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jueves, 1 de marzo de 2012

La comida de Tarzán



He hablado alguna vez de mi debilidad por el puré de patatas, que abarca desde las más excelsas creaciones de la alta cocina hasta el bodrio precocinado más infecto que le puedan servir a uno en un campamento de verano. Sea cual sea su catadura, aspecto o sabor, creo que nunca lo he dejado en el plato, y cuando estoy triste y sin ganas de vivir, esa masa blanquecina es capaz por sí sola de devolverme algunas razones.
 
La culpa la tiene Tarzán.


Años setenta. Los sábados, después de la comida, daban Primera Sesión. A menudo veíamos la película en casa de mi tía Arora, un montón de primos tirados por las camas y el suelo del cuarto de los niños. Las de vaqueros también nos gustaban (entonces en los western los indios no pintaban nada. Eran unos señores que hablaban como si fuesen idiotas, tiraban flechas y se caían del caballo por decenas). Pero si el león de la Metro se asomaba a la pantalla, la excitación corría por la sala en forma de apretones y pellizcos a la pierna del primo de al lado, en la esperanza de que dieran una de Tarzán.
 
Johnny Weissmuller y Maureen O’Sullivan fueron los primeros nombres de estrellas de cine que nos aprendimos. Antes de decidir si nos quedábamos a ver la película o salíamos a trotar por el monte, comprobábamos que ellos fueran los protagonistas. Mirábamos la peli embobados y pasábamos el resto de la tarde recolgados de árboles, farolas, puertas o percheros, imitando el grito selvático y discutiendo acaloradamente para evitar asumir en el juego el papel de explorador inglés perdido en la selva. A la hora de cenar, con tanta boca infantil que alimentar, nuestras madres solían recurrir al puré de patatas de sobre acompañado de una tortilla liada y algunas croquetas. Ante su asombro, toda la reata de niños procedía a aplastar la tortilla y las croquetas con el tenedor y revolverlas con el puré de patatas. Cuando el primer pescozón caía sobre el primo sentado más próximo a la vigilancia de las madres, nos tocaba explicar que estábamos preparando la comida de Tarzán, cosa que no disuadía a mi madre y a mi tía Arora de seguir repartiendo cocotazos y poniendo el grito en el cielo.

 
Las madres no se enteran de nada. Como no se fijan en las películas… Tal vez algún lector poco avezado quiera recordar a Tarzán-Johnny Weissmuller zampándose a mordiscos un muslo de cebra (proceder que también hubiera parecido intolerable a nuestras intolerantes madres). Pero no es así. Como mucho, podemos recordarlo de liana en liana con una gacela sobre los hombros, presuntamente la cena de esa noche, pero en casa le esperaba Jane, que era una señorita capaz de mantener una manicura impecable en plena selva y de convertir una cabaña construida en un árbol en un prodigio del diseño de interiores de la época. A saber el tiempo que le llevó tallar toda una cubertería de madera y modelar una vajilla de barro, pero en las escenas de comida siempre se veía una fuente de fruta tropical y, en los platos, una especie de papilla que el blanco y negro hacía parecer blanca. Aquel gesto que mi madre y mi tía no lograban entender era sólo un intento de que nuestra comida tuviera un aspecto parecido a la comida de Tarzán.

 
Lo cierto es que un día dejó de gustarme aplastar y mezclar toda la comida; no sé si por los coscorrones o porque, inevitablemente, llega un momento en que dejamos de ser niños.

 
Pero nunca he logrado superar mi debilidad por el puré de patatas, y aquí les dejo esta receta, que hago a menudo para acompañar carnes al horno y disfrutar como una enana.

 
Pastel de patatas, setas y maíz

 
Ingredientes:

 
Puré de patatas:

 
1 kilo de patatas (mejor una variedad que tenga mucho almidón)
½ vasito de aceite de oliva virgen extra
Una pizca de nuez moscada
Sal
Pimienta negra molida

 
Salteado de setas:

 
1 Kilo de setas variadas.
½ cebolla
Un chorrito de vino blanco
Romero y tomillo secos
Sal
Aceite de oliva

 
Puré de maíz:

 
1 lata mediana de maíz dulce en grano
1 brick de nata de 200 ml.
½ vasito de leche
½ cucharadita de azúcar
Una pizca de sal
Pimienta
1 huevo

 
Pelamos las patatas y las ponemos a cocer cubiertas de agua con un poco de sal. Cuando estén tiernas, retiramos el exceso de agua y aplastamos las patatas sin trabajarlas demasiado, para que no se pongan correosas. Yo tengo un aplastador de patatas, impagable invento británico. Aquí los venden en Ikea. Añadimos el aceite, la nuez moscada y la pimienta, integramos bien y cubrimos con el puré el fondo de una fuente de horno previamente engrasada. Para el salteado de setas, limpiamos y picamos las setas, calentamos aceite en una sartén, picamos la cebolla menudita y la rehogamos hasta que esté blanda. Añadimos las setas con el fuego un poco vivo para que no se cuezan en el líquido. Salteamos durante unos minutos, agregamos la  sal y las hierbas, subimos el fuego y añadimos un chorrito de vino blanco. Dejamos evaporar el alcohol del vino y retiramos del fuego. Ponemos nuestro salteado de setas en una capa sobre el puré de patatas. Terminamos con el puré de maíz: abrimos la lata, escurrimos el líquido, ponemos un cacillo al fuego con la nata y la leche y añadimos el maíz. Dejamos cocer a fuego lento unos cinco minutos. Salamos ligeramente y ponemos media cucharadita de azúcar (mejor morena, queda más bueno). Sacamos del fuego, dejamos templar un poco y batimos con el huevo. Vertemos el puré de maíz cubriendo las setas y gratinamos hasta que la capa de maíz adquiera un bonito color dorado.

domingo, 12 de febrero de 2012

carne


Hace poco, en una entrevista para el suplemento de gastronomía de SUR, el escritor Antonio Soler me confesaba su aversión a la carne. Decía que la aborreció desde chico, porque donde otros veían un filete, él veía un animal del que se veía obligado a comer un trozo. Mi hermano Miguel nos anunció hace unos meses que había renunciado a la carne por militancia contra la crueldad reinante en criaderos intensivos y mataderos. En Navidad, cuando vino a Málaga, se negó a comer jamón. Nosotros intentamos convencerlo de que no se perdiera ese placer apelando a la vida envidiable de los cerdos ibéricos en las dehesas. Él respondió: “por si acaso”, y se concentró en la fuente de gambas. Nada sabemos del sufrimiento de las gambas, sometidas a una muerte lenta por asfixia, pensé, pero no quise abrir la boca, temerosa de que al final mi hermano termine planteándose si los tomates sufren al ser arrancados de la mata y dejándose morir de inanición…

Mi sobrino Manu aún no está en la etapa de elaborar reflexiones morales sobre la comida. Si bien es cierto que sus primeras capturas como pescador terminaban devueltas al mar por pena (la verdad es que eran unos cachorritos de pez preciosos y malos de comer), en el momento en que pescó sus primeras caballas, los escrúpulos desaparecieron, y su afán depredador ha ido en aumento. Este invierno lo llevamos al rodaje de una cacería con galgos en el que estábamos trabajando. Cuando el primer galgo llegó con una liebre entre las fauces, la presa aún tenía vida en los ojos y un rictus de tensión en el rostro. Manu la cogió y se fue al dueño de los perros para pedirle que se la regalara. La caza ya no es una necesidad, y los galgueros, hartos de comer liebres, vieron en aquel niño entusiasta una oportunidad para librarse de sus presas. De no ser por la estrecha vigilancia que desplegamos Gaby (mi santo varón) y yo, y por la mímica desesperada que empleamos, tratando de que Manu no nos descubriera, para rogarles a los cazadores que no le dieran liebres, habríamos vuelto a Málaga con seis o siete. El botín quedó en dos, que tuvimos que arrebatar de sus manos para refrenar los instintos forenses de un niño de doce años y no aborrecer de por vida la carne como Antonio Soler o mi hermano.

Cuando anuncié al padre de la criatura, hastiado de tener que ensartar gusanas en anzuelos, comer peces incomestibles y soportar el olor a pescado podrido en la ropa, que volvíamos de nuestra expedición con dos liebres con todo su pelo, su sangre y sus vísceras para despellejar y despiezar en casa, contestó con una frase lacónica cuyo tono entendí al momento: “En la tuya, ¿No?” Glups. “En la mía, claro”, dije.
 
La primera vez que tuve que despellejar y descuartizar liebres fue un 5 de enero. Rafa, mi anterior pareja, había ido a hacer un reportaje de fotos sobre caza, y le habían regalado tres piezas que, de no venir con su abrigo de pelo y sus orejas, habría tomado por ciervos. Estábamos en vísperas de Reyes. Yo no tenía ningún carnicero de cabecera al que pedir que me hiciera la merced de despellejar aquello y Rafa, como Manu en la cacería, se negaba a la posibilidad de que nos deshiciéramos de ellas regalándolas o dándoles un entierro digno. En Internet encontré un tutorial para despellejar piezas de caza. Siguiendo las instrucciones, y con toda la cocina forrada con papel de periódico, iniciamos la sangrienta tarea, que incluyó imprevistos como el reventón de una vejiga urinaria durante la evisceración. En esto se presentó mi hermana Cristina con los sobrinos. Manu era entonces casi un bebé al que prejuzgué (mal, posiblemente) como impresionable. La cocina parecía el plató de La Matanza de Texas. Con el delantal lleno de sangre y un cuchillo en la mano, salí a decirles que se tenían que marchar de inmediato, porque los Reyes Magos estaban en casa. No sé qué pensarían que les estábamos haciendo a Sus Majestades. El caso es que yo fui incapaz de comer ni un solo trozo de los diez kilos de liebre que tuve que guisar. Hice un civet y lo congelé por raciones, y luego fui convenciendo a invitados entusiastas de mi cocina de que se llevaran aquel plato inefable.
 
Esta vez con Manu tuve la precaución de llevarme las dos liebres a la terraza, junto al sumidero de agua, y enchufar la manguera. La tarea resultó menos penosa, a pesar de lo cual mi sobrino, que al principio quería toda la carne para él, depuso su postura avara y terminó brindándome más de la mitad de la caza. Empecé a sospechar que se le habían quitado las ganas de comer liebre. Aunque me pidió mil recetas e ideas para cocinarlas, tengo entendido que al final su parte del botín la guisó mi hermana Cristi, que odia la cocina, y la carne se la comieron, entre llantos y protestas, mis pobres sobrinitas.
 
Nunca he tenido de forma espontánea la idea de que al comer carne comía un trozo de un animal que antes estaba vivo. Una vez, en el Colegio Mayor, se me sentó al lado en el comedor una estudiante de Medicina. Cuando empezó a dar una clase magistral de anatomía patológica con prolija descripción de los nervios, tendones, venas y quistes de grasa que encontraba en su filete, me levanté y me fui a otra mesa. Ahora me preocupa la crueldad que se ejerce contra los animales en la cría intensiva y en el sacrificio, pero no he llegado a dar el paso de no comer carne. Sin embargo, mi recuerdo de infancia más cruel tiene que ver con el sacrificio de un chivo, que me llevó a odiar a María, la vecina de mi abuela, una mujer a la que yo tenía por maravillosa pero que no vaciló en rajarle el cuello a Blanquita, la cabritilla que criaba, pensaba yo que por gusto, y a la que tanto me gustaba dar de comer y acariciar. Soñé durante muchas noches con Blanquita desangrándose sobre un cubo de plástico, intentando, en acto desesperado de supervivencia, comerse la sangre que manaba de su gaznate.

En el acto de comer hay una crueldad intrínseca, atávica, que forma parte de su seducción.
 
Por eso, y con perdón para mi hermano Miguel y Antonio Soler y todos los animales sacrificados, voy a dar mi receta favorita para el conejo, un animal que por suerte compro ya  limpio y despiezado…
 
Conejo marinado al horno
 
Si, como yo, no son amantes del conejo por su tendencia a resecarse y su sabor montaraz, esta receta les sorprenderá gratamente.
 
Ingredientes:
 
1 conejo despiezado, con su higadito.
1 limón y su ralladura
1 naranja y su ralladura
1 chorrito de vino blanco
1-2 dientes de ajo rallados
Un trozo de jengibre fresco rallado
Una guindilla fresca, picante
Unas ramitas de romero
Unas ramitas de tomillo
Un chorrito de aceite de oliva virgen extra
Pimienta
Sal
 
Preparación:
 
Ponemos en un recipiente lo bastante grande como para que quepa el conejo, los ingredientes de la marinada: el ajo y el jengibre rallados, la guindilla en trozos pequeños, el romero y el tomillo, la ralladura de naranja y limón, la pimienta y la sal, y sobre los ingredientes secos, añadimos los líquidos; el zumo de limón y naranja, el vino blanco y el aceite. Removemos y agregamos a la marinada los trozos de conejo, impregnándolos bien de la marinada. Tapamos el recipiente para que no haya contaminación de olores y lo metemos en la nevera un mínimo de cuatro horas. Al cabo de este tiempo, le damos la vuelta a los trozos y volvemos a marinar otro mínimo de cuatro horas (si se hace de un día para otro, perfecto).
 
Calentamos el grill horno a 200 grados. Montamos la bandeja del grill sobre la bandeja metálica, distribuimos los trozos de conejo y el hígado sobre el grill y ponemos en la bandeja de debajo el líquido de la marinada y medio vaso de agua. Metemos la bandeja en las ranuras superiores del horno, tratando de que la carne quede como a unos 10 centímetros de la fuente de calor. Horneamos durante 20-25 minutos, hasta que la carne esté dorada. Damos la vuelta a las piezas y dejamos en el horno otros 20 minutos más. Servimos con patatas asadas y aliñadas con aceite de oliva virgen extra y unas hierbas y con una buena ensalada verde al lado.