miércoles, 11 de diciembre de 2013

Borrachuelos



Imagen tomada de www.happinessisblog.com


Cuando más evoluciona el mundo del adorno navideño, menos emoción me provoca la Navidad. En mi niñez los arbolitos que poníamos en el salón eran naturales, y aunque ahora soy consciente de lo inadecuado que resulta desde el punto de vista ecológico, perfumaban toda la casa con olores de monte. Los adornos se guardaban de un año para otro en cajas de cartón que siempre costaba trabajo localizar en los altillos. Dentro había serrín y algodón, porque las bolas eran de cristal y costaban caras. En mi casa había una colección de preciosas bolas de cristal irisado;  pompas de jabón que emergían de su caja entre exclamaciones admirativas y que eran colgadas en las mejores ramas del árbol. Pero indefectiblemente, cada año alguna de las bolas se rompía, y al final sólo resistieron dos, una de tonos rojos y otra nacarada.



Mi padre nunca fue bueno para la electricidad, y solía evitar tareas como reparar enchufes o destripar tostadoras y secadores de pelo, pero cada año dedicaba horas de su tiempo y derrochaba su paciencia infinita en remendar con cinta aislante todos los daños del cable de las luces del arbolito que pudieran hacer que fallara la magia de que se encendieran, y como de un año para otro había tramos que se estropeaban, terminamos teniendo una original tira de luces hecha de retales de distintas tiras. Las luces del árbol sólo se apagaban al irnos a la cama, excepto el día de Reyes, que se quedaba encendido toda la noche. Como en la tele solían poner a todas horas películas que nos encantaba ver en familia, una noche, al terminar el último pase ya tarde, mi hermano Miguel, seis o siete años entonces, se había quedado dormido en el sofá, y mi madre, levantándose para trasladar su cansado espíritu a la cama, le dijo a mi padre: 'Miguel, por favor, acuesta el arbolito y apaga a Miguelito'.

Había otros momentos mágicos en nuestras navidades. Uno era la visita al Belén de La Mosca, que una asociación de vecinos montaba en la ladera de un monte casi en el punto donde la ciudad se internaba en el campo. Era un Belén hecho con lo que se tenía a mano, donde se mezclaban figuritas más o menos convencionales de yeso con muñecas viejas rescatadas de la basura y travestidas en estrafalarios ángeles de pelo rubio ceniza. Había un huerto de verdad con brotes de lentejas y colecitas de bruselas, y por supuesto un río, y un cagonet, y música, y efectos de luz de día y de noche.



Además de los belenes, había otras dos cosas sin las que la Navidad no era lo mismo. Una era la fiesta del bloque, y otra, la borrachuelada.



De la fiesta del bloque hablaré otro día. La borrachuelada era la reunión anual que celebrábamos en casa de mi tía Adita para hacer borrachuelos, aunque en realidad se aprovechaba también para rellenar los pollos que se comerían en Navidad en casa de cada una de las tres familias: una de nueve bocas, la de mi tía Adita, y dos de siete; la de mi tía Arora y la nuestra. Siendo tanta gente, la organización del trabajo era fundamental. De eso se encargaba mi tío Jenaro, que tenía una gran visión del espacio y una envidiable mentalidad práctica, aunque yo sospechaba que en realidad había pasado varias noches antes en vela pensando en cómo ordenarlo todo.



Sobre las cinco de la tarde, el timbre de la casa de Tía Adita se volvía loco sonando cada dos minutos, y las cuadrillas entraban dispuestas a mejorar la marca del año anterior. Primero se hacía una cadena de montaje para las carnes. En un pispás, quince o veinte pollos deshuesados eran abiertos y preñados con rellenos de carne picada aromatizada con trufas que se cortaban con el grosor de un papel de fumar, o con jamón y queso (esos eran mis favoritos), cosidos, guisados y puestos a prensar unos sobre otros. Cuando la torre de pollos se enfriaba bajo un armazón de tablas con pesos, pasábamos a los borrachuelos. 

Los pollos eran en cierto modo un trabajo especializado, donde no había sitio para gente demasiado pequeña o de manos torpes. En cambio, los borrachuelos eran el espacio para el juego, la tarea donde había sitio para todos. Una vez limpia la cocina, mi tía Arora traía de la despensa el barreño de masa aromática que tenía reposando desde el principio de la tarde. La elaboración de la masa requería de un sosiego que no había en aquel corral, por lo que la tía Arora solía cargar con el barreño desde su casa, no sólo para evitar distracciones, sino para que nadie le discutiera si había que poner más o menos aguardiente, matalahúva o zumo de naranja. A mi tía Arora no le gusta discutir sobre cosas acerca de las cuales lo sabe todo.



Pues bien, para cuando el barreño de masa cruzaba el umbral de la cocina, los niños ya estábamos en nuestros puestos y ansiosos por empezar la faena. Había varias cuadrillas. La primera era la de Cortadores. Contaba con el apoyo de un adulto cuya tarea era extender sobre la mesa, delante de nuestras narices, una bola de masa y la trabajarla con el rodillo hasta que casi se transparentara debajo el mármol del poyete de la cocina. Entonces los niños, armados de vasos, cortábamos círculos, retirábamos la masa de alrededor y volvíamos a formar una bola con ella, que devolvíamos a la prima o primo mayor encargado de extender la masa. 

Entonces los Cortadores nos movíamos hacia otra sección de la encimera de mármol donde hubiera masa exendida y frente a los círculos de masa que habíamos dejado atrás empezaba la faena de los Rellenadores y Dobladores. 

Esa tarea era un poco más compleja que la de cortar, así que se reservaba a los que tenían manos hábiles, porque los borrachuelos de mi familia materna tienen la peculiaridad de ser muy pequeños y finos, de modo que el relleno de cabello de ángel debía tener ni más ni menos el tamaño de un garbanzo, y adivinarse bajo la masa al cerrar la empanadilla. Una persona se encargaba de poner garbancitos de relleno sobre el borrachuelo y otra de cerrarlos doblando dos de los extremos del círculo sobre sí mismos. Entonces se pasaban a una bandeja y llegaban a los dominios del Escuadrón de Fritura, capitaneado por tía Adita y tía Arora, que se turnaban frente a la sartén vigilándose y criticándose una a la otra para terminar dando a varios cientos de borrachuelos el dorado preciso. La masa tenía que quedar hojaldrada y hecha por dentro, pero no podía quemarse. La temperatura era fundamental. Si el aceite estaba demasiado caliente, los borrachuelos se arrebatarían o quedarían crudos por el interior. Si estaba frío, absorberían aceite.



Poco a poco, junto a la sartén iban apareciendo montañas de borrachuelos que desbordaban bandejas, cubos, ollas y barreños. Aunque parecía imposible, llegaba el momento en que se terminaba la masa, y la cuadrilla de Cortadores soltaba las herramientas y se ponía a tratar de echar una mano a los encargados de los pasos sucesivos, hasta que el último borrachuelo entraba en la sartén y toda la cocina olía a naranja y ajonjolí, azúcar y aceite de oliva. Los niños contemplábamos maravillados aquella obra colectiva, y nos parecía de todo punto imposible terminar en sólo un año con tantos borrachuelos, aunque doy fé de que lo hacíamos cada año, y que rara vez llegaba alguno vivo a la Nochevieja. Una vez fríos, los borrachuelos se enmelaban o se pasaban por azúcar, pero esa ya era una tarea que hacían en solitario los mayores, mientras que los niños, igual que en la noche de Reyes, esperábamos al día siguiente para recoger el botín de borrachuelos junto con los pollos, que a decir verdad no nos hacían tanta ilusión, al menos en mi casa, porque, con la excepción de mi madre, no éramos aficionados a las carnes frías.



No puedo precisar cuándo, pero un año dejó de haber borrachuelada. Supongo que los primos mayores serían ya muy mayores, que no se encontró el día adecuado, que para los padres era una paliza aquella sobredosis de actividad repostera. Todo pasa. Por fortuna, conservo la receta de mi tía Arora y de año en año, si la dieta lo permite y encuentro el hueco, hago borrachuelos en casa. Alguna vez he podido compartir la experiencia con mi sobrino Manu, que además ha añadido la innovación de rellenar borrachuelos con trocitos de chocolate, y yo le dejo hacer porque todo esto es una excusa para disfrutar. Amaso, extiendo la masa, la corto, la relleno, la doblo y la pongo a freír echando de menos algunas manos y el ruido, la vibración y la solidaridad de aquella cadena de producción familiar para la que el premio era más estar juntos que comer algo tan delicioso durante las fiestas, y en ese ritual, a veces vienen fogonazos de aquellas tardes, inspirados por una visión, por el olor de la naranja, del vino dulce, del aguardiente, del aceite y las especias, y retorno por unos segundos a mi infancia, y eso le vuelve a dar sentido a esta Navidad que, como el aceite en un buen borrachuelo, no me penetra.

La receta de borrachuelos de mi tía Arora es una de esas joyas familiares que nunca deberían perderse. No le puedo dedicar una receta que ella ha preservado y mejorado, pero le dedico este post para darle las gracias, porque sus sabores y su sabiduría, su amor por el producto, su curiosidad y su pasión me abrieron todas las puertas cuando quise empezar a cocinar.


Los famosos borrachuelos de la Tía Arora

Ingredientes:

1 kilo de harina
1/2 litro de aceite de oliva virgen extra
1 vaso de zumo de naranja
1 cáscara de limón
1 vaso de vino dulce
1 copita de anís seco
1/2 taza de matalahúva
1/2 taza y un puñadito más de ajonjolí
1/2 taza de azúcar blanca
1 lata pequeña de cabello de ángel
Aceite de oliva virgen extra para freír
1 kilo de miel

Se pone a calentar el medio litro de aceite, y cuando empiece a humear, se fríe la cáscara de limón y se aparta del fuego. Cuando pierda un poco de temperatura se echa la matalahúva y el ajonjolí y se pasa el aceite a un lebrillo amplio. Se vierte el vino dulce y el zumo de naranja. Se agrega la mitad de la harina, se empieza a trabajar la masa con las manos y se añade más harina, hasta obtener una masa fina y un poco aceitosa. Se riega con el anís y el azúcar. Se trabaja un poco más y se deja reposar, abrigada con un paño, durante al menos una hora. 

Pasado este tiempo, se pone a calentar abundante aceite de oliva en una sartén honda y, mientras, se extiende la masa con el rodillo dejándola lo más fina que se pueda sin romperla, se cortan círculos de pasta con un vaso, se pone en el centro de cada una un pegotito de cabello de ángel, se cierra el borrachuelo y se fríe a fuego medio-alto hasta que se dore. Cuando estén totalmente fríos, se pone la miel a calentar y se van sumergiendo los borrachuelos para enmelarlos.

Así quedan. El plato es pequeñito; son tamaño 'ciento en boca'.

jueves, 5 de diciembre de 2013

Willy Wonka y la Fábrica de Chocolate


Tengo que confesar que no llegué a la obra de Roald Dhal leyéndolo, sino a través de adaptaciones cinematográficas de sus historias. La primera fue la de Charlie y la fábrica de chocolate. Imaginen la escena: sesión de tarde, invierno. Finales de los años setenta. En mi casa, los fines de semana de mal tiempo eran días de hacer bizcochos y tartas de manzana, comprar castañas asadas y tomar posiciones en los sofás del cuarto de estar para devorar juntos cualquier película, eso sí, rezando para que no fuera algún dramón. Una de aquellas tardes pusieron Willy Wonka y la fábrica de chocolate, y todos nos quedamos impactados porque vimos reflejados en la pantalla nuestros sueños más locos e íntimos: un mundo hecho de chocolate y chucherías.

La primera semilla de ese sueño la había puesto la casita de chocolate de la bruja de Hansel y Gretel, pero en aquel cuento la casa de chocolate significaba peligro, pecado, crimen y castigo, y uno sabía, en el momento del cuento en que los niños encontraban la casa, que lo más sensato que podían hacer era salir corriendo. Willie Wonka no dejaba de ser un personaje excéntrico y cruel, pero sólo castigaba a los niños que nos resultaban antipáticos a los espectadores, y además, aquel mundo de chucherías era algo que nuestros protagonistas, y por extensión nosotros que nos metíamos de su mano en la película, podíamos ver y disfrutar. Nunca he vuelto a ver aquella adaptación, pero el recuerdo de aquel mundo comestible de colores chillones me sigue provocando placer.

Viviendo en Málaga, que quedaba lejos de Disneylandia, el sitio físico que más se aproximaba a la fábrica de Willy Wonka era Casa Blas. Casa Blas era un mayorista de chucherías que tenía el almacén en las callejuelas que iban de la calle Cisneros a la calle Compañía, en el entonces cada vez más silencioso y agonizante centro de la ciudad. Casa Blas no era el único almacén de esas características, pero sí el más famoso. Atravesar sus puertas era desvelar uno de los grandes misterios sobre los que discutíamos acaloradamente desde pequeños hermanos y primos después de una visita al quiosco de Miguel o al de María la del Ford, o al carrito de la Pestosa: ¿De dónde sacan las chucherías los que venden chucherías?

Miguel era un señor con mucha paciencia y un gran bigote gris que tenía su quiosco junto a la puerta del cine Lope de Vega, donde los niños de Pedregalejo nos tragamos en sesiones matinales  todas las obras maestras de Bud Spencer y Terence Hill (¿Cómo no íbamos a terminar siendo una generación perdida?).

Miguel tenía algo de Burt Reynolds envejecido, y lo queríamos porque nunca se impacientaba por nuestra tardanza en decidir en qué íbamos a invertir el tesoro de cinco pesetas con el que nos acercábamos a su templo junto al Arroyo de Los Galanes. En el lado contrario estaba María la del Ford. Nunca he sabido por qué tenía ese sobrenombre su quiosco, pero estaba situado estratégicamente junto a una parada de autobús, y era el que quedaba más cerca cuando íbamos al colegio, por lo que en esas ocasiones, si pillábamos algún duro para chuches, había que dejárselo a la fuerza a ella. Para enfrentarse a María la del Ford convenía tener muy claro lo que una quería. De lo contrario, en el primer titubeo aquella señora de pelo blanco chillón te arrancaba el duro de las manos y estrellaba contra el metal del mostrador un chupa-chups Kojac, un regaliz rojo y un chicle y pasaba a la siguiente víctima, quiero decir, cliente.

Pero la peor de todas era La Pestosa. Tampoco supe nunca el porqué del mote, pero mi padre aseguraba que cuando era niño, ya era vieja aquella mujer flaquísima cuyos vestidos de colores o el pelo teñido de castaño contrastaban con una voz chillona y quebrada de bruja y un humor de perros. El repertorio de chuches de La Pestosa difería del de otros quioscos porque el suyo no era un quiosco fijo, sino un carrito de chuches ambulante con una batea en la parte superior en la que se apilaban bolsas de chufas, altramuces, palomitas y pipas junto con un surtido de porquerías menos abundante que el de sus competidores. El carro de La Pestosa estaba pintado de verde, y solía acompañarla una muchacha un poco mayor que nosotros, callada, rubia y de ojos claros. Debía de ser su nieta, y su papel era ayudarla a empujar el carro, que, después de recorrer todo el barrio haciendo salir a los niños de detrás de todas las verjas y las ventanas, iba a posarse junto a la puerta del cine de verano Los Galanes, donde, oh, sí, cada verano daban reposiciones de westerns míticos como Murieron con las botas puestas, El Álamo o Un hombre llamado caballo.

Pues bien, el gran misterio de cómo conseguían La Pestosa, Miguel o María la del Ford la chuche quedó resuelto el día que mi padre me llevó con él a Casa Blas. Transitamos por las callejuelas que iban de la calle Cisneros a la calle Compañía, una zona del centro donde aún resistían almacenes de diverso uso, hasta llegar a uno que tenía en el frontal un letrero pintado en madera blanca que anunciaba: "Hijos de Blas Palomo, frutos secos y golosinas". El escaparate ya era un anuncio de lo que encontraríamos dentro, porque tras los cristales lucían enormes tarros de chupa-chups, bolas de chicle o frutos secos, pero cuando entramos, vi que las cajas de chucherías se apilaban en los estantes hasta tocar unos techos tan altos que a mí se me perdía la vista antes de llegar.

Casa Blas no era como esas tiendas chillonas que hay hoy en centros comerciales, estaciones y aeropuertos donde las chuches se exhiben por colores y todo se dispone según aconsejan los manuales de ventas. No. Era un almacén mayoristas con un mostrador de madera tan largo que se podían correr encima los cien metros lisos, con un personal adusto que vendía el último grito en piruletas como quien despacha tornillos en una ferretería. Profesionalidad y especialización. Allí también convenía saber lo que querías pedir, porque para bajar algunas de las cajas había que coger escaleras y no daban lo mismo las nubes lisas o las trenzadas.

Mi padre, que se había criado en una época, la postguerra, donde uno sólo veía caramelos el día de su cumpleaños o por Reyes, se volvía un niño igual que yo cuando traspasábamos las puertas de Casa Blas, aunque, manteniendo la compostura, solía comprar alguna caja de Napolitanas de Nestlé para regalar o para mantenerla bajo su supervisión en casa y otra de Huesitos, un invento reciente en aquellos años y, para mi gusto, la mejor barrita de chocolate española hasta el día de hoy. Los Huesitos valían entonces ocho pesetas en los quioscos, por lo que tener en casa una caja de 48 unidades era algo semejante a tener el tesoro de Tutankamón, no sólo por la sensación de abundancia, sino sobre todo por la maldición que caía sobre el hermano que rompiera la regla de oro de comer más de uno al día durante el tiempo en que hubieran existencias. Miguel, Cristi y yo nos vigilábamos estrechamente unos a otros para evitar que nadie cayera en la tentación de ir a la despensa fuera de turno. Confieso que en ese plano yo era la más peligrosa, ya que, mientras mis hermanos lograban dosificar los mordiscos para que la chocolatina durara horas y horas, yo era incapaz de comérmela en más de cuatro bocados, por supuesto seguidos. Y claro, llegaba el día en que la caja de Huesitos y el tarro de Napolitanas se agotaban, pero en el fondo era un final alegre, porque a partir de ese momento yo empezaba a contar el tiempo que faltaba para volver a Casa Blas.

Casa Blas cerró sus puertas un buen día, y el cartel de la fachada desapareció, condenando aquel almacén abandonado al olvido, como tantos sitios que me gustaban en la ciudad de mi infancia. En su lugar supongo que se abrieron naves de mayoristas de frutos secos y golosinas en polígonos industriales, con menos costes de suelo, y para la venta al público, poco a poco fueron surgiendo tiendas cursis con nombres como Antojos o Pompitas donde las chucherías te hieren la vista desde compartimentos de metacrilato y hay que cogerlas con pinzas, con cuidando de no pasarte para que el peso no se traduzca en un sablazo. No sé si los niños que entran en esas tiendas se preguntan de dónde sacan la chuchería. Yo, desde que vi el mostrador de Casa Blas, supe que la fábrica de chocolate de Willy Wonka tenía que estar en la trastienda.

La receta de hoy está dedicada a Roald Dhal, como no podía ser menos. Al final de su vida escribió, junto a su segunda esposa, Memories with Food at Gipsy House, un libro de relatos y recetas que se publicó en 1991, después de su muerte. Es uno de mis libros más codiciados, así que ya tienen una idea si me quieren hacer un regalo de Navidad.

Entretanto, les dejo esta receta que, aunque pasada de moda, para mí sigue siendo la mejor expresión del lujo del chocolate: la mousse. Era el postre que mi madre hacía para las grandes ocasiones y sólo escucharla anunciando que iba a hacerla nos aceleraba el corazón. Usaba una fórmula de mi tía Mariana, a la que le salía deliciosa, pero como las recetas escritas en cuartillas sueltas se perdían con facilidad, terminamos adoptando la del libro de Simone Ortega, aunque con pequeños cambios. Comida a hurtadillas directamente del bol con una cucharada sopera, la mousse de chocolate es pecado mortal, un pasaporte al infierno (¿O al cielo?)



Mousse de chocolate de toda la vida




Ingredientes (6 raciones):

150 gr de chocolate negro de buena calidad, mejor al 70% de cacao, aunque en mi niñez no había esas cosas.
3 cucharadas soperas de brandy
3 yemas de huevo
3 cucharadas soperas de azúcar molida
4 claras de huevo
75 gr de mantequilla
una pizquita de sal

Preparación

Empezamos derritiendo el chocolate al baño maría, dejando que se ablande sin removerlo mucho. Una vez derretido y algo templado, mezclamos con la mantequilla a punto de pomada. Es importante no calentar demasiado la mantequilla para que la mousse adquiera la textura perfecta. Reservamos. Batimos las yemas de huevo con el azúcar y las tres cucharadas soperas de brandy hasta que la mezcla claree y se vuelva espumosa y la incorporamos al chocolate. Terminamos montando las claras de huevo (importante, a temperatura ambiente) con una pizca de sal a punto de nieve y mezclándolas con mucha suavidad con la crema de chocolate, ayudándonos con una lengua de silicona y haciendo movimientos envolventes desde el fondo del cuenco hasta la superficie. Enfriamos.