogí y entré para preguntar su precio. Dentro de lo que daremos en llamar tienda había unos pocos objetos más y un tipo de unos cuarenta años alto y con barba sentado frente a una máquina de coser apagada. Parecía que iba a ponerse a trabajar o que había terminado la labor, salvo por el hecho de que no había ninguna tela a la vista y el hombre atendía una llamada en su teléfono móvil que lo tenía absorbido. Después de esperar cinco minutos le hice señas de que me interesaba el libro y él me hizo señas de que valía un euro. Lo pagué y, cuando ya salía, sin dejar su conversación telefónica, me dijo:

-Tengo más libros. Si quiere, se los enseño.

Le sonreí y seguí mi camino. Paso casi a diario por Calle Lagunillas, y todos los meses constato con sensación de duelo el cierre de otro negocio. Nadie diría que hasta la apertura de las primeras grandes superficies, Lagunillas había sido una calle comercial importante de Málaga. Sin ir más lejos, mis padres iban cada quince días el sábado por la mañana a la carnicería Crespo para comprar la carne. Nosotros vivíamos en la otra punta de la ciudad, y desplazarse hasta Calle Lagunillas para ir de compras no era lo que se dice cómodo, porque no había sitio para aparcar el coche. Pero mi madre se desesperaba cuando, de niños, éramos incapaces de tragarnos la carne, y no cejó hasta encontrar la ternera más tierna de Málaga. En una ocasión en que había filete, mi hermana Cristi, que era, en expresión de mi madre, la más dificultosa para comer, se pasó rumiando hasta que dio la hora límite de saltar de la mesa y salir corriendo de vuelta al cole. Por la tarde teníamos clase de cuatro a seis. Al llegar del colegio, Cristi subió a casa y preguntó:

-Mamá, ¿Me puedo dejar la carne?

Mi madre no supo qué pensar. Con expresión de duda, le dijo que de acuerdo, y Cristi escupió en su mano una bolita de estropajo blanquecino; el último trozo de filete, que había mantenido en la boca durante toda la tarde.

Para ponerle remedio, un sábado sí y otro no, mis padres cruzaban la ciudad con Miguel, Cristi y yo misma sentados en el asiento trasero del coche y, mientras mi madre se armaba de paciencia para guardar cola en la carnicería, nosotros recorríamos con mi padre los comercios cercanos o, si no había aparcamiento, nos quedábamos en la parte de atrás con las narices pegadas a los cristales de las ventanillas para no perdernos un segundo de la película que ofrecía abigarrada multitud que transitaba calle arriba y calle abajo.

Había droguerías, perfumerías, un asador de pollos, bares donde la gente desayunaba churros ensartados en juncos, confiterías que vendían locas y pirámides de merengue, mercerías, tiendas de ropa infantil, ferreterías, restauradores de muebles, fruterías. Resiste hasta hoy la pescadería de Fernando, que en cuanto no tiene dos filas de clientas esperando tras el mostrador, sale a la calle a pregonar el género, y donde las cosas no se piden diciendo:

-Me pone un kilo de boquerones y uno de almejas,

Sino:

-Fernando, échame unos boqueroncitos, pero que haya pequeños y grandes, porque voy a freír unos pocos y los otros los pongo en vinagre, y me das también un cuarto de almejas para la cazuela, que hoy viene a comer mi Toñi.

Ni se figuran la cantidad de recetas marineras que me he llevado yo de allí. En la pescadería, Fernando tiene una mesita con un altarcillo dedicado a la Virgen del Carmen y dos sillas de enea pintadas de verde en las que, cuando éramos pequeños, se sentaban dos abuelitas arrugadas, pequeñitas y delgadas como hebras, con gafas de pasta y peinadas con un moño. Eran exactas como dos gotas de agua. Cuando por azares de la vida me trasladé a vivir al barrio de la Victoria décadas después, las dos abuelitas seguían ocupando las sillas de la pescadería todos los días. Luego empezó a faltar una, y ya tampoco viene la otra.

El extremo norte de de Lagunillas desemboca en La Cruz Verde, cuna de los mejores artistas flamencos que dio la Málaga Cantaora, y también zona pobre y marginal hasta nuestros días. Desde la Cruz Verde bajaban en la mañana del sábado a Calle Lagunillas algunos travestis. Compraban en la droguería-perfumería de la calle cosas entonces modernísimas, como crema depilatoria, sobres monodosis de champú, laca de uñas o tintes para el pelo. Como entonces no había operaciones de cambio de sexo, lucían prótesis mamarias extravagantes. Un día una de aquellas chicas que nos dejaban boquiabiertos se sacó un limón cascarúo del sujetador en respuesta al requiebro que le lanzó algún parroquiano desde un bar. 

Hoy he pasado por la droguería. La puerta sigue enmarcada con una pintura de rayas gruesas oblicuas de colores rojo, amarillo y azul, y mientras que el escaparate se reserva a champús y geles, ahora en envases de litro, en el interior hay un mundo de tintes, quitamanchas y polvos matacucaracahas o matarratas. 

Aguanta la droguería, y aguanta también la carnicería Crespo un poco más arriba en la misma acera, aún con el neón que Manolo Crespo puso hace cuarenta años, lo que me permitió reconocerla al instante en mi retorno al barrio hace diez años. Mi madre solía salir de la carnicería de Manolo echando pestes por lo cara que tenía la ternera y lo antipático que le resultaba él. Con mi padre era más amable, aunque le cobraba igual. El primer billete de cinco mil pesetas que vi salir de su cartera fue a parar a la caja de Manolo. Hoy la carnicería la atienden sus hijos, y la carne sigue siendo excelente y no barata, pero ellos son amables.

Tengo al lado mi libro de Gianni Rodari, un escritor que, como a tantos otros narradores, pensadores, músicos, dibujantes o filósofos, me descubrió mi hermano Miguel. La primera obra suya que leí fue la Gramática de la fantasía, un intento generoso de sistematizar los mecanismos de la ficción y ofrecer herramientas a las personas que sienten la necesidad de contar historias. Acerca de esa obra decía Rodari:

“Lo que estoy haciendo es investigar las constantes de los mecanismos de la fantasía, las leyes de la invención que aún no han sido formuladas, para ponerlas a disposición de cualquiera. Insisto en señalar que, aunque el romanticismo lo haya rodeado de misterio y haya instaurado una suerte de culto en torno a él, el proceso creativo es inherente a la naturaleza humana, y, por tanto, está al alcance de todos, con toda esa alegría de expresarse”.

Es posible que este blog le deba algo a Rodari, y por eso lo traigo hoy aquí, aunque la historia que ha surgido de su recuerdo no sea tan culinaria como otras. Él era piamontés. Mi abuela Mami, de ascendencia italiana, me dio en su día una receta que resultó ser un plato típico del Piamonte: las pulpetas de carne, roladine di vitello en italiano. No se la puedo dedicar a mi hermano Miguel porque no come carne, pero sí a la memoria de Rodari y de Manolo Crespo, que nos hizo amar la ternera y la Calle Lagunillas.


Pulpetas de carne

Ingredientes para 6 personas:

6 filetes de ternera cortados finos
2 cebollas
3 zanahorias
1 pimiento amarillo (si no se encuentra, vale uno rojo)
2 huevos duros
1 diente de ajo
1 ramillete de perejil
Unas ramitas de apio
1 vaso de vino blanco seco
1 vaso de buen caldo casero
Aceite de oliva virgen extra
Sal
Pimienta
Hilo de bramante

Mi abuela hacía esta receta sin apio ni pimiento amarillo, pero a cambio le ponía unos huevos duros al relleno. Ella no trituraba mucho la farsa, sino que dejaba la verdura en bastoncitos. La versión que doy es la tradicional piamontesa, pero añadiendo el huevo duro, porque aparte de gustarme, ayuda a compactar un poco el relleno.

En primer lugar, aplanamos los filetes con una maza para carne, de forma que tengan un grosor regular y las fibras se ablanden un poco. Reservamos. Rallamos un diente de ajo y lo ponemos en un cuenco junto con la siguiente verdura triturada lo más finamente posible (si tenemos una picadora o similar, mejor que mejor): 2 zanahorias, 1 cebolla, 1 pimiento amarillo (cuando no están en temporada, los piamonteses los usan conservados en vinagre. Aquí no los tenemos), 1 ramita de apio, un manojo de perejil, 2 huevos duros. Mezclamos todo bien, salpimentamos y rellenamos los filetes que habremos sazonado con prudencia poniendo la farsa cerca de un extremo, para poder envolverlos bien. 

Hacemos unos rollitos y los atamos con bramante, remetiendo los extremos para impedir que se salga la farsa. En una cazuela lo suficientemente grande para meter los rollitos, freímos con aceite de oliva la otra cebolla picada, una zanahoria y una ramita de apio. Sacamos la verdura, la trituramos con el caldo y mientras, en la cazuela, avivamos el fuego para sellar las pulpetas y dorarlas un poco por fuera. Bajamos el fuego, regamos con el vino y dejamos reducir hasta que pierda el alcohol. Añadimos el caldo, rectificamos de sal y dejamos cocer a fuego lento hasta que la carne esté tierna y la salsa bien reducida. Servimos con patatas recién fritas.

3 comentarios:

  1. Hola Espe, solo te comento que casualmente la Gramática de la Fantasía está encima de la mesa de mi despacho porque una alumna me ha confesado que le gusta escribir y me ha pedido que "la ayude a mejorar". Muy bonito cómo lo cuentas todo. Mis recuerdos y mi opinión acerca de cómo agoniza, o sobrevive, la Lagunilla son casi idénticos a los tuyos. La receta tiene muy buena pinta, pero no necesito comerla para saborearla. Un beso fuerte.

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  2. Mmmmmmmm...marchando una de pulpetas!!!

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  3. Miguel, María, qué bien que hayáis venido los dos... :-))

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