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Cuando más evoluciona el mundo del adorno navideño, menos emoción me provoca la Navidad. En mi niñez los arbolitos que poníamos en el
salón eran naturales, y aunque ahora soy consciente de lo inadecuado que resulta desde el punto de vista ecológico, perfumaban toda la casa con olores
de monte. Los adornos se guardaban de un año para otro en cajas de
cartón que siempre costaba trabajo localizar en los altillos. Dentro había
serrín y algodón, porque las bolas eran de cristal y costaban caras. En mi casa
había una colección de preciosas bolas de cristal irisado; pompas de jabón que
emergían de su caja entre exclamaciones admirativas y que eran colgadas en las mejores ramas del árbol. Pero indefectiblemente, cada año alguna de las bolas
se rompía, y al final sólo resistieron dos, una de tonos rojos y otra nacarada.
Mi padre nunca fue
bueno para la electricidad, y solía evitar tareas como reparar enchufes o destripar tostadoras y secadores de pelo, pero cada año dedicaba horas de su tiempo y derrochaba su paciencia infinita en
remendar con cinta aislante todos los daños del cable de las luces del arbolito que pudieran hacer que
fallara la magia de que se encendieran, y como de un año para
otro había tramos que se estropeaban, terminamos teniendo una original tira de
luces hecha de retales de distintas tiras. Las luces del árbol sólo se apagaban
al irnos a la cama, excepto el día de Reyes, que se quedaba encendido toda la
noche. Como en la tele solían poner a todas horas películas que nos encantaba
ver en familia, una noche, al terminar el último pase ya tarde, mi hermano
Miguel, seis o siete años entonces, se había quedado dormido en el sofá, y mi
madre, levantándose para trasladar su cansado espíritu a la cama, le dijo a mi
padre: 'Miguel, por favor, acuesta el arbolito y apaga a Miguelito'.
Había otros momentos mágicos en nuestras navidades. Uno era
la visita al Belén de La Mosca, que una asociación de vecinos montaba en la
ladera de un monte casi en el punto donde la ciudad se internaba en el campo. Era
un Belén hecho con lo que se tenía a mano, donde se mezclaban figuritas más o menos convencionales de yeso con muñecas viejas rescatadas de la basura y travestidas en
estrafalarios ángeles de pelo rubio ceniza. Había un huerto de verdad con brotes de lentejas y colecitas de bruselas, y por
supuesto un río, y un cagonet, y música, y efectos de luz de día y de noche.
Además de los belenes, había otras dos cosas sin las que la
Navidad no era lo mismo. Una era la fiesta del bloque, y otra, la borrachuelada.
De la fiesta del bloque hablaré otro día. La borrachuelada era la reunión anual que celebrábamos en casa de mi
tía Adita para hacer borrachuelos, aunque en realidad se aprovechaba también
para rellenar los pollos que se comerían en Navidad en casa de cada una de las
tres familias: una de nueve bocas, la de mi tía Adita, y dos de siete; la de mi
tía Arora y la nuestra. Siendo tanta gente, la organización del trabajo era fundamental. De
eso se encargaba mi tío Jenaro, que tenía una gran visión del espacio y una
envidiable mentalidad práctica, aunque yo sospechaba que en realidad había
pasado varias noches antes en vela pensando en cómo ordenarlo todo.
Sobre las cinco de la tarde, el timbre de la casa de Tía Adita se volvía loco sonando cada dos minutos, y las cuadrillas entraban dispuestas a mejorar la marca del año anterior. Primero se hacía una
cadena de montaje para las carnes. En un pispás, quince o veinte pollos
deshuesados eran abiertos y preñados con rellenos de carne picada aromatizada con trufas que se cortaban con el grosor de un papel de fumar, o con
jamón y queso (esos eran mis favoritos), cosidos, guisados y puestos a prensar
unos sobre otros. Cuando la torre de pollos se enfriaba
bajo un armazón de tablas con pesos, pasábamos
a los borrachuelos.
Los pollos eran en cierto modo un trabajo especializado, donde no había sitio para gente demasiado pequeña o de manos torpes. En cambio, los borrachuelos eran el espacio para el juego, la tarea donde había
sitio para todos. Una vez limpia la cocina, mi tía Arora traía de la despensa el barreño de masa aromática que
tenía reposando desde el principio de la tarde. La elaboración de la masa requería de un sosiego que no había en aquel corral, por lo que la tía Arora solía cargar con el barreño desde su casa, no
sólo para evitar distracciones, sino para que nadie le discutiera si había que
poner más o menos aguardiente, matalahúva o zumo de naranja. A mi tía Arora no
le gusta discutir sobre cosas acerca de las cuales lo sabe todo.
Pues bien, para cuando el barreño de masa cruzaba el umbral de la cocina, los niños ya estábamos en nuestros puestos y ansiosos por
empezar la faena. Había varias cuadrillas. La primera era la de Cortadores. Contaba con el apoyo de un adulto cuya tarea era extender sobre la mesa, delante de nuestras narices, una bola de masa y la
trabajarla con el rodillo hasta que casi se transparentara debajo el mármol del poyete
de la cocina. Entonces los niños, armados de vasos, cortábamos círculos,
retirábamos la masa de alrededor y volvíamos a formar una bola con ella, que
devolvíamos a la prima o primo mayor encargado de extender la masa.
Entonces
los Cortadores nos movíamos hacia otra sección de la encimera de mármol donde
hubiera masa exendida y frente a los círculos de masa que habíamos dejado atrás empezaba la faena de los Rellenadores y Dobladores.
Esa tarea era un poco más compleja que la de cortar,
así que se reservaba a los que tenían manos hábiles, porque los
borrachuelos de mi familia materna tienen la peculiaridad de ser muy pequeños y
finos, de modo que el relleno de cabello de ángel debía tener ni más ni menos el tamaño de un
garbanzo, y adivinarse bajo la masa al cerrar la empanadilla. Una persona
se encargaba de poner garbancitos de relleno sobre el borrachuelo y otra de
cerrarlos doblando dos de los extremos del círculo sobre sí mismos. Entonces se
pasaban a una bandeja y llegaban a los dominios del Escuadrón de Fritura,
capitaneado por tía Adita y tía Arora, que se turnaban frente a la sartén vigilándose y criticándose una a la otra para terminar dando a varios cientos de borrachuelos el dorado preciso. La masa tenía que
quedar hojaldrada y hecha por dentro, pero no podía quemarse. La temperatura
era fundamental. Si el aceite estaba demasiado caliente, los borrachuelos se arrebatarían o quedarían crudos por el interior. Si estaba frío, absorberían
aceite.
Poco a poco, junto a la sartén iban apareciendo montañas de borrachuelos que desbordaban bandejas, cubos, ollas y barreños. Aunque parecía imposible, llegaba el
momento en que se terminaba la masa, y la cuadrilla de Cortadores soltaba las
herramientas y se ponía a tratar de echar una mano a los encargados de los
pasos sucesivos, hasta que el último borrachuelo entraba en la sartén y toda la
cocina olía a naranja y ajonjolí, azúcar y aceite de
oliva. Los niños contemplábamos maravillados aquella obra colectiva, y nos
parecía de todo punto imposible terminar en sólo un año con tantos
borrachuelos, aunque doy fé de que lo hacíamos cada año, y que rara vez llegaba alguno vivo a la Nochevieja. Una vez fríos, los
borrachuelos se enmelaban o se pasaban por azúcar, pero esa ya era una tarea
que hacían en solitario los mayores, mientras que los niños, igual que en la
noche de Reyes, esperábamos al día siguiente para recoger el botín de
borrachuelos junto con los pollos, que a decir verdad no nos hacían tanta
ilusión, al menos en mi casa, porque, con la excepción de mi madre, no éramos
aficionados a las carnes frías.
No puedo precisar cuándo, pero un año dejó de haber
borrachuelada. Supongo que los primos mayores serían ya muy mayores, que no se
encontró el día adecuado, que para los padres era una paliza aquella sobredosis
de actividad repostera. Todo pasa. Por fortuna, conservo la receta de mi tía
Arora y de año en año, si la dieta lo permite y encuentro el hueco, hago
borrachuelos en casa. Alguna vez he podido compartir la experiencia con mi
sobrino Manu, que además ha añadido la innovación de rellenar borrachuelos con
trocitos de chocolate, y yo le dejo hacer porque todo esto es una excusa para
disfrutar. Amaso, extiendo la masa, la corto, la relleno, la doblo y la pongo a
freír echando de menos algunas manos y el ruido, la vibración y la solidaridad
de aquella cadena de producción familiar para la que el premio era más estar
juntos que comer algo tan delicioso durante las fiestas, y en ese ritual, a
veces vienen fogonazos de aquellas tardes, inspirados por una visión, por el
olor de la naranja, del vino dulce, del aguardiente, del aceite y las especias,
y retorno por unos segundos a mi infancia, y eso le vuelve a dar sentido a esta
Navidad que, como el aceite en un buen borrachuelo, no me penetra.
La receta de borrachuelos de mi tía Arora es una de esas joyas familiares que nunca deberían perderse. No le puedo dedicar una receta que ella ha preservado y mejorado, pero le dedico este post para darle las gracias, porque sus sabores y su sabiduría, su amor por el producto, su curiosidad y su pasión me abrieron todas las puertas cuando quise empezar a cocinar.
Los famosos borrachuelos de la Tía Arora
Ingredientes:
1 kilo de harina
1/2 litro de aceite de oliva virgen extra
1 vaso de zumo de naranja
1 cáscara de limón
1 vaso de vino dulce
1 copita de anís seco
1/2 taza de matalahúva
1/2 taza y un puñadito más de ajonjolí
1/2 taza de azúcar blanca
1 lata pequeña de cabello de ángel
Aceite de oliva virgen extra para freír
1 kilo de miel
Se pone a calentar el medio litro de aceite, y cuando empiece a humear, se fríe la cáscara de limón y se aparta del fuego. Cuando pierda un poco de temperatura se echa la matalahúva y el ajonjolí y se pasa el aceite a un lebrillo amplio. Se vierte el vino dulce y el zumo de naranja. Se agrega la mitad de la harina, se empieza a trabajar la masa con las manos y se añade más harina, hasta obtener una masa fina y un poco aceitosa. Se riega con el anís y el azúcar. Se trabaja un poco más y se deja reposar, abrigada con un paño, durante al menos una hora.
Pasado este tiempo, se pone a calentar abundante aceite de oliva en una sartén honda y, mientras, se extiende la masa con el rodillo dejándola lo más fina que se pueda sin romperla, se cortan círculos de pasta con un vaso, se pone en el centro de cada una un pegotito de cabello de ángel, se cierra el borrachuelo y se fríe a fuego medio-alto hasta que se dore. Cuando estén totalmente fríos, se pone la miel a calentar y se van sumergiendo los borrachuelos para enmelarlos.
Así quedan. El plato es pequeñito; son tamaño 'ciento en boca'. |