Cada año, desde que tengo memoria, aparecía un día en mi
casa una mujer menuda, humilde, peinada con un moño, tirando de una enorme
cesta de esparto cuyo contenido escondía bajo un paño de tela. Abríamos la
puerta y allí estaba ella, como una bruja de cuento, preguntando en voz queda
por Don Miguel. Mi padre no solía estar en casa a la hora en que ella llegaba
en su visita anual, porque coincidía con su horario de trabajo. Mi madre la
recibía, la invitaba a pasar, y ella se dirigía a la cocina, aceptaba una silla
y un vaso de agua y se quedaba un rato charlando.
Una de las primeras veces que vino nos pareció que algo se
movía dentro de la cesta, pero el aspecto de la mujer nos imponía demasiado
respeto como para preguntar. Cuando nos mudamos de casa, tendría yo cinco años,
pensamos que ya no volvería más, pero, para nuestra sorpresa, un día de
mediados de septiembre sonó el timbre de la puerta y en el umbral se recortó la
silueta encogida, peinada con el mismo moño, y el bulto de la cesta misteriosa,
y sí, confirmamos que algo se movía bajo el esparto. Preguntó por mi padre y,
de nuevo, fue mi madre quien la recibió y charlaron un rato en la cocina con la
puerta entornada. Mis hermanos y yo vigilábamos desde el pasillo, sin
atrevernos a entrar.
Cuando la mujer se marchó, inspeccionamos la cocina. El
único rastro que había dejado de su visita era un vaso de agua vacío. Pero tras
la puerta del lavadero, cerrada en contra de la costumbre doméstica, se
escuchaba un ruido sordo: pó-popopo-pooó. Entramos y descubrimos un gallo vivo de color marrón, con una magnífica cresta roja, que nos miraba con
desconfianza ladeando la cabeza. El gallo aleteó y salimos corriendo
despavoridos. Luego descubrimos que no podía perseguirnos porque tenía las
patas atadas.
-¡Mamá, hay un gallo en la cocina! Chillamos Miguel, Cristi
y yo.
-Como si no lo supiera… Dijo mi madre, saliendo del baño con
un cepillo redondo prendido al flequillo.
-¿Para qué es?
-Lo ha dejado Antonia para tu padre.
-¿Nos lo vamos a quedar?
-¿Nos picará?
-¿Qué come?
Mi madre se cuidó mucho de contestar. El gallo, que según
ella no era un gallo, sino un pollo de campo, se convirtió en el protagonista de la tarde. Temerosos de acercarnos, registramos la despensa en busca
de maíz para palomitas y le dejamos cerca algunos granos. Pusimos agua para
que bebiera y buscamos como locos algún gusanito despistado que anduviera por las
plantas para mejorar el banquete. Al día siguiente, el gallo había
desaparecido. Mi madre, incapaz de matarlo, se lo había llevado a María, la
vecina de mi abuela, que no se andaba con remilgos y sabía bien qué había que
hacer con los animales que Dios nos ha mandado para nuestro sustento.
Los niños nunca supimos del paradero del gallo, pero ahora imagino que mi madre se
desembarazó de él antes de que le pusiéramos nombre y se convirtiera en uno más
en los coloquios familiares.
Al año siguiente, Antonia volvió con su cesta y su gallo, y
mi madre decidió presentárnosla para terminar con nuestras suspicacias. Antonia
era una mujer de campo. Vivía en el Arroyo de Totalán, a más de 20 kilómetros
de Málaga capital. En una ocasión, mi padre le había llevado un asunto de
tierras contra un vecino que le había arrancado varias higueras, y ella no sólo
le había pagado sus honorarios peseta a peseta, sino que, en agradecimiento,
cada año le llevaba un pollo criado especialmente para él, en su santo, a
finales de septiembre, o más tarde, porque con los pollos de campo no se puede
programar la fecha precisa de cebado.
Antonia no cogía el autobús, no sé bien
si porque no se fiaba o por costumbre. Venía caminando. Jamás avisaba de su
visita, aunque mi madre le pedía cada año que lo hiciera para que mi padre la
esperase y pudieran verse. Ella no quería molestar. Salía de su pueblo al
amanecer, y caminaba durante horas hasta llegar a mi casa. Solía llegar hacia
las cuatro de la tarde, extenuada pero entera. Se negaba a sentarse en el salón.
Prefería una silla junto a la mesa de la cocina, y lo único que aceptaba, año
tras año, era un vaso de agua. Con el tiempo, Antonia empezó a venir vestida de
negro. Las arrugas le fueron agrietando el contorno de los ojos y su moño se
fue tornando blanco, pero seguía teniendo las manos fuertes y el brillo del sol
en los pómulos.
Un año mi madre se atrevió a confesarle a Antonia que no
sabía matar pollos. Antonia soltó una risilla por toda respuesta. La única que
le escuché en todas sus visitas. Luego sacó el pollo de la cesta, pidió un cuchillo
afilado y un cuenco para recoger la sangre, cogió el pollo por las patas y consumó
el sacrificio sin pestañear. Pidió agua hirviendo y en un pispás lo dejó sin
una sola pluma. Ese año, por primera vez, saboreamos el pollo de Antonia. Mi
madre le había ahorrado el disgusto de confesarle que a menudo terminaba
regalándolo por no encontrar quien lo matase.
Lo guisó con una receta que mi abuela Mami, excelente
fabuladora y amiga de poner nombres sonoros a los platos, llamaba ‘pollo a la
campera’. Cebolla, pimiento, un tomatito maduro, unas hojas de laurel, pimienta
y tal vez romero, un chorro de vino dulce y un chorrito de coñac. Sal, cazuela,
fuego lento y horas de espera levantando la tapadera de tanto en tanto para ver
cómo la carne magra se despegaba de los muslos y cómo la grasa trababa la salsa
dejándola melosa. El pollo sabía a Antonia y a su campo; la carne, más recia
que la de los pollos de granja que acostumbrábamos a comer, tenía la fuerza de
las manos, de la voluntad de aquella mujer humilde y extraordinaria, y la salsa
sabía a verano con chicharras, cantos de gallo, higueras cargadas, sol sobre
las hojas verdes.
Antonia siguió viniendo cada año, anunciando el otoño, hasta
su muerte. En contra de su costumbre, aquella vez les dejó dicho a sus hijas
que avisaran de que no podría venir.
Pollo a la campera
Ingredientes:
-1 pollo de campo hermoso, troceado con su piel.
-Aceite de oliva virgen extra.
-2 o 3 dientes de ajo.
-Una cebolla.
-2 pimientos verdes.
-1 tomate maduro.
-Un chupito de coñac.
-1 vaso de vino dulce.
-1 hoja de laurel.
-Unos granos de pimienta negra.
-Una ramita de tomillo y otra de romero.
-Agua.
-Sal.
Preparación:
Antes que nada, elegimos una cazuela lo bastante grande, preferiblemente de fondo grueso, con tapadera. Echamos un poco de aceite en el fondo y la ponemos a fuego vivo para ir dorando los trozos de pollo. Sacamos el pollo una vez dorado, ponemos un poco más de aceite (no mucho) y sofreímos la cebolla, el ajo y el pimiento picado todo en trocitos. Cuando esto esté blando, volvemos a meter el pollo en la cazuela y añadimos el coñac. Dejamos que evapore y agregamos el tomate picado (si se quiere, se puede pelar, pero es un pollo a la campera), la pimienta en grano dándole antes unos golpes para romperla, la hoja de laurel, el tomillo y el romero en un atadillo que luego se pueda retirar, y la sal. Añadimos agua para cubrir el pollo y dejamos cocer tapado a fuego muy lento hasta que la carne empiece a desprenderse del hueso. Sacamos los trozos de pollo a la fuente de servicio y reducimos la salsa hasta que quede melosita. Servimos con patatas fritas.
¡Ya la echábamos de menos!¡A ver si va usted también a publicar una vez al año y en otoño...!
ResponderEliminarPreciosa, sí, no tengo otra palabra, no me sale otro adjetivo que te transmita cuanto me ha gustado leer ésta entrada que nos traslada a tu casa, a tus vivencias, a un pasado muy lejano que no se aleja demasiado de mis recuerdos personales.....Gracias por éste maravilloso relato y por supuesto por la estupenda receta, de las de antaño, de nuestros mayores, ésos olores, sabores y texturas que nos embriagan los sentidos y nos llenan el alma.
ResponderEliminarUn abrazo desde "Tu cocina"....
Que historia más bonita. Gracias por compartirla. Besos.
ResponderEliminarQue bonito Espe!! Esta historia me ha traido a la memoria la del pollito que os traje de Granada....también ese pollo tuvo un final sospechoso...Un beso muy fuerte.
ResponderEliminarHola Espe, me alegro de que hayas retomado el blog. Está muy bien escrito. Parece que Antonia vuelva a la cocina oliendo a campo. Enhorabuena. Un beso
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